Instituciones de la cultura libre

El verdadero saber –nos dice Gabriel Zaid– no está en las aulas, ni en las universidades, está en los libros. Las burocracias culturales estrangulan al arte. Marx, Freud, Einstein, Picasso, Le Corbusier, que marcaron las tendencias dominantes del siglo XX, crearon y pensaron por su cuenta y riesgo, en libertad.
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Las instituciones culturales fueron naciendo en la memoria, la corte, el campus, la tertulia, la imprenta, desde la prehistoria hasta el Renacimiento.

La primera fue la tradición. Es una institución que conserva y recrea de memoria las innovaciones (generalmente anónimas) de la cultura popular. Sigue vigente en el habla, las creencias y muchas prácticas de la vida cotidiana.

La cultura superior aparece en las cortes de la Antigüedad. Refina la cultura popular y acelera la innovación. Nace libre, pero pronto queda bajo la tutela del monarca.

La educación superior también nace libre, en la Edad Media, pero pronto queda bajo la tutela de la Iglesia. Las primeras universidades fueron cooperativas de estudiantes que, en vez de tomar clases particulares en casa del maestro, contratan una casa, bedeles que la cuiden y maestros que vayan a dar clases. Las cosas se complican cuando adoptan la figura de gremios (primero de estudiantes y luego de maestros) que definen quiénes saben y quiénes no, quiénes tienen derecho a ejercer y quiénes no, como los gremios de artesanos.

El monopolio gremial anduvo suelto como un poder autónomo hasta que fue sometido a la tutela del poder vertical. El Estado combate la tutela eclesiástica, no para liberar el saber, sino para imponerle su propia tutela: un monopolio que autoriza o no los libros de texto, los programas de enseñanza, las profesiones y la cultura oficial.

La universidad se vuelve dominante por su relación con el poder, primero de la Iglesia y luego del Estado, que le da autoridad para establecer quién sabe y quién no sabe; y, por lo mismo, quién sube y quién no sube. La universidad administra las credenciales del saber para subir. El Estado descalifica y puede encarcelar como “usurpador de profesión” a quien ejerza como cirujano sin credenciales universitarias debidamente registradas.

La cultura libre nace en el mundo comercial. Gutenberg era empresario, Leonardo contratista, Erasmo freelance. Nace al margen de la universidad, y hasta en contra. Erasmo, Descartes y Spinoza rechazaron dar cátedra universitaria. No querían ser profesores, sino contertulios y autores. Frente al saber jerárquico, autorizado y certificado que se imparte en las universidades, prefirieron la conversación y la lectura.

Las academias nacen como tertulias de aficionados a leer, en el Renacimiento: como instituciones de la conversación entre iguales, no como membresías ostentables en el currículo.

La universidad no es académica. Adoptó el adjetivo para adornarse, cuando las academias se volvieron prestigiantes. No solo eso: trata de apoderarse de las academias, como fuente de prestigio para las carreras burocráticas internas de la universidad.

La conversación libre de las academias pasa de la tertulia a la imprenta: una tertulia invisible que se reúne sin necesidad de un lugar y momento de reunión. Eso abre el diálogo a los contertulios lejanos en el espacio y en el tiempo.

Quizá por lo indefinido de quiénes, dónde y cuándo participan en la tertulia invisible, la institución editorial no es vista como institución, a diferencia de la universidad, que tiene edificios monumentales y presupuestos monumentales.

La cultura libre prospera en la animación y dispersión del diálogo y la lectura libre: las imprentas, librerías, editoriales, revistas, cafés, tertulias, salones, academias; los teatros, grupos de músicos, cantantes y danzantes, casas de música, galerías, talleres de arquitectos, pintores, escultores, orfebres. Prospera en las microempresas de discos, radio, cine y televisión, mientras son artesanales: no integradas a monopolios mediáticos. Prospera en los blogues y otras formas de publicación en la internet, que nació del Estado, pero se volvió un instrumento de la cultura libre, a pesar de intentos de control vertical.

Por esta misma dispersión y fragmentación, la cultura libre no es vista como institución: como una especie de República Creadora. Y, sin embargo, es la principal institución creadora y difusora de innovaciones desde el Renacimiento. Es el centro sin centro de la cultura moderna, más importante para la innovación que las grandes universidades.

