Cuando allá por los primeros años sesenta y en una de las desde hace décadas inexistentes “pergolas” de las Librerías de Cristal situadas a un costado de la Alameda Central),descubrí el libro Nadie encendía las lámparas, me asombró ese título tan insólito como sugeridor. Adquirí inmediatamente el pequeño volumen y esa misma noche leí los once cuentos y los releí en noches subsecuentes como buscando el secreto de la magia de su autor, de quien la solapa decía que, nacido en Montevideo el 20 de octubre de 1902, había sido a la vez un virtuoso del piano y un escritor de cuentos y una novela, había vivido entre Uruguay y Argentina, y, como supe por la solapa de una edición posterior (de la editorial Cátedra, 1993), se había casado cuatro veces y había fallecido el 13 de enero de 1964.
En los años veinte el talentoso y modesto artista del piano Felisberto Hernández se ganaba la vida tocando en esporádicas y provincianas salas de concierto o pianoteando música para películas silenciosas (melodramas de Francesca Bertini, films atléticos de Douglas Fairbanks, comedias físicas de Buster Keaton) en las salas del cine de Montevideo y Buenos Aires, mientras iba escribiendo sus libros por su cuenta y publicándolos de su bolsillo o en pequeñas editoriales heroicas (salvo Nadie encendía las lámparas, en la importante Editorial Sudamericana y de 1947). A la mitad de los años cuarenta lo descubrieron dos escritores franceses por entonces exiliados en Uruguay y Argentina: Jules Supervielle y Roger Caillois, y lo leyeron y admiraron Ramón Gómez de la Serna, Julio Cortázar, Gabriel García Márquez e Ítalo Calvino. En México y en1983 la editorial Siglo XXI publicó sus Obras completas, que incluyen sus mejores libros: Nadie encendía las lámparas, Las hortensias, Por los tiempos de Clemente Colling, El caballo perdido, Tierras de la memoria,La casa inundada…
En los cuentos de Felisberto, a la vez poéticos y humorísticos y siempre inquietantes, cualquier hecho mínimo y lateral desliza la narración desde la común realidad al individual extrañamiento, y de allí a una leve e inquietante irrealidad. “Nadie encendía las lámparas”, quizá el más emblemático de sus relatos, trata de un escritor, ¿Felisberto mismo?, que lee un cuento en un salón elegante y ante un público rico y culto (que resulta afantasmado en la percepción del personaje narrador). El relato casi carece de asunto y de acción, y el autor/personaje ladea la distraída mirada hacia algunos rostros o unas palomas vistas a través de los cristales del ventanal o hacia una lateral estatua que representa a un personaje al “que ella misma [¡la estatua!] no comprendería”.
Distraído u obseso, el personaje habitual de Hernández vive en cualquier zona de la realidad común y ordinaria, pero un ocasional detalle o un mínimo suceso cotidiano o un torpe acto suyo lo sitúa bajo una luz extraña, lo traslada a una zona levemente alucinatoria del mundo tal como es y como no es. Ese frecuente yo narrativo, ¿el mismo Felisberto?, se gasta la vida en humildes empleos que desempeña con maneras torpes o ingenuamente artificiosas, como el personaje de “El cocodrilo”, un vendedor itinerante de medias de mujer que procura atraer a la esquiva clientela sentándose a llorar lágrimas “de cocodrilo” en la banca de un jardín público; o es fascinado por objetos que adquieren una espontánea otredad, una inquietante y surrealista vida propia: “Y fue en esos instantes cuando se abrió, sola, una vitrina y una mandolina cayó al suelo. Todos escuchamos atentamente el sonido de la caja armónica y de las cuerdas. Después el dueño se dio vuelta y se iba para adentro en el momento en que el mayordomo fue a recoger la mandolina; le costó decidirse a tomarla, como si desconfiara de algún embrujo; pero la pobre mandolina parecía más bien un ave disecada. Yo también me di vuelta y empecé a cruzar el corredor haciendo sonar mis pasos; era como si anduviera dentro de un instrumento”.
Como la Alice de Lewis Carroll que se preguntaba cuál sería “la luz de una vela cuando está apagada”, Felisberto Hernández, con prosa sencilla y sugeridora, veía, leía y escribía el mundo a la luz de lámparas por nadie encendidas. Y hoy, a los 110 años de su entrada en el mundo, a los 48 de haberse ido del mundo, sigue titilando en esas lámparas una luz sesgada y susurrante.
-Publicado anteriormente en Milenio Diario
Es escritor, cinéfilo y periodista. Fue secretario de redacción de la revista Vuelta.