“No llegué a la literatura desde la libertad, sino a la libertad desde la literatura.” No dejaba de pensar en esta frase dicha por Ismaíl Kadaré en los noventa, mientras veía por la ventanilla del avión las montañas, el paisaje árido y abrupto que anunciaba el arribo a Albania.
Tenía la sensación de llevar a cabo una misión tan absurda como la del general Ariosto en la novela El general del ejército muerto. Después de enviarle algunos faxes a Kadaré a su estudio del bulevar Saint-Germain, en París, solicitándole una conversación, recibí una breve llamada telefónica del autor citándome en Tirana. Era mayo de 2001.
Absurda desde la agencia de viajes cuando pedí el boleto y me respondieron: “¿Tirana? ¿Albania? Ay, señorita, ¿dónde queda eso?”
En fin, hay oportunidades que no se piensan dos veces, y la posibilidad de hablar con Kadaré sobre su obra era motivo suficiente para cruzar el océano.
En la Tirana de la primavera de 2001 no había turistas. Los aviones que aterrizaban en el Aeropuerto Internacional de Rinas, construido en la época del régimen comunista, traían consigo a emigrantes albaneses que trabajan en algún punto de Europa, diplomáticos, hombres de negocios o comerciantes españoles, alemanes, japoneses e italianos, algunos de dudosa actividad, y militares que por sus insignias se sabía a qué país de la OTAN pertenecían.
En la sala de migración, caótica y sofocante, comprendería las palabras de Ramón Sánchez Lizarralde, el traductor al español de la obra de Kadaré: “¿Quieres ir a Tirana a entrevistar a nuestro autor? ¡Qué osada!” En un reducido espacio nos encontrábamos alrededor de cien personas con pasaporte en mano y forma migratoria; en una esquina, un grupo de jóvenes musulmanes que, por el fastidio en sus rostros, se entendía que esperaban hace horas. Un italiano en voz alta hizo un comentario de mal gusto y un policía albanés lo reprendió e inició una acalorada discusión. El ambiente era tenso. Las colas no avanzaban, los agentes revisaban cada documento minuciosamente. La pista de aterrizaje estaba rodeada por militares que portaban AK-47. “Normalmente no es tan complicado”, agregó Ramón. “Me imagino que toda esta agitación es por lo que está sucediendo en Macedonia. Quizá tengan temor de algún atentado.”
A principios de aquel mayo, con el fin de aislar y dispersar a los grupos terroristas y crear condiciones normales para evacuar a la población de las zonas de conflicto, las fuerzas federales macedonias intensificaron los ataques contra la guerrilla albanesa, el llamado Ejército de Liberación Nacional (UCK) que, desde febrero, estaba atrincherado cerca de Tetovo, al noroeste, y en Kumanovo, al norte de Macedonia.
En una emboscada, la insurgencia albanesa mató a varios soldados y policías. La respuesta de grupos macedonios eslavos no se hizo esperar: en la ciudad de Bitola destruyeron comercios establecidos por albaneses; en Skopje, capital macedonia, se llevó a cabo un atentado contra la embajada de Albania y hubo disparos en un café que era punto de reunión de albaneses. Había toque de queda en varias ciudades. Iniciaba la diáspora de refugiados albano-macedonios hacia Kosovo y el sur de Serbia.
En esos días Kadaré declaró al Institute for War & Peace Reporting que lo fundamental era detener la matanza en los pueblos albaneses y que todo el mundo debía trabajar para salvar a Macedonia; bajar las armas era la única forma responsable para llevar a cabo las acciones y el camino correcto para lograr la paz era el diálogo.
Albania era y es la Babel de la península balcánica, y es el segundo país más pobre de Europa, después de Moldavia, con casi cuatro millones de habitantes repartidos en 28.748 kilómetros cuadrados. En promedio, un ciudadano albanés habla al menos dos idiomas.
En ningún lugar del orbe he observado tantos automóviles Mercedes Benz, la gran mayoría introducida a través del mercado negro. Existían dos millones de armas automáticas en manos de la sociedad civil; de alguna manera eran las reminiscencias del antiguo precepto del Kanun, código de derecho consuetudinario albanés, que tan bien explica Kadaré y que es el protagonista medular del relato Abril quebrado: “el albanés toma venganza de sangre sólo con el fusil”. Por supuesto, el actual Código Penal y el sistema legal albanés no hacen referencia ni reconocen el Kanun.
Albania es la fusión de Oriente y Occidente. Continuando la milenaria tradición bizantina todo se compra, se vende, se acuerda y se arregla en los cientos de cafés poblados por personas que fuman y discuten. El aroma del kafé inundaba las destruidas calles de Tirana, así como el polvo que se desprendía de las obras de una ciudad en reconstrucción. Las tarjetas de crédito y cheques de viajero no tenían ningún valor, no había bancos ni casas de cambio.
