Indonesia es un margen de error. Dicen que hay entre 19,000 y 17,000 islas, que la población es de 235 o 250 millones, que en el siglo XX asesinaron a un millón o a 350,000 comunistas. Minucias. No hay nada en el rostro de sus habitantes que los distinga claramente de sus pares en la India, Filipinas, Malasia o China porque en Indonesia todos son un poco de cada uno de esos sitios. Nada es preciso aquí, salvo Jakarta y su decisión de darle la espalda al mar y armarse de concreto y de montañas de basura como recurso para olvidar que el océano está a pocos metros.
Los centros comerciales, los rascacielos y los expats son difíciles de desentrañar y por eso en medio del ruido capitalino los turistas toman aviones a otros destinos más sencillos. Bali, el más famoso; Jogjakarta, el bonachón.
En el centro de la misma isla de Java que arropa a Jakarta en el oeste, Jogjakarta se esconde en el centro, lejos del salitre contaminado y entre volcanes que parecen montañas inofensivas. Aquí el país estrenó capital tras su independencia de los holandeses, en 1945, y aquí también vive el sultán más pobre que alcancen a imaginar. Pobre y trágico, vale añadir: pudiendo acostarse con cualquier mujer durante décadas apenas ha tenido cinco hijas. Ni un varón. Sin descendencia, con él acabará el sultanato.
Con templos hindúes reconvertidos en budistas y viceversa, entre cuyas paredes rebotan cinco veces al día los llamados al rezo del islam y el murmullo de turistas occidentales y asiáticos, Jogjakarta es, en voz muy baja, una de las experiencias multiculturales más intensas. Pero es tan pobre Jogjakarta, tan con tierra en los bolsillos, que nadie se ha atrevido a llenar esto de suficientes McDonald’s para arruinarlo todo. Eso y que en la zona de Wijilan preparan gudeg.
En realidad el gudeg es el plato característico de Jogjakarta y su rastro está en casi todas las calles mugrientas de la ciudad. Supongo que en los menús de los pocos hoteles cinco estrellas habrá una versión, sin embargo aquí todos parecen estar de acuerdo en dónde se hace el mejor. Tres personas me refirieron el lugar en menos de tres horas y la sorpresa al ver la fila de gente y de carros en la acera solo era menor que la sorpresa ante el orden de todo. Nadie reclamando un lugar, nadie quejándose de nada. En Jogjakarta susurran y sonríen.
El gudeg es un guiso de yaca verde y la yaca –en inglés, jackfruit– es el patrimonio alimentario de Indonesia. Leí que se da en el trópico americano, sin embargo nunca vi una fruta de esas en Venezuela ni en Colombia, de modo que no sé si tenga algún nombre alternativo. Por fuera es como una guanábana con las espinas blandas más cortas, por dentro es amarillenta y al consumirla sin madurar se suele freír cual tostón o hervir durante horas, como en el gudeg. Así que yaca, azúcar morena y leche de coco para la base a la que cada quien añade sus variantes: cilantro, ajo, chalote, maní, hojas de teca.
En Yu Djum, el restaurante callejero en el que sirven al menos un kilo por minuto a esta hora del mediodía, preparan la variante kering, más seca y un poco más dulce, en la foto acompañada por un trozo de pollo y krecek –tajos fritos de piel de res–. El arroz termina de balancear los gustos y convierte al gudeg en un plato salado dulzón con el que es imposible empalagarse.
Me decía un local que la presencia permanente del azúcar en platos de todo tipo hace de los habitantes de Jogjakarta gente igualmente dulce, despreocupada por el dinero, a diferencia de los de Jakarta, y bonachones de voz baja, no como los gritones de Surabaya y su obsesión por chile. Dijo más cosas pero me distraje pensando en el pobre sultán. ¿Sabrá que la yaca tiene un efecto parecido al Viagra? Que alguien se lo diga al oído.
Periodista. Coordinador Editorial de la revista El Librero Colombia y colaborador de medios como El País, El Malpensante y El Nacional.