Helenista. Entre los escritores hispanoamericanos que han dejado en su obra (en verso y prosa) un memorable testimonio de su honda afición al mundo clásico antiguo –pienso en Rubén Darío, en Leopoldo Lugones, en el boliviano Franz Tamayo, y, acaso en menor medida, en Borges– destaca Alfonso Reyes. Fue, tanto por la extensión de sus estudios como por la estupenda variedad y precisión de sus referencias, lecturas y comentarios de los textos de griegos y latinos, una figura sobresaliente, con su rotundo perfil humanista. Resulta, desde luego, un tópico muy manido adjuntar el calificativo de “humanista” a la mención de su nombre. La razón es evidente, pero me gustaría insistir en las amplias connotaciones del adjetivo para subrayar hasta qué punto es, en su caso, atinado y pertinente. Porque un humanista no es sólo quien se ocupa del pasado clásico sino quien degusta y aprovecha el legado antiguo para profundizar en la visión y comprensión propia del presente. Es decir, no es el erudito que desempolva textos o amontona citas sino alguien que se apoya en los viejos textos y los reinterpreta y relee a fondo para esbozar una idea progresista del mundo. El amor a la tradición y un afán cosmopolita y crítico caracterizan al humanista, que está muy lejos de ser un anticuario. Su fervor por la tradición literaria y filosófica le sirve para tener una perspectiva crítica (del pasado y del presente) y una mirada de horizontes muy despejados (sin dogmas ni prejuicios nacionalistas). Sus lecturas del pasado y el diálogo vivaz con los antiguos maestros le ayudan a enfocar con más libertad y distancia crítica los retos del presente. El humanismo no es, pues, una profesión sino un modo de enfrentar el mundo, y exige un talante escéptico y tolerante, es decir, una cierta faceta ética y también estética.
Sería muy largo, e inútil, recordar aquí las numerosas obras de Reyes de temas helénicos. Citaré sólo las más significativas: de 1908 (contaba menos de veinte años) es su estudio comparativo entre las tres “Electras” (de Esquilo, Sófocles y Eurípides, publicado en Cuestiones estéticas, 1911); de 1924, su Ifigenia cruel, reinterpretación poética del mito antiguo (como hizo Goethe en su Ifigenia ).* En su última etapa publicó obras de crítica literaria e historia como La crítica en la edad ateniense (1941), La antigua retórica (1942), Panorama de la religión griega (1948), Junta de sombras (1949), Estudios helénicos (1957) y La filosofía helenística (1959). También tradujo algunos libros de gran interés: la Introducción al estudio de Grecia de A. Petrie (1946), la Historia de la literatura griega de C.M. Bowra (1948) y Eurípides y su época de G. Murray (1949). En 1951 publicó su versión de los nueve primeros cantos de la Ilíada (con el curioso subtítulo de Aquiles agraviado). Intentó en los años siguientes continuar esa traducción en alejandrinos, que adoptan un sistema acentual para acercarse al hexámetro homérico y añaden pareados de rimas, pero no avanzó mucho más allá. Su versión, notablemente fiel, romancea los 5,961 versos de esos nueve cantos en 5,763 alejandrinos. Fue un enorme esfuerzo que refleja la devoción de Reyes al gran patriarca de la poesía épica, un homenaje al poema sobre Troya.
Lo señaló muy bien Ronchi March (en “A.R., traductor de Homero”, 1989): “Esa pasión por Grecia iluminó la vida entera de Reyes, pero la que tuvo por Homero fue excepcional. Se manifiesta públicamente desde 1948, cuando decide traducir la Ilíada para unos cursillos en el llamado Colegio Nacional, y va creciendo en forma dramática, luego ya como furor obsesivo, y sólo pueden interrumpirla la enfermedad y la muerte, en 1959 […] Podemos seguir la marcha de este gran esfuerzo, a la vez gozoso y doliente, en las anotaciones de su diario íntimo”.
Pero quisiera recordar la modestia inicial y el tono de su breve y ajustado prólogo: “No leo la lengua de Homero; la descifro apenas. ‘Aunque entiendo poco griego’ –como dice Góngora en su romance–, un poco más entiendo de Grecia. No ofrezco un traslado de palabra a palabra, sino de concepto a concepto, ajustándome al documento original […] Adelanté con cuidado y prudencia, sin anacronismos, sin deslealtades. La fidelidad ha de ser de obra y no de palabra.”
