John Lukacs (né Lukács János Albert) es un escritor que se dedica a la historia. Nacido en 1924 en Budapest, Lukacs, cuya madre era judía, logró escapar de la persecución antisemita en su país natal y emigrar a Estados Unidos, donde encontró un refugio para pensar y escribir. Su pluma ha descrito los avatares de una buena parte del siglo XX. Autor prolífico, sus libros se leen como dramas en los que los grandes personajes de la historia despliegan sus acciones como en una obra de Shakespeare. Dueño de un olfato para precisar los momentos en que la historia se transforma de manera súbita, Lukacs nos ha enseñado que la imaginación y la fidelidad histórica no son enemigos. En sus páginas, figuras como Churchill, Hitler, Stalin o Roosevelt adquieren la profundidad psicológica de personajes de novela sin que sus acciones nos dejen de contar las peripecias de la historia real. La siguiente entrevista se realizó en su casa de Pensilvania.
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El tren que comunica Penn Station en Nueva York con la población de Paoli no parecía estar lleno de gente interesada en saber las minucias de la Guerra Fría o de la relación de la novela con la historia. Semanas antes y después de varias llamadas telefónicas (siete en mi cuenta), el historiador húngaro-americano John Lukacs y quien esto escribe concertamos una cita para vernos en una estación de tren en medio de un valle del estado de Pensilvania. “Nuestra conversación será una tertulia española”, me prometió una voz del otro lado del auricular. La palabra tertulia sonó en mis oídos como agua fresca. Mientras el tren avanzaba, Filadelfia se sentía como un rumor. Al llegar a la estación, y como me lo había pedido Lukacs, subí las únicas escaleras que había, al final de las cuales ya me esperaba una figura noble y distinguida. A sus 89 años, Lukacs lucía saludable. Después de saludarme me condujo a un automóvil que él mismo manejó, entre arroyos y árboles invernales, con la pericia de una taxista defeño.
Ya en el auto le confesé que en el tren venía leyendo el libro que contiene las cartas que él intercambió por un espacio de casi cincuenta años con George Kennan, uno de los mandarines de la diplomacia norteamericana. “Qué bueno que a usted le guste leer el género epistolar. Es una de las costumbres que hemos perdido, como tantas otras…” El tema de la longevidad de Kennan surgió de manera casi natural: “Kennan y yo fuimos muy buenos amigos. El vivió 101 años. Una vida llena de peripecias pero dedicada al pensamiento. Usted sabe que el próximo año, si hay suerte, cumpliré los noventa.” Después de hablarme de su tres matrimonios –¿“sabe usted qué es enterrar a dos esposas?”, me preguntó a bocajarro; sentí un estremecimiento, pero no respondí–, me dijo que ahora lo único que quería era volver a tener 75 años, cuando aún tenía energías para escribir libros y jugar al tenis. Me pregunté qué significaría tener la edad donde uno añora regresar a la juventud de los 75.
Usted nació en Hungría pero