Haroldo de Campos, In memoriam

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Epitafio para Haroldo, el traductor
En uno de sus numerosos ensayos sobre la traducción, Octavio Paz menciona a un monje tibetano, Marpa, maestro de Milarepa, que ostentó en vida y con orgullo el significativo sobrenombre de El Traductor. ¿Cuántos de nuestros intelectuales modernos, se pregunta Paz, soportarían que se les llamase así: Sartre el Traductor, Beckett el Traductor, Neruda el Traductor? La muerte de Haroldo de Campos el pasado 16 de agosto, tres días antes de cumplir 74 años, deja sin candidato vivo una posible respuesta a esas líneas.
     No soy un conocedor de su obra, y lo más justo sería dejar lugar a viejos lectores suyos como Rodolfo Mata, Víctor Sosa, Horácio Costa o Eduardo Milán. Yo lo leí ya tarde, cuando ayudé a Hugo Gola a editar hace cuatro años un volumen titulado Galaxia Concreta, que, como suele suceder en esos casos, pasó sin pena ni gloria por las librerías defeñas. El antólogo y ferviente impulsor de aquel libro fue un amigo argentino, Gonzalo Aguilar, al que le agradezco también una caja de fotocopias con casi todas las traducciones de Haroldo y los ensayos que las escoltaban, escolios utilísimos.
     Se ha dicho mil veces que para Haroldo la traducción era mucho más que un acto traslaticio, pero me temo que buena parte de su propia teoría sobre la mentada “transcreación” quedó, al final, empequeñecida por el resultado. Cuyas innegables virtudes no son, aventuro, el resultado de ninguna teoría, sino del increíble oído poético de alguien capaz de atreverse a traducir a Maiakovski con sólo tres meses de estudio de la lengua rusa y salir vencedor en la empresa. A pesar de las constantes proclamas concretas sobre las virtudes de lo “verbivoco-visual”, fue el oído lo que, en definitiva, ayudó a los poetas concretos a diferenciar entre tradiciones vivas y exhaustas.
     Como si no bastara con Homero, la Biblia, Dante y Goethe, Haroldo también se atrevió a traducir a dos modernos por excelencia: Joyce y Pound. Tras tanto voluntarismo no cuesta adivinar su deseo de refundar a los primeros desde los segundos, y reconstruir una tradición lastrada por anteojeras académicas. El paideuma poundiano, o lo que la crítica ha llamado “la construcción de un linaje”, resultó, en su caso, uno de los esfuerzos críticos más notables que haya tenido lugar en la literatura contemporánea. Todos sus ensayos sobre literatura brasileña, desde el barroco hasta Machado de Assis, de Sousândrade a Cabral de Melo Neto, intentan demoler la socorrida idea de que una literatura es la cristalización de un espíritu nacional, una lección que todavía necesitan aprender varias literaturas latinoamericanas, incluso aquellas que, como la mexicana, consiguieron resumir en una figura como Paz el impulso vanguardista de Haroldo y la sofrosine histórica de un Antonio Cándido, por ejemplo. Lo que aquí me interesa: su trabajo de traductor en todas las lenguas, y la manera en la que llegó a ser, como en Pound, una maquinaria casi perfecta, un engranaje incansable del paideuma. Con riesgo de parecer excéntrico, creo que es justamente ese oficio de traductor (“transcreador” me sigue sonando pedante) la vertiente fundamental de su trabajo, la que no sólo resume sus mejores dotes poéticas sino también sus más interesantes actitudes críticas. Desde este punto de vista, es posible leer un ensayo fundacional como O sequestro do barroco na formação da literatura brasileira: o caso Gregório de Matos como el esfuerzo por traducir la literatura brasileña al español barroco del Siglo de Oro, librándola de la antigua obsesión filológica por “rescatar” figuras marginales u olvidadas dentro del canon.
     A partir de la edición que antes comentaba, y de varias lecturas posteriores, he empezado a sospechar que fueron los concretos el momento más interesante de la vanguardia continental, porque desde su “plano piloto” se prolongaron en secreto los vericuetos del llamado “alto modernismo brasileño” y se logró corregir el impulso iconoclasta de las vanguardias llamadas “históricas”. Lo cual también podría ser dicho de otra manera: los concretos en general, y Haroldo en particular, dotaron al discurso de la vanguardia de una verdadera teoría de la traducción, la obligaron a reactivar la confianza en lo universal justamente a partir de la confusión babélica.
     Esta paradoja adquiere visos de koan budista (a la sombra de Marpa, supongo) cuando rastreamos el término con el cual se dio a conocer el movimiento. El título de su revista programática fue NOIgandres, un término supuestamente tomado del poeta provenzal Arnaut Daniel, que alude también a su escolio moderno: un pasaje del Canto XX en que Pound pregunta al filólogo alemán Emil Lévy por el sentido del término, sólo para que éste le responda: “Noigandres, noigrandres,/ hace seis meses ya,/ todas las noches, cuando me voy a dormir,/ que digo para mí:/ Noigandres, eh, noigandres,/ ¡qué diablos significará eso!/”. La casi incontestable autoridad de Hugh Kenner (The Pound Era) considera “noigandres” una errata y llega a afirmar que “tal vez esa palabra no exista en absoluto [en el texto de A. Daniel]; los manuscritos se enzarzan en una babel inconexa: nuo gaindres, nul grandes, notz grandes”. Babel y la Errata son, ya se sabe, las coordenadas definitivas de cualquier traducción. Un oficio que, como decía el difunto Haroldo, no tiene otro sentido que ahuyentar el tedio. Aunque en eso, por cierto, también coincide con la literatura. ~

