Hemingway, hace 50 años

Este fin de semana se cumplieron cincuenta años de la muerte del gran escritor norteamericano. 
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Me he levantado a las siete de la mañana, me he bañado, me he puesto ropa de cacería, me he sentado en la sala de mi casa de Sun Valley, Idaho, con una escopeta entre las manos. En la noche he recordado a mi amigo Gary, el buen Coop, actor en dos películas sobre novelas mías: Adiós a las armas y Por quien doblan las campanas, y para él y para mí he susurrado el autoepitafio de Robert Louis Stevenson: “Bajo el inmenso y estrellado cielo cavad mi fosa y dejadme en ella. Aquí quiero yacer. El marinero volvió del mar; del monte ha vuelto el cazador.”

¿Por qué estás con ropa de cazador y con esa escopeta en las manos?, me pregunta con la mirada ese gato. No te asustes, pussycat. He matado tigres, elefantes  tiburones, y no terminaré siendo un matagatos. Soy cazador de presas mucho mayores que tú, y ahora Hemingway va a cazar a Hemingway. ¿Suicidio? Palabra mal hecha, pues el hombre muerto ya no es el hombre que lo mató. La muerte nos cambia en cosas mudas.

Tengo sesenta y tres años y estoy gastado hasta el hueso. Tantas cacerías, tantas esposas y amantes, tantas borracheras, tantos sanfermines, tanto lucirse en dos, tres guerras, tantas palabras escritas, tantas palabras borradas, tanto luchar por lograr y mantener un estilo, por no descender en la lista de los bestsellers, ese hit-parade de los autores. Ya detesto las palabras, ya me aburre sacarle punta a los lápices, ya no quiero seguir escribiendo, desescribiendo, reescribiendo. No escribiré más, no lanzaré otra novela best-seller para que esos cobardes asesinos, los críticos, no la acosen a dentelladas como los tiburones al gran pez logrado por el viejo pescador de Cojimar. Y pues aquí no hay un crítico, o un fascista, o una exesposa, o una examante, o un elefante, o un tigre o un tiburón a quienes pegarles tiros, voy  a dispararle al viejo y gastado Ernest Hemingway.

Mírame, pussycat, te hago el honor de estar en mi último gran acto. Veo un titular de prensa redactado por un gacetillero anónimo: “Ante los ojos de uno de sus gatos, Ernest Hemingway asesinó de un tiro a Ernest Hemingway”. ¿Asunto para un cuento hemingwayano? Acaso un renacido Ernest Hemingway lo escribiría contando cómo Ernest Hemingway ya no quiso cargar sobre los hombros al mito Hemingway. Mucho me afané para construirme ese mito considerado como pura mentira por algunos cabrones cagatintas. Dizque los negros de África me ponían a tiro a las fieras para matarlas cómodamente; dizque la guerra de España la peleé desde el bar Chicote de Madrid bebiendo todos los licores para no dejárselos a los fascistas; dizque mi viril pelo pectoral, ahora enteramente canoso, es un gran postizo que me pongo en el día y me quito en la noche. Uf, admito haber fanfarroneado, haberme fabricado una imagen de hombrote duro, guerrero, cazador, consumidor de mujeres, de vino, de ron, de daiquiríes, de whiskey, pues, dicen, hube de aureolarme de astro de la acción y de la aventura internacional sólo para que dizque se vendieran mis libros… Y Coop decía: “Trata de ser siempre un astro en tu negocio, pues si dejas de serlo habrás muerto en vida, viejo”.

¿Cómo iba esa canción que mi amigo Howard Hawks metió en no sé cuántas películas? Oh whiskey let me alone,  remember I must go home! Tengo en una mano el vaso de whiskey y en la otra la escopeta. Mataré a “papá Hemmie”. ¿Sabes?, algunas de mis mujeres folladas/folladoras me decían “papá Hemmie”. Marlene me decía así cuando me visitaba entre dos películas suyas, y en el alba, para aliviarnos los dos el post coitum anima triste, hacía los mejores huevos fritos del mundo, complementarios de su sex appeal. Una vez me dijo que le hubiera gustado conocer a Scott Fitzgerald. Le dije: sería inútil, el pobre perdió el talento después de El gran Gatsby y además tenía un pene diminuto, como de niño. Bueno, eso lo escribí por poner algo picante en Una fiesta móvil, pero desde luego el bello “Scottie” no era bastante hombre para la rubia gran fiera germana y hollywoodense que cazaba sus presas con la entrepierna, fuesen hombres, mujeres u ornitorrincos.

Pussyicat, ¿quieres ayudarme para el acto? No, el gatillo es demasiado duro para ti. La escopeta no es adecuada para matarse, pero no tengo una pistola a la mano. Observa bien cómo lo hago. Me pongo el extremo del cañón de la escopeta entre la garganta y la mentón, ¿ves?, y, como el brazo no alcanza al gatillo, estiraré la pierna y lo oprimiré con el dedo gordo del pie. No te asustes. Quédate, alguien debe ser testigo. Si quieres ser periodista, o escritor, debes fijarte en los detalles físicos. No se escribe con ideas, sino con hechos, con detalles y sensaciones, ah, y con palabras. Anota, pues: “Puso en el gatillo el dedo gordo del pie.” Los detalles escritos o suprimidos hacen el buen periodismo, y el periodismo es buen aprendizaje para el escritor… siempre que pueda dejarlo a tiempo.

Fíjate, pussycat. Hemingway va a matar a Hemingway. Ya me descalcé, ya con el frío del doble cañón de la escopeta detrás del mentón estiro esta pierna para que el pie llegue al gatillo. Qué  curioso: en español gatillo también es gatito. Uf, palabras.Ya no más palabras, malditas sean, basta de vivir por, para y de las palabras. Ahora sólo me resta el acto. And the rest is silence, dijo el dubitativo Hamlet, pero yo no soy Hamlet, soy hombre de acción, soy Hemingway, matador de Hemingway.

Mira, pussycat: en aquel rincón te dejé un platito de leche… De nada, y adiós, amigo.

Ahora, el acto.  

 

(Publicado previamente en Milenio Diario)    

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Es escritor, cinéfilo y periodista. Fue secretario de redacción de la revista Vuelta.


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