“Escribir es comenzar”, reza el principio creativo de uno de los personajes de Pequeñas criaturas, aprendiz de escritor que ensaya historias, destruye borradores y hace del último cuento del libro una oda meritísima a la escritura. Rubem Fonseca (Juiz de Fora, Minas Gerais, 1925) está por cumplir 79 años. Difícilmente hay un escritor en su país con tratarse de una nación plagada de artistas del lenguaje que haya alcanzado su nitidez en el trazo verbal. Si “escribir es comenzar”, leer sus libros es acabar por entender que uno de los atractivos indudables de su prosa es la impecable pericia con que instala al lector, desde el primer párrafo, en el meollo de la anécdota.
Aludir a la literatura brasileña es penetrar los reinos de la incomodidad, pues de inmediato se ha de reconocer que, comparativamente, son pocos sus degustadores en nuestro medio, las traducciones serán siempre insuficientes y, sobre todo, el hecho singular de que, así como algunos libreros ya han concedido tímidos espacios en sus anaqueles a ediciones italianas o francesas, ninguno ha hecho lo mismo con la literatura escrita en portugués, lengua por lo demás tan legible que apenas un diccionario eficaz y la práctica frecuente bastarían para acceder a ella.
Así, no es poco lo que hemos perdido en la escasa difusión, aparte de los nombres de siempre Machado de Assís y Guimarães Rosa, Jorge Amado y Clarice Lispector, que ha vuelto apenas visibles a autores como Osmán Lins, Dalton Trevisan, Lygia Fagundes Telles y el mismo Rubem Fonseca, cuya obra de más de veinte títulos, casi todos vertidos al español, sólo en la última década empieza a dar con los lectores que merece.
Son treinta los cuentos de Pequeñas criaturas, algunos muy breves, pero no tanto como para que pudiera leérselos a la manera de viñetas o textículos: se trata de cuentos perfectamente ejecutados en cuatro o cinco páginas de una intensidad provocadora. La velocidad en la caracterización, la pertinencia de sus descripciones sin desperdicio, vuelven memorable el momento de la lectura. Eso es precisamente Rubem Fonseca: un cazador de instantes congelados por la escritura, un detector del tiempo que le sobra a las vidas que esculpe, no a la manera de Tarkovsky y su don de petrificar la poesía de la imagen, pero sí con la misma fílmica cualidad para fotografiar el mundo donde habitan sus pequeñas criaturas.
Si en otros libros Fonseca privilegia la violencia, paladea la atrocidad del Brasil contemporáneo, sordo a la sordidez de la mentira que difunde que en Río todo es samba y futbol y alegría resplandeciente (pienso en novelas como El gran arte y Agosto, en libros de relatos tan despiadados y sutiles como los de El cobrador), Pequeñas criaturas el título es un lema: no es poca la compasión que inspiran sus personajes, sentimiento sublimado antes por el amor que por la lástima se inscribe en la otra gran vertiente temática de su literatura: la pasión amorosa, la religión de la desnudez. No es un escritor de sonrisas verticales, sino de dientes firmes y listos para morder, que al mismo tiempo dejan que, a cada tanto, la lengua se deslice por rincones insospechados. De ahí que la puta, la meretriz que media entre la damnificación sexual de algunos y la emotiva de los otros, sea un personaje central de su obra, pues se trata casi siempre de una mujer que no hace la calle por necesidad sino que deshace las camas por placer, por miedo, porque sí, homenaje a la pulsión en un mundo que cubre sus espejos con cheques o con rabia, según sea el caso.
Por lo dicho puede suponerse que en el libro hay personajes enrevesados que se lamentan de destinos favorables, pobres con rencores apacibles y ternezas enojosas, lo mismo que glamorosas mujeres cuya celulitis empieza a pasarles la factura; relatos donde los dientes, el dinero, el paso del tiempo, las heces y la insolente soledad son esenciales, pues con ellos se construye lo que pedantemente se puede nombrar como “un universo simbólico”, pero que, en términos más domésticos, no es sino un conjunto de caprichos y manías aprovechados con inapelable pulcritud: estas “pequeñas criaturas” son adictas a los analgésicos y a la televisión tanto como el narrador de las historias a la amorosa enumeración de sus deslices y a la precisión de sus serenas extravagancias: diciembre es “el mes más fecal del año”, “el alma del ser humano cambió cuando surgió el espejo”.
La vida en el “próximo milenio”, pronosticó Calvino, valorará la velocidad, la visibilidad, la exactitud, entre otras neurosis. No era muy difícil suponerlo en un mundo que ya lleva tiempo debatiéndose entre la inercia y la ansiedad. La puntualidad con que procede Fonseca para terminar sus cuentos, abandonándolos antes de que sea demasiado tarde; la lógica desfigurada y sin embargo plenamente coherente de sus personajes; la rapidez con que pinta a una furcia, a un magnate, la angustia solidificada en la forma de una empleada de tienda departamental, hablan de un narrador cuya vigencia, cuya destreza de trazo, lo está haciendo visible hasta a quienes no advierten que la escritura es un dibujo y que escribir es comenzar a retratarlo todo. ~
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