— Ernesto Hernández Busto

Poesía menos
El sábado 16 de agosto murió el escritor brasileño Haroldo de Campos a los 73 años de edad. En España, donde prácticamente se ha ignorado su obra, también se ha ignorado su muerte. No importa que haya sido uno de los grandes poetas contemporáneos, fundador de la poesía concreta en la década de 1950. No importa que haya sido propuesto innumerables veces para el Nobel, lo que importaría a los medios.
     Conocí a Haroldo en un elevador de un hotel de Berlín. Unos meses antes yo había intentado traducir uno de sus grandes poemas, Oda (explícita) a la poesía en el día de San Lukács. La sorpresa del encuentro —entró al elevador un hombre con una oscura gorra de marinero, barbudo y bien vestido y ligeramente gordo, y con una esposa, y pensé durante tres pisos: “Qué duda cabe, éste, y sólo éste, puede ser Haroldo”— únicamente me dio tiempo a expresarle lo importante que él y su hermano Augusto habían sido para la poesía de algunos poetas cubanos de mi generación. Me dijo asombrado: “¿Sí?”, y le dije: “Sí”.
     A diferencia de Octavio Paz y de Jorge Luis Borges, Haroldo no hizo de la vanguardia un punto de arranque para arribar a una suerte de clasicismo. Había logrado, el brasileño, prácticamente lo imposible: convertir la vanguardia en un gesto permanente de medida de la vida, o más exacto: de desmesura de la medida, de ir midiendo a trancos, con los cada vez más escasos medios de la poesía, la desmesura de la existencia en relación con las palabras. A diferencia del cubano Lezama Lima, no adoptó el barroco como regla básica de la desmesura. Pasó, Haroldo, por el barroco como poeta que lleva al diablo, empeñado en no dejarse atrapar por el sistema, y creó libros tan difíciles de leer y de ser aceptados como “buena literatura” como Galaxias, un artefacto hijo de Joyce.
     Algunos poetas de mi generación leímos, en la misma línea que habíamos seguido con Lezama, Stevens, Benn, Vallejo y Celan, a los hermanos De Campos intentando reformular la vanguardia que nunca tuvimos en Cuba, y ante todo como un gesto generacional que implicaba motivos morales, por no decir políticos. Moral de la escritura, política de la literatura, en un medio “cultural” donde el Estado presionaba desde todas partes y con todos sus medios, que no eran sólo los medios del lenguaje. Fragmentos como el siguiente, de Oda (explícita) …, supongo que sirvan para “elevar la moral” en tiempo de crisis no sólo poética: “poesía/ hembra contradictoria/ te detestan/ multiforme/ más putiforme que la mujer de/ putifar/ más Ofelia/ que himen de doncella/ en la antesala de la locura de hamlet”
     Y poemas tan breves como Mencio: teorema del blanco deparan, leídos en cierto momento donde la literatura de un país se estratifica en amagos “realistas”, no poca satisfacción “metafísica”: “lo innato se llama naturaleza/ llamarse naturaleza de lo innato/ es lo mismo que llamarse blanco del blanco// el blanco de la pluma blanca/ es igual al blanco de la nieve blanca?/ es igual al blanco del jade blanco?/ de cuántos blancos se hace el blanco?”
     ¿De cuántos blancos se hace el blanco? La pregunta atraviesa la naturaleza de la mente. O más exacto, la naturaleza de la naturaleza. La atraviesa y se topa consigo misma, y la respuesta, del propio Haroldo, no se hace esperar: “Arte pobre, tiempo de pobreza, poesía menos”. ~

— Rolando Sánchez Mejías

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(La Habana, 1968) es poeta, ensayista y traductor. Sus libros más recientes son Jardín de grava (Cuadrivio, 2017; Godall Edicions, 2018) y Hoguera y abanico. Versiones de Bashô (Pre-textos, 2018).


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