Hace no muchos años, el mundo se sorprendió con el auge de una especialidad útil dentro de las cocinas, pero inesperada. El emplatado, mejor conocido como decoración de platos o montaje de platos. Por las cocinas de los más exclusivos restaurantes empezó a merodear personal cuya única función consistía en disponer los alimentos dentro del plato conforme a cierto orden, agradable tanto a la vista como al gusto.
De la mano de la cocina molecular y la deconstrucción de alimentos, donde personajes como Ferrán Adrià eran capaces de convertir (o deconstruir, en la terminología postestructuralista de este particular chef) una simple y tradicional tortilla de patatas o tortilla española en una espuma de papa servida con sifón, huevo emulsionado, emplatada en una copa, la arquitectura del plato se volvió moneda corriente. Las porciones disminuyeron para no saturar la composición y los precios aumentaron; pero que la frivolidad del adorno no opaque el propósito práctico de diseñar la presentación de un alimento: una hamburguesa cuya altura no respeta el grado máximo de apertura de la boca del comensal terminará irremediablemente derramada por el plato.
Gracias a la metáfora, las técnicas ancestrales de la cocina se representaron como un arte y quienes se ocupaban de la presentación final del plato fungían como curadores gastronómicos para conducir al comensal por ese mundo complejo de sabores. En las críticas gastronómicas se empezó a hablar de armonía, de equilibrio, de volumen, de composición, de profundidad, de perspectiva, palabras todas ellas tomadas de la pintura, la fotografía, la arquitectura o la escultura. En la redacción del menú, el poeta sucedió al diseñador de platillos. Las salsas derramadas por el plato en reducidas porciones se convirtieron en espejos; los quesos derretidos en hilos; las porciones pequeñas en delicias; los platos mixtos en surtidos; los fritos hasta dorarse en crujientes; las espumas más ligeras en algodones, nubes o aires; los jugos de carne reducidos en esencias y así todo lo demás. A la derecha del menú, los precios se definían más por la creatividad en los nombres y los malabares en el emplatado que propiamente por la cantidad de los ingredientes.
El salmón acompañado de espárragos y cebollas se engalanó de lomo de salmón salvaje de Alaska sobre tierra de espárragos silvestres en un abrazo de gratín de cebolletas de la región al cava. Los nombres en francés o italiano, ambas lenguas con una reconocida cultura culinaria, empezaron a sonar reaccionarios. El confit de pato, el fuagrás o el carpacho son títulos nobiliarios de esas épocas, hoy muy venidos a menos.
El lenguaje terminó por convertirse en cómplice de esta experiencia sensorial. Es una tendencia de la globalización. Cuando la degustación del café se colocó en el mismo plano de otros productos gourmet como el vino, para poder elevar los precios del producto, olvidamos la cafetería y empezamos a usar boutique café (para evocar la exclusividad de las pequeñas tiendas de productos seleccionados), coffee bar (con acento en el glamur de las catas de vinos y de las mezclas de la coctelería), coffee house (para recordar el delicado ritual de las casas de té en oriente) o coffee room (que sugiere la forma de referirse a algunas salas de museo). De la mano del cambio de nombre llegó la moda del latte art, latte design o arte del café con leche que consiste en diseñar intrincados patrones tan solo con el flujo de leche caliente. Por supuesto, no podemos ofender al artista llamándole el que sirve el café, sino barista (y empieza a sonar el nombre de infusionista); quien se encarga de la degustación es un sommelier de café (en espera, claro, de alguna otra denominación más exclusiva, porque el sommelier se usa en las catas de vino; empieza a hablarse de cafetólogo, pero dudo que se consolide porque le falta sofisticación). En fin, hoy hablamos del nails bar, centro de manicura y pedicura con un menú donde se ofrecen distintos servicios y productos, pero también de nailkery, de esmaltería, paint bar, nails lounge, nails boutique, nails studio, salón de manicura y pedicura, estudio de uñas y otros más. Ello, sin contar conceptos clave como el de nail art y el de galería de uñas.
Cuando la oferta de bienes es tan abundante y repetitiva, parece aumentar la preocupación por ofrecer experiencias excepcionales más que meros productos. El producto es prioritario y cada vez más casas se preocupan por personalizarlo al gusto del cliente, pero el compromiso con la experiencia de compra es cada vez más fuerte y aquí es donde los lenguajes especializados pueden hacer la diferencia. ¿De verdad nunca hemos pensado que el costo del platillo aumenta en relación directamente proporcional con la distinción y exquisitez del nombre? Quizá en nuestras nuevas economías globales muy pronto importen más los nombres que los bienes mismos. Quien trabaja en mercadotecnia sabe lo importante que resulta posicionar una marca.
La gran paradoja en el futuro de esta nueva economía nominalista es lo poco que entendemos sobre educación y su escaso prestigio en muchos sectores. Hoy por hoy, el latín corre más vivo que nunca a través de las venas más importantes de la mercadotecnia. Al mismo tiempo que sugiere el prestigio de lo clásico y lo intemporal, se rodea de un halo de universalidad acorde con nuestras economías. Audi proviene de audire y es la traducción latina del apellido de August Horch (que en alemán significa escucha); Volvo también es latín y significa hago rodar, le doy vueltas en la mente y, quizá más poéticamente, revoluciono; Fiat es el acrónimo de Fabbrica Italiana Automobile Torino, pero alude al imperativo del verbo hacer, fio, y claro, al bíblico fiat lux. Pero no todo son automotores. La tienda de juguetes didácticos se llama Imaginarium (es neolatín y se forma igual que balnearium, de modo que pude traducirse por sala para imaginar). Uterqüe, la división más costosa del grupo español Inditex, también en latín, significa cada uno de los dos y usa la u con diéresis para respetar la pronunciación latina (kue en vez de ke). La división de precio medio sigue la tendencia de usar un nombre propio como si fuera el del diseñador, italiano en este caso y con nombre y apellido, Massimo Dutti, y la de precio bajo se llama simplemente Zara… sin apellido… cualquier Zara. El grado de lejanía o familiaridad de la marca parece indicativo del costo. En fin, hasta las paletas con cubierta de chocolate tienen nombre latino, Magnum, que puede traducirse por lo más noble o lo más generoso.
No sé si nuestras sociedades de consumo están preparadas para reconocer estas raíces. Creo que, como concluye Juan Jesús Díaz Carretero en un estudio publicado en la revista Thamyris de la Universidad de Málaga, “paradójica y desgraciadamente, los estudios clásicos tienen hoy en día poco prestigio para la sociedad en general y van quedando un tanto marginados en los planes de estudios de institutos y universidades”. La lengua genera muchas ganancias en las economías de mercado, pero la impresión general es que ni los gobiernos ni el público usuario hemos empezado a prepararnos para el futuro inminente de la riqueza nominalista.
Profesor investigador de tiempo completo de la Universidad Autónoma Metropolitana - Iztapalapa. Doctor por El Colegio de México y Licenciado por la Universidad Veracruzana.