Han pasado tres semanas desde el cobarde asesinato de 6 personas y la desaparición de 43 estudiantes normalistas en Iguala, Guerrero. Es difícil pensar en un episodio reciente que haya mostrado tan claramente la tremenda parálisis de nuestro sistema de gobierno. La lentitud e ineficiencia en la actuación de todas y cada una de las agencias gubernamentales involucradas frente a una tragedia de grotescas dimensiones no hace sino fortalecer la certeza de muchos ciudadanos de que las autoridades locales, estatales y federales están mucho más preocupadas en el control de daños que en esclarecer el destino de los 43 jóvenes desaparecidos.
En cualquier democracia medianamente funcional, un evento de este nivel de barbarie, sumado a la violencia suscitada en los actos de protesta y los hallazgos macabros de fosas llenas y vacías que no hacen sino acrecentar la imagen del terror, habría ya ocasionado la renuncia o despido del gobernador por su obvia incapacidad de garantizar un mínimo de seguridad para los habitantes de su estado; una decidida respuesta federal a través de un fiscalía especial para atender el caso; y una actuación más convincente de los cuerpos de seguridad. En México, sin embargo, la clase política entera está atrapada en una maraña de omisiones y complicidades que no permiten dar un paso para abordar con seriedad el caso sin que se tengan que negociar pasos laterales, retiradas discretas, socialización de las pérdidas, etcétera.
Con los eventos de Iguala y la masacre irresuelta de Tlatlaya, Estado de México, el gobierno federal está pasando por uno de los mayores bochornos a nivel internacional del que se tenga noticia. Hasta los medios que habían mostrado más simpatías hacia la imagen y el proyecto reformista del presidente Peña Nieto, como el Washington Post, han tenido que reconocer que el país se encuentra en una profunda crisis, no solo de seguridad pública, sino de liderazgo institucional y pérdida del control del relato por parte del gobierno.
Pero si desde la sociedad política las reacciones ante los sucesos de Iguala ha sido una sucesión de mezquindades y torpezas, incluido el nuevo partido que se presentan como el “cambio verdadero” y no puede, quiere o sabe deslindarse del padrino político del alcalde prófugo, desde las organizaciones sociales y la llana sociedad civil la reacción no ha sido lo crítica ni contundente que se podría esperar. Este es uno de los casos que muestran cómo la indignación, así “puramente” motivada por la bárbara naturaleza de los hechos (jóvenes balaceados, desaparecidos, uno de ellos desollado) siembre es movilizada dentro de un marco discursivo, y cuando este marco discursivo es impreciso, estrecho o excluyente, la indignación así expresada fracasa en producir cambios significativos.
Desde que se empezaron a conocer los hechos de Iguala, hubo una rápida y poco reflexiva reacción buscando encuadrarlos en un relato centrado en la responsabilidad de los poderes públicos. Hay evidentemente un enorme responsabilidad compartida, pero los grados de participación, ya sea por acción y omisión, y de culpabilidad son materia de una investigación seria. En juego no está solamente determinar quiénes fueron los culpables del asesinato comprobado de 6 personas, la desaparición de 43 jóvenes, y la proliferación de fosas clandestinas en esa región de Guerrero, sino también la formación y modus operandi de las redes de complicidad entre las autoridades de todos los niveles de gobierno y las organizaciones criminales presentes en el estado. De ese conocimiento depende no solo la estrategia gubernamental para atender el problema, sino también, y más importante aún para efectos de la movilización social, la posibilidad de evitar hasta donde sea posible exponer a más activistas a la violencia salvaje que parece haberse cebado en los normalistas de Ayotzinapa. Hace una semana, una conocida voz crítica en los medios de izquierda publicó un artículo en inglés en el sitio de noticias y análisis Huffington Post. La explicación que dio sobre el origen de la violencia contra los normalistas es digna de analizarse con cuidado (la traducción es mía): “La razón subyacente a este ataque contra el pueblo mexicano es el creciente descontento popular con la administración de Peña Nieto. Las tasas de aprobación del presidente en funciones son las más bajas para cualquier presidente en las últimas dos décadas. Por ello el régimen está desesperado por encontrar formas de pacificar la oposición”.
Dejemos de lado por un momento esta lógica invertida, porque evidentemente si algo generó el ataque no fue una pacificación de la oposición, sino las movilizaciones más grandes de los últimos años, para centrarnos en el elemento principal. ¿Se acusa abiertamente al gobierno federal de haber planeado el ataque para “pacificar a la oposición”? No. Hábilmente el autor deja las frases separadas por el muy oportuno punto y seguido, además de recurrir al término todo-terreno “régimen”. Pero la asociación es innegable. El régimen anda dando coletazos en su desesperación. Lo que sigue es aún más problemático. Si el régimen está desesperado por “pacificar a la oposición” al estilo Iguala, ¿no deberíamos entonces preocuparnos por evitar otra masacre similar? ¿Cómo llamar irreflexivamente a la gente a la calle si el régimen anda suelto de la mano de narcos desolladores? ¿No sería mejor entonces plantear seriamente cómo proteger a las activistas frente a la violencia "desesperada" del régimen?
El relato plano del “crimen de Estado”, del “régimen”, del “sistema” o de cualquier otra entelequia es la mejor forma de evitar que se haga justicia. La orden de matar y desaparecer a los jóvenes provino de algún lado y fue ejecutada por individuos concretos. Antes, durante y después del crimen, varias autoridades estatales y federales pudieron haber tenido en sus manos información, denuncias previas o pistas sobre este acto y no actuaron. También tienen nombres y apellidos. A ellos se les tiene que aplicar la ley.
Pero el relato del “crimen del régimen” es también un arma arrojadiza en las luchas sectarias que consumen a la izquierda mexicana. Nada más útil que el epíteto de “traidor” o “cómplice” con el “régimen” para negarles a los adversarios políticos el derecho de expresar públicamente su indignación junto a los demás indignados, como le pasó no solo a Cuauhtémoc Cárdenas, sino a varios activistas de escuelas en paro, que fueron excluidos de las asambleas donde se discutían y decidían las acciones a tomar.
La indignación por este crimen no es patrimonio de las corrientes de izquierda, ni siquiera de las que han venido alertando sobre la colaboración entre narcos y autoridades corruptas para reprimir movimientos sociales, mucho menos de las voces oportunistas que llevan un rato llamando a incendiar la pradera. Es un crimen contra la sociedad mexicana y la posibilidad misma de procesar el disenso. Es obligación moral de todos no quedarnos callados y exigir el desmantelamiento de la impunidad si algún día hemos de establecer en México un Estado de Derecho.
Politólogo, egresado de la UNAM y de la New School for Social Research.