Indignación ambivalente

Necesitamos una discusión nacional sobre la responsabilidad del gobierno y la sociedad civil respecto a los niños en situación de calle.
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Cuando uno vive fuera de México se desacostumbra a la indiferencia con que la inmensa mayoría de las personas en el país reaccionan ante la masiva presencia de niños desamparados en las calles. Millones de atareados ciudadanos que transitan, comen, discuten, pelean y aman entre niños y adolescentes harapientos, desnutridos y en no pocos casos con la vidriosa mirada del cemento. El desajuste, sin embargo, es momentáneo, los viejos hábitos se restablecen en cuestión de días o incluso horas y el expatriado pronto está de vuelta participando del mismo olvido que los demás. Como suele pasar con todo, es a los propios niños a quienes no se les escapan las consecuencias inmediatas de la falta de simpatía. En una reciente visita al D.F. mi hija de seis años reaccionó consternada cuando no le di dinero a un chico, apenas un poco mayor que ella, que lo pedía con la súplica habitual.

– Papá, si no le das dinero no va a poder comprar comida y entonces ¿qué va a comer hoy en la noche? Tienes que darle el dinero.

En dos segundos ponderé los contraargumentos frente a esa lógica implacable, desde el dilema de pescar o dar pescados hasta el clásico de la vulgata marxista-parental: “el problema es estructural, mi amor”. Pero no tardé en buscarme cambio en el bolsillo y alcanzar al chico para dárselo con una sonrisa que, contra todas las expectativas, salió franca. Lo que mi hija me hizo ver en un instante es que siempre se pueden encontrar razones, algunas muy válidas, pero todas basadas en la deshumanización que conlleva la masificación de un fenómeno como la miseria infantil, para evitar conmoverse y reaccionar con un mínimo de sensibilidad ante la situación particular del niño o niña que se planta frente a uno.

Pienso en esto cada vez que las redes sociales se inundan de denuncias indignadas por las tragedias que se ciernen sobre la niñez en alguna parte del mundo. Estas últimas semanas, el foco de atención se dividió entre Gaza y Zamora, Michoacán. No se escatimaron esfuerzos para llamar la atención sobre los bombardeos israelíes contra la población palestina y su cuota de muerte y sufrimiento entre los más indefensos y menos culpables, incluyendo reciclar imágenes dantescas del conflicto sirio y reetiquetarlas como “atrocidades sionistas”. Israel, nos queda a todos claro, tiene una más que probada capacidad de infligir a discreción el dolor más atroz que un padre de familia puede imaginar, pero eso no detuvo a los activistas de photoshop ni a sus seguidores, algunos de ellos periodistas reconocidos, que acríticamente mezclaron Aleppo con Khan Yunis.

Tampoco se han ahorrado palabras ni detalles para condenar la a todas luces inaceptable situación de los casi 500 menores de edad que vivían al cuidado de Mamá Rosa en el albergue de “La Gran Familia”. Mi ignorancia hacia el tema de los niños en situación de calle es tan apabullante que hasta hace dos semanas no sabía quién era Mamá Rosa. Lo que me atrajo al caso, me imagino que al igual que a varias otras personas, fue la intensa discusión entre sus defensores y sus críticos. Se ha escrito muchísimo sobre el albergue y las condiciones en las que vivían sus residentes. Los argumentos sustantivos están a la vista de todos. Lo que a mí me interesa en especial es lo que nuestra forma de discutir el caso revela sobre nuestras ambivalencias acerca del desamparo infantil.

No tenemos un marco intelectual compartido para entender a Mamá Rosa. Lo perdimos cuando nos deshicimos de la relatividad como valor aceptable al formarnos una opinión sobre algo. Cuando escucho hablar a la octogenaria señora en la entrevista que le hizo León Krauze me recuerda la sabiduría de mi abuela, una forma del sentido común que es explícitamente desautorizada no sólo en las teorías pedagógicas en boga, sino en las guías con las que la clase media profesionista se educa en el cuidado infantil. En suma, mi abuela decía que los niños son una “maravillosa bola de cabrones.”

Hemos sido sensibilizados sobre los derechos de la infancia y muchos de nosotros exigimos justamente que los cuidados infantiles que proporcionan los sectores público y privado se ajusten a los más altos estándares de seguridad y fomento a las capacidades de los niños. Esa conciencia es lo que mantiene viva la irrenunciable exigencia de justicia en el caso de la guardería ABC. Al mismo tiempo, la abrumadora extensión del fenómeno de los niños en situación de calle, la inconmensurable miseria de cientos de miles de familias mexicanas que se desparrama literalmente por los camellones de las vías rápidas de la capital, nos produce un entumecimiento moral que cuesta mucho sacudirse.  Muy poca gente suele subir imágenes a su muro de Facebook denunciando la inhumana situación cotidiana de esos niños, con los que se cruzan todos los días, con la misma indignación con la que se pronuncian en otras situaciones traumáticas para la infancia, como los bombardeos israelíes en Gaza.

En ese limbo moral operaba el albergue de la “Gran Familia”. Mamá Rosa se impuso el deber de rescatar a niños abandonados como Dios le dio a entender: con amor, educación y “soplamocos”; barrotes, premios y castigos, para los niños sobre cuya naturaleza dual, maravillosos y cabrones, la señora tenía una clara certeza solidificada con los años. Los casos de egresados exitosos no certifican la validez universal del modelo, así como las apabullantes condiciones en las que sobrevivían los residentes en los últimos años deben contrastarse con la alternativa real que enfrentaban esos mismos niños en la calle.

En Estados Unidos, un país tan insensible hacia tantas otras cosas, cada vez que una tragedia que involucra a la infancia salta a la opinión pública, la prensa suele presentar el caso como un fracaso de la sociedad entera porque ninguna situación lamentable tiene lugar sin haber dejado antes un largo rastro de señales de advertencia. Se deben conjugar el olvido y la indiferencia de muchos para que ocurra un desenlace fatal. Me parece que eso es lo que no termina de plantearse explícitamente en el caso de “La Gran Familia”. La exigencia de que la investigación se realice con estricto apego a derecho es una demanda apenas elemental. Lo que sigue debe ser una discusión nacional sobre la responsabilidad del gobierno y la sociedad civil respecto a los niños en situación de calle y una reflexión personal sobre el papel que cada uno ha desempeñado hasta el momento.  

 

 

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Politólogo, egresado de la UNAM y de la New School for Social Research.


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