Pero, ¡vive Dios!, ¿qué hace un mosquitero como tú –me salió del alma preguntar tan pronto entré– en una habitación como ésta, donde ni hay mosquitos, ni se les espera, ni, de haberlos, podrían hacer otra cosa que encomendar su alma al Creador al tiempo de caer fulminados al suelo, pues el aire acondicionado funciona a toda pastilla?
¡Ah, querida turista! –me contestó el mosquitero–, prométeme ante todo no ofenderte de que te llame así, en vez del término que sin duda preferirías de “viajera”, luego te explicaré por qué; y siéntate, pues te voy a contar una larga historia con la esperanza de que la publiques en Letras Libres, donde quedará que ni pintada junto a cualquiera de los artículos de la serie “Lo falso”, transcripción de otras tantas conferencias de un ciclo dirigido por mi admirado Enrique Lynch (dile sólo de mi parte que ya podía haber puesto a alguna mujer entre los conferenciantes) y que incluye “Lo falso en historia”, “Lo falso en arquitectura”, “Lo falso en filosofía”… pero no, que yo sepa, “Lo falso en decoración”, ¡y no será porque falten ejemplos!
Retrocedamos, si me permites, a los años cincuenta, sesenta y setenta. Era la época del marxismo y del nailon, del azúcar blanco, el turismo de autocar y los rascacielos en las playas. De las vías férreas pegaditas a la costa y las carreteras trazadas expresamente para pasar por la Calle Mayor (en Lyon era la autopista la que cruzaba el centro urbano). Del hilo musical hasta en el ascensor y en la piscina, de las máquinas que hacían trabajar los músculos solitos, por impulsos eléctricos. De los muelles del Sena convertidos en autopista al grito de “¡hay que adaptar París al coche!”; del proyecto de un parking en la plaza Djema El Fnaa de Marrakesh y del de Le Corbusier de arrasar París, salvo Notre Dame y poco más, para levantar en su lugar un skyline. Las morenas se teñían de rubio oxigenado, las agencias de viaje anunciaban: “Tres países en quince días”, se preparaban los exámenes a base de Celtas sin filtro y Centramina, y las menopaúsicas se atiborraban de hormonas. Era, en fin, el progreso.
Pero, o tempora! o mores!, todo eso se lo llevó el viento. Y llegaron en su lugar el budismo, las joyas étnicas y los juguetes de madera. La soja, el kiwi, el aguacate y la tempura, el pan negro y los espaguetis integrales. El lino y el algodón, porque la arruga es bella, la “seda salvaje” (digo yo que no será para tanto) y el “arroz salvaje” (¿será que muerde?). La dieta mediterránea y los viajes a pie, Paris-plage, vélolib en París, bicing en Barcelona y pronto, en Madrid, bañarse en el Manzanares (ese río al que preguntaba el poeta: ¿cómo es que hoy llevas agua, si ayer estabas seco?, y contestaba el río: es que ayer un burro me bebió, y hoy me ha meado. Con perdón.). Y el senderismo y los carriles bici, las bolsas de papel, el reciclaje, los tintes naturales para el pelo, el slow food y las flores de Bach. La moda del “viajero” (¿qué diferencia hay con “turista”? Muy sencillo: viajero es una/o y turistas, los demás) y los hoteles con encanto: dueños con nombre y apellido, habitaciones personalizadas, muebles antiguos, arte popular y toque étnico.
Y todo esto, cómo no, llegó a Asia… Para entonces algunos, al principio entusiasmados con la nueva moda, estábamos empezando a enfriarnos a medida que de los hoteles con encanto se pasaba a las casas rurales-con-encanto, pueblos-con-encanto, restaurantes-con-encanto, paisajes-con-encanto, ciudades-con-encanto, balnearios-con-encanto… (¿para cuándo las autopistas con encanto, los aeropuertos con encanto, las unidades de cuidados intensivos con encanto…?) y los “viajes con encanto” incluían “talleres de risoterapia, yoga, chikung, Gestalt, fiestas hippies Flower Power y danzas circulares” (sic: de viajarconencanto.com). No me digan que no es como para escamarse. ¡Ah!, demasiado tarde. Cualquier construcción más o menos colonial en cualquier país más o menos turístico de Asia se había convertido ya en un hotel o restaurante “con encanto”, todos ellos rigurosamente idénticos (estrella más o menos), con su madera de teka, su ventilador inútil (pues tienen aire acondicionado), su mosquitero igualmente inútil por el mismo motivo y sus chales de seda salvaje encima del edredón. Pero claro, como el turismo crece exponencialmente (y eso que aún no viajan –¡prepárense! ¡tiemblen!– los 1.200 millones de chinos), no bastaban. Y ahora el “encanto” se fabrica o se construye en serie, como en este hotel pseudo-colonial de Vientiane donde estamos y que es más falso, ¡oh preguntona turista! –concluyó el mosquitero– que un duro sevillano.
Ante lo cual, presa de un brusco y frenético ataque de encantofobia, me lancé a la calle. Y descubrí Vientiane. Una ciudad… ¿qué calificativo aplicarle? ¿Fea? ¿Provinciana? ¿Desangelada? ¿Cutre? ¿Simplemente horrorosa?… Aplastada por la humedad y el calor, me arrastré –por no decir: repté–, como viajera concienzuda que soy, hasta la principal atracción turística, el Museo Nacional. Aunque un cartel aseguraba que estaba cerrado por obras, parecía más bien abandonado, como casi todo lo demás. Los únicos edificios sin desconchones (hasta los ministerios daban pena) eran los hoteles, ocupados, claro está, por extranjeros. Los cuales errábamos como almas en pena, y terminábamos apiñados en los cibercafés. En la plaza principal, los principales comercios de la ciudad principal del país eran cuatro: dos restaurantes franceses, una pizzería y una panadería escandinava, todo pobretón, como de barrio…. Un toque siniestro, soviético (Laos es comunista), flotaba en el ambiente… ¡Por fin!, exclamé alborozada. ¡Por fin algo auténtico! Y salí corriendo al aeropuerto a coger el primer avión que me sacara de allí. ~