Las influencias dominantes del siglo XX (Marx, Freud, Einstein, Picasso, Stravinsky, Chaplin, Le Corbusier) nacieron de la libertad creadora de personas que trabajaban en su casa, en su consultorio, en su estudio, en su taller. Influyeron por la importancia de su obra, no por el peso institucional de su investidura. Tenían algo importante que decir y lo dijeron por su cuenta, firmando como personas, no como profesores, investigadores, clérigos o funcionarios.

La cultura libre es una institución invisible y ácrata: sin gobierno, territorio o edificios que manifiesten visiblemente su importancia, como la Iglesia, el Estado, la universidad, los consorcios mediáticos y las trasnacionales. No puede ofrecer altos empleos, ni emprender por su cuenta proyectos que requieran grandes presupuestos. No tiene representantes autorizados, ni los avala con investiduras oficiales. Opera en el mundo de los freelance, las microempresas y las microinstituciones, en el espacio dialogante de la sociedad civil.

Los altos empleos aparecen con el Estado y se extienden a la Iglesia, las grandes empresas y las grandes instituciones. Desde el siglo XIV, se legitiman con certificados de saber, y el saber universitario se orienta a hacer carrera trepadora. Los graduados se apoderan, en primer lugar, de la Iglesia; después, del Estado; y, finalmente, de todas las grandes estructuras de poder.

Algo tienen las burocracias (militares, cortesanas, eclesiásticas, estatales, universitarias, mediáticas, empresariales y sindicales) que desanima la creatividad. Las estructuras jerárquicas se llevan mal con la libertad creadora. Tienden al centralismo y la hegemonía. Desconfían de las iniciativas que no se rigen by the book. La animación creadora prospera sobre todo en microestructuras que andan sueltas, y que las burocracias tratan de integrar, atrayéndolas o intimidándolas.

La Academia Francesa proviene de una tertulia a la cual se hizo invitar (a fuerza) Richelieu, que le dio un carácter oficial, presupuesto y un proyecto por demás razonable: hacer un diccionario de la lengua. La destruyó como tertulia. Cien años antes, Francisco I retrasó la creación del Collège de France (concebido desde el Estado contra la hegemonía de la universidad) porque veía la importancia de reclutar a Erasmo, que andaba suelto y, finalmente, prefirió seguir suelto.

Justo Sierra, deseoso de coronarse y coronar el régimen de Porfirio Díaz con las fiestas del Centenario, integró verticalmente un paquete de escuelas que ya existían y declaró fundada la Universidad Nacional. A su vez, la Universidad ha ido infiltrando academias sueltas hasta integrarlas a su órbita.

Einstein fue reclutado por la Universidad de Berna cuando ya había publicado su primera teoría de la relatividad. El marxismo y el psicoanálisis no salieron de las universidades: entraron, después de acreditarse en el mundo de la lectura libre. Tampoco la obra de Picasso, Stravinsky, Chaplin y Le Corbusier salió de las universidades: entró.

Recientemente, John Craig Venter, impaciente con la burocracia del Human Genome Project (que el gobierno de los Estados Unidos inició con un grupo de universidades), se lanzó como empresario para demostrar lo que negaban: que se podía lograr en menos tiempo y con menos dinero. Sus innovaciones científicas entraron a las universidades una vez que su empresa (Celera Genomics) las estableció, fuera del mundo universitario.

El poder económico de las universidades, sus grandes presupuestos y edificios, su capacidad monopsónica para reclutar talentos que no tienen mercado en el mundo comercial y sus campañas de relaciones públicas y cabildeo les sirven para presentarse como la institución central de la cultura. Y no faltan los convencidos (paradójicamente) de que la institución medieval es el centro de la cultura moderna.

No lo es. En primer lugar, porque la enseñanza superior no es lo mismo que el desarrollo de la cultura superior. La universidad puede generar innovaciones en sus departamentos de investigación y extensión cultural, si los tiene y los apoya, pero está centrada en la educación. En segundo lugar, porque la institución del saber jerárquico, autorizado y certificado no es el medio ideal para la creatividad; menos aún si la institución es gigantesca, burocratizada y sindicalizada. En tercer lugar, porque la universidad conserva el eclesiástico desprecio del mundo comercial: el lugar de origen de la cultura moderna. ~

(Letras Libres, mayo 2013)

 

 

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(Monterrey, 1934) es poeta y ensayista.


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