Supongo que, técnicamente, en los términos del actual proceso electoral, yo caería en el grupo de los “indecisos”. No soy el único: de lo único que está seguro el 25% del electorado es de su indecisión.
Me siento a gusto cargando ese marbete y celebro ese porcentaje. Es agradable militar sin querer en ese grupo remolón y titubeante. Somos los que encontramos más acogedora la duda ansiosa que la sentencia vociferante. La única maraca que meneamos es un sordomudo signo de interrogación. Somos los cartesianos o –mejor aún– los santo Tomases del electorado. Partimos del principio de que si son pocos los vivos, los resucitados son imposibles. Ver para creer, decimos. (Sabemos que Santo Tomás es quien más duda porque es quien más necesita la verdad.) Hay entre nosotros indecisos tan radicales que sostienen que sólo otorgarán su voto al candidado a la presidencia después de que haya sido presidente. Es una aspiración laudable: dudar sobre seguro.
Algo hay de melancólico y aun de elegante en declararse indeciso en este momento de México. Nos mueve el escepticismo, sí, pero es un escepticismo militante; un fastidio que sin embargo, misteriosamente, se ha convertido en un imprevisto poderío. Somos los más renuentes a abrazarnos de una bandera, a claudicar ante las toneladas de saliva y fotos; los incrédulos ante las abstracciones futuristas; los remisos a colapsar de idolatría ante un candidato/a; los que más nos resistimos a canjear nuestro voto por una recompensa vulgar. Y, además, somos los que vamos a decidir, si acaso nos decidimos…
Nadie –ningún líder partidario o sindical– nos ha ordenado cómo votar. Ninguna iglesia laica o fideísta nos asusta o amenaza (ni tampoco nos entusiasma). ¿Seremos, por lo mismo, los votantes más serios? ¿Los más exigentes, objetivos, racionales? ¿Los que nos resistimos a las recompensas fáciles de la pasión, a los apetitos del interés, a la muelle seducción ideológica? Quizá sí… ¿o quizá no? En todo caso, antes de leer esto como un defecto, hay que apreciarlo como virtud. El voto de nosotros, los indecisos, debería contar por dos.
Me parece irrespetuoso hacia la propia inteligencia decidir por quién se va a votar cuando aún faltan 50 días de argumentos e ideas (o, más posiblemente, de estupideces y demagogia). Decidir por quién votar desde ahora equivale a interrumpir a alguien que está a la mitad de una argumentación, o a salirse del teatro, con pedantería de profeta, cuando aún falta el impredecible tercer acto.
Es interesante que la aventadera de dinero público que cometen las autoridades electorales y los deplorables partidos, desde hace un mes, se dirija exclusivamente a nosotros. Cientos de millones de pesos dedicados a rescatarnos de nuestra indecisión. El costo de las campañas debería, de hecho, calcularse sobre nuestra indecisión, mucho más onerosa, proporcionalmente, que el convencimiento a priori de los ya decididos.
A dos meses de ese día anticipadamente triste –no hay de otra– somos el grupo de votantes más poderoso. Deberíamos dedicarnos a atraer a los ya decididos a nuestra causa inestable. Es más, deberíamos constituirnos en fuerza política organizada y solicitar nuestro registro: el Partido Indeciso Nacional (PIN). Nuestro lema sería “Por una Nación decididamente perpleja”, o bien: “Hacia un México Irresoluto Para Todos”. Entonces quizá lograríamos encontrar a alguien tan indeciso como para abanderar nuestra causa y lo postularíamos para presidente. Su lema de campaña será, predeciblemente: “Con la Patria puede que hacia adelante”. De lograrlo, sabría que no cuenta con nosotros.
Lo único malo es que esta sabrosa indecisión deberá terminar, irremediablemente, en ese momento terrorífico en que estaremos, más inermes e indecisos que nunca, en la soledad de la casilla, escuchando los gritos histéricos y minúsculos que salen de la multicolor boleta: “¡Yo! ¡Yo!…”
Nada es perfecto.
(Publicado previamente en El Universal)
Es un escritor, editorialista y académico, especialista en poesía mexicana moderna.