Tras sugerir su descontento con las anteriores traducciones castellanas en verso, señala que deseaba intentar otra “más cercana a los lectores de hoy”. En fin, sobre si debe traducirse a Homero en verso o en prosa son diversos los criterios y las opiniones. Pero es indiscutible y magnánimo el fervor homérico de Reyes. (Para detalles precisos, remito con gusto al excelente artículo de L.A. Guichard “Notas sobre la versión de la Ilíada de Alfonso Reyes”, Nueva Revista de Filología Hispánica, LII (2004), núm. 2, pp. 409-447).
El prestigioso estudioso de Aristóteles Ingemar Düring escribió un librillo, Alfonso Reyes helenista (Madrid, Ínsula, 1955, 88 pp.), tan elogioso como limitado visto desde nuestra perspectiva actual. Otros grandes filólogos clásicos, como Werner Jaeger y Gilbert Murray, le testimoniaron su aprecio. Pero él siempre se mostró muy modesto respecto de su trayectoria al servicio del helenismo: “Me avergüenzo cada vez que se me llama ‘helenista’, porque, como ya he explicado, mi helenismo es de cazador furtivo; aunque creo que los cazadores furtivos, los que entran en los cotos cerrados y merodean en tiempo de veda, suelen cobrar las piezas mejores. En suma, que hasta la heroica ignorancia de las técnicas, de las preceptivas, si ayuda el astro, conduce también al descubrimiento. No me avergüenzo de que se me llame “humanista” porque hoy por hoy humanista casi ha venido a significar persona decente en el orden del pensamiento, consciente de los fines y anhelos humanos” (Anecdotario, Obras Completas, XXIV, p. 318).
Reyes había leído mucho, numerosísimos y variados libros, y traducido algunos (lo que es una forma de leer muy a fondo); tenía una asombrosa memoria, un criterio intelectual propio y certero, y frecuentaba tanto la literatura antigua como la de su época, la griega y latina como la española clásica y gran parte de la europea (francesa, inglesa, etcétera). A menudo se descubre en sus anotaciones y sugerencias un experto afán comparatista y reluce una maestría literaria ejemplar en sus muchos y claros prólogos. Tenía además un decidido afán de claridad, un sentido muy fino del arte del ensayo y, sobre todo, escribía con un estilo admirable. Era, según Borges, “el mejor prosista de la lengua española de este y el otro lado del Atlántico”.
Hay que resaltar que la Grecia de Reyes distaba mucho de la Grecia afrancesada de Darío; perdida la aureola parnasiana, se basaba en la investigación contemporánea. Un conocimiento de los textos de primera mano y sus muchas lecturas lo tenían al día. No pretendía ser muy original sino ameno y didáctico, preciso y bien informado. Me gustaría destacar, como ejemplo, su libro La filosofía helenística, que no suele ser muy citado. Sin duda, le debe mucho a conocidos estudiosos modernos (Barth, Bréhier, Guthrie, Jaeger), pero resulta un manual redactado con ejemplar exigencia; el mejor en su tiempo en castellano, por su amplia perspectiva y diáfano estilo. (Lo sé bien, porque me fue muy útil cuando quise escribir hace años un pequeño libro sobre esa interesantísima época y sus figuras y teorías).
El cazador furtivo suele mirar alerta, avanzar con cuidado y dirigir bien sus tiros. No se jacta de sus logros ni se envanece de sus correrías; cuida el humor y la agilidad. El maestro Reyes, además de sus múltiples saberes, ejercía esas sutiles virtudes. Supo combinar modernidad y clasicismo, ejemplarmente. No son infrecuentes en el mercado los helenistas profesionales, académicos e inactuales; pero es muy difícil hallar un estudioso del mundo helénico, como fue Reyes, con un amor sincero a la cultura clásica y, a la par, un estilo tan terso y moderno para evocarla. En estos tan malos tiempos para el humanismo nos sobran académicos y periodistas y faltan nuevos cazadores furtivos. ~