En la plazoleta de la Banca Central –institución que cumplía sólo la función de llevar a cabo transacciones financieras con el extranjero– se encontraban ora treinta, ora cincuenta tipos que en un bolsillo del pantalón tenían un grueso rollo de dólares y, en el otro, un fajo de lekes, a plena luz de día. ¿Cuál era el tipo de cambio? Sólo ellos lo sabían.
La presencia de Kadaré se palpaba en las vitrinas de las librerías, en las cuidadas ediciones de Onufri; y en el lobby de un distinguido restaurante en que aparece en una fotografía saludando al dueño. Su imagen –dictando una conferencia– fue el spot de televisión durante el receso de la final de futbol de la Liga de Campeones de Europa en 2001.
Desde hace más de una década las paredes de la universidad, de escuelas y de bibliotecas guardan un espacio para una foto en especial: Kadaré recibiendo el galardón de la Academia Sueca de la Lengua. En otoño seguramente habrá un retrato del escritor recogiendo, en Oviedo, el Premio Príncipe de Asturias de las Letras 2009.
Ismaíl Kadaré forma parte de la llamada “generación de los sesenta”, junto con Dritëro Agolli, Fatos Arapi y Drago Siliqi, que rompe con los criterios literarios soviéticos y renueva la narrativa albanesa recuperando la herencia de las epopeyas y el cuento popular y aplicando las innovaciones de la literatura universal, principalmente la europea.
De esta cofradía, Kadaré destaca por el vigor de su voz. Testigo literario de la Europa de la segunda mitad del siglo XX, su visión abarca la invasión fascista durante la Segunda Guerra Mundial; el régimen estalinista y despótico de Enver Hoxha, que orilló al escritor en septiembre de 1990 a exiliarse junto con su familia en París; hasta un fin de milenio marcado por la cruzada racista –encabezada por Slobodan Milosevic– que llevó al éxodo y genocidio del pueblo albanokosovar.
Tras años de autoexilio en Francia, actualmente el escritor divide su tiempo entre Tirana y París. La mayor parte de su obra fue escrita y publicada en Albania bajo el régimen comunista; sus primeras ediciones fueron de poesía: Líricas (1953) y Ensoñaciones (1957). Concibe su primera novela, La ciudad sin anuncios, relato oscuro, radicalmente opuesto a lo que se decía entonces que era lo moralmente sano de la sociedad socialista, siendo estudiante en el Instituto Gorki de Moscú, en 1959. Con esta obra Kadaré se convierte en el fundador de la novela albanesa, fusiona la lengua unificada y el albanés dialectal e introduce, por primera vez, el pulso de la vida urbana.
Su prestigio crece en 1970 con la aparición en francés de su novela El general del ejército muerto, editada en Albania en 1963, y se afianza con las obras Los tambores de la lluvia (1969), El largo invierno (1977) y El palacio de los sueños (1981).
Desde la terraza del Hotel Tirana se apreciaba el centro y los edificios principales de la capital albanesa: la sede de la Ópera, el Museo de Arte, la Banca Central, un parque desangelado, sin árboles, que por las tardes cobraba vida gracias a un carrusel y una rueda de la fortuna. Más allá, una pequeña y hermosa mezquita con un minarete, la torre del reloj y un edificio de cuatro plantas de color amarillo que es la Secretaría de la Defensa; estos son como los describe Kadaré en sus novelas El palacio de los sueños y Noviembre de una capital. Una épica escultura ecuestre de Scanderbeg anunciaba la avenida principal que culminaba en la rectoría de la universidad, en el más apegado estilo arquitectónico socialista.
A Kadaré no le gustan las entrevistas. Lo caracteriza un agudo sentido del pudor en el momento de ofrecer detalles personales y juzga, con singular aspereza, el manejo de la información en la mediática sociedad occidental. Su personalidad es sobria; sus respuestas concretas, parcas. Ocasionalmente esboza una sonrisa.
Yo quisiera saber el color de sus ojos detrás de los lentes con vidrios ligeramente ahumados. Saber cómo construye ese universo literario –extenso e inquietante– donde el tiempo se transforma y relata el itinerario de la tragedia o comedia humana, el debate entre el individuo y el poder totalitario.
Conversamos durante un par de horas en compañía de su esposa Elena, auxiliados por Sánchez Lizarralde. Sobre la mesa puse un pequeño micrófono especializado en aislar ruidos ambientales; instintivamente Kadaré –estaba sentado– se echó para atrás. El gesto me remitió a su novela Spiritus, como si estuviéramos ante uno de los miles de grillos, micrófonos espías chinos, colocados por la Sigurimi: la policía secreta de Hoxha.
En aquella terraza del Hotel Tirana, en la primavera de 2001, no podíamos imaginar que en unos meses el mundo cambiaría tras el 11 de septiembre. Quizás Ismaíl Kadaré, que en su obra transfigura el itinerario de los siglos para que los lectores acompañemos a caballo los correos de sueños, recorramos los laberintos y sótanos de la opresión, escuchemos la verdad en voz de los muertos y removamos los alcances de lo absurdo, hoy tenga respuesta a su propio cuestionamiento: “¿Por qué la humanización de la humanidad es tan tímida?”~