La fotografía, de 1920, muestra a dos enfermas mentales recluidas en el manicomio de la Castañeda: con sus andrajos blancos son la imagen misma del abandono y la miseria más radicales. Sus miradas se clavan en la cámara como buscando los destellos de la lucidez que han perdido. Se apoyan en lo único que les queda, las ramas secas de un árbol tan triste como ellas. Diez años antes el presidente Porfirio Díaz, para celebrar el centenario del nacimiento del país, había inaugurado el hermoso y amplio edificio de Mixcoac, el Manicomio General, y recorrió con su séquito los pabellones en los que se repartían y separaban a los furiosos, los imbéciles, los indigentes, los tranquilos, los pensionados, curiosas denominaciones que reflejaban crudamente las tradiciones psiquiátricas de la época.
Estas dos enfermas posiblemente provenían del Hospital de la Canoa, una antigua institución colonial que recogía a mujeres dementes y las hospedaba, hacinadas por decenas, en sus dormitorios oscuros. Puedo imaginarme que alguna de ellas llegó con un expediente de lipemanía o melancolía; otra tal vez fue etiquetada como histérica delirante. Eran diagnósticos comunes en esa época. ¿Cuál de las dos es la melancólica? ¿Cuál es la histérica? Acaso la mirada tristísima y el gesto amargo de la mujer que lleva la cabeza descubierta, mostrando que ha sido rapada, es la afectada por el humor negro. La otra, que está descalza y sostiene una taza en las manos, tal vez ha interrumpido un rapto de histeria para mirarnos con una mezcla de curiosidad y angustia. Alguna de estas dos mujeres podría haber sido la que le expresó en 1910 a su médico, según consta en un expediente del Manicomio General, las siguientes y reveladoras palabras: “Mientras fui el burro atado a la noria, sacando agua para que otros bebieran, fui cuerda; pero en cuanto me rebelé, me volvieron loca”. La otra reclusa acaso fue aquella que le enseñó al doctor una carta dirigida al general Díaz pidiendo justicia, pues se sentía perseguida, y se quejó de que cuando pedía caldo le daban en cambio orina: en el expediente de esta reclusa consta que en 1910 sufría de delirio poliforme, aunque al final es dada de alta como “sana y arrepentida”. ¿Arrepentida de qué? No se sabe.
O tal vez alguna de estas dos mujeres fue aquella que solía escaparse de su casa para ir a los burdeles, que vivió más de treinta años en el manicomio y que sufrió una ataque de “psicosis histérica caracterizado por ideas delirantes de escrúpulo”. Según el diagnóstico de 1927, esta señora “sabe que vino por loca, pero ya está bien”, pues tiene largos periodos de tranquilidad, aunque se excita sobremanera si la contrarían; además, sufre de delirio místico y se reúne con varias enfermas para rezar tres veces al día.
El manicomio de la Castañeda desapareció poco más de medio siglo después de su fundación, y sus locos fueron dispersados. Las sales de plata, sensibles a la luz, nos han conservado en fotografías los ademanes de los dementes que habitaban la casona de Mixcoac. En la época en que se cerraba la Castañeda otras sales, las sales de litio, comenzaron a usarse para traer luz a los oscurecidos cerebros afectados por la melancolía. Ahora tenemos la ilusión de que pronto ya no habrá mujeres como estas, apoyadas en el árbol seco de su mente, esperando la llegada de la luz.
Es doctor en sociología por La Sorbona y se formó en México como etnólogo en la Escuela Nacional de Antropología e Historia.