Alice en el desierto de los tártaros

Una conversación con uno de los pioneros del A Large Ion Collider Experiment
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“Así estuvimos durante casi 20 años, esperando a un enemigo que nunca llegaba”, me dice Paolo Giubellino, aludiendo a la novela de Dino Buzzati. Paolo, líder de uno de los experimentos físicos más ambiciosos jamás imaginados, tuvo que enfrentar varios adversarios desde muy joven cuando inició su carrera en este proyecto particular. Entre ellos, uno mortífero: el cáncer linfático. Así que, a diferencia de lo que le sucede al joven oficial Drogo en dicha novela, quien nunca ve la llegada de los tártaros, los que han custodiado el puesto de avanzada de ALICE (cuyo acrónimo se explica adelante) y han vivido para contarlo merecen ser escuchados.

El día nos permite caminar por la avenida Ernst Rutherford, una de las principales de CERN, la pequeña ciudad experimental localizada en la frontera de Suiza con Francia. Esta diminuta metrópoli forma parte de un país imaginario, el del Escepticismo, cuyos habitantes tienen el propósito primario de encontrar mejores explicaciones a eventos aparentemente resueltos, como el de que existan cuerpos y objetos masivos o las causas profundas de que las últimas formas de materia conocidas hasta ahora, los quarks, aparezcan siempre confinados y nunca en libre soledad.

Atravesamos la calle de Einstein y seguimos hasta el callejón de Ernst O. Lawrence, rumbo a la cafetería central. Si no tuviéramos el tiempo contado, nos detendríamos y pondríamos flores en un monumento inexistente al padre de los aceleradores de partículas subatómicas. Lawrence construyó un dispositivo circular en 1930 de apenas ¡13 cm de radio! Hoy el anillo donde descansa el Gran Colisionador de Hadrones (LHC) mide 27 km y en algunos sitios tiene hasta cien metros de profundidad. Mientras que el de Lawrence cabía en el bolsillo, el que está debajo de nuestros pies es más grande que el aeropuerto de Ginebra. Su circunferencia va y viene entre los dos países fronterizos.

Al cabo de veinte años, ¿cómo se encuentra ALICE?, ¿está saliendo del desierto tártaro? Quizá algunos lectores no sepan que ese acrónimo quiere decir A Large Ion Collider Experiment e inevitablemente alude a los juegos que encontramos en la ficción de Lewis Carroll. Los nombres de algunos otros experimentos aquí son acrónimos, otros no. Por ejemplo, ATLAS, ALPHA, AWAKE, DIRAC, ISOLDE y TOTEM suenan familiares, a diferencia de LHC-b y nTOF.

“Sin duda la naturaleza es generosa con nosotros”, afirma Paolo, “ya que cuando nos vimos por primera vez, en 1989, el objetivo principal era recrear las condiciones del Universo tres microsegundos después del Big bang y saber si en verdad existía entonces un caldo plasmático compuesto de quarks libres. No sólo lo conseguimos sino que hubo sorpresas. El enemigo apareció y abrió varios frentes”.

Paolo divide en dos tipos las máquinas aceleradoras de partículas, inventadas por Lawrence y desarrolladas por muchos otros, entre ellos el mago Robert Wilson: las de precisión y las de exploración. El Gran Colisionador de Hadrones (LHC) es tan poderoso y flexible que permite ambos tipos de registros. Experimentos como LHC-b (de beauty, un tipo de quarks) son de muy alta precisión, mientras que ALICE será más bien una punta de lanza en tierra ignota; explorará, digamos, las colisiones entre núcleos. Cuando dos núcleos chocan en el gigantesco anillo casi a la velocidad de la luz, generan por un brevísimo instante una gota material de muy baja viscosidad y muy alta temperatura, muy parecida a la que existió en la sopa primordial del Universo.

Vale la pena observar que todos estos experimentos se llevan a cabo al estilo Rutherford, obviamente uno de los ciudadanos ilustres de la Ciudad Escéptica. A principios del siglo XX, el neozelandés bombardeaba un blanco, una lámina de oro muy fina, con partículas alfa y así trataba de deducir la naturaleza física de dicho blanco. Cabe aclarar que en su época los átomos eran vistos como piezas de Lego.

“Ahora sucedió un evento anti Rutherford”, afirma Paolo, con una sonrisa en los labios. “Al disparar átomos contra la fina lámina de oro, Rutherford dedujo que no se trataba de una pared de ladrillos tipo Lego, sino de bolitas duras donde se concentraba la materia, las cuales quedaban incrustadas en la hoja laminar usada como blanco. También notó que entre ellas había un enorme espacio de separación, equivalente al que existe entre las estrellas. En los últimos meses hemos visto lo contrario a lo que encontró él, esto es, que al bombardear con chorros de núcleos una de estas gotas, las más calientes y densas jamás producidas en laboratorio, los chorros siguen de frente, como si atravesaran una gelatina. Pierden un poco de energía, sí, pero cruzan casi incólumes, y una vez afuera siguen como si no les hubiera pasado nada”.

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escritor y divulgador científico. Su libro más reciente es Nuevas ventanas al cosmos (loqueleo, 2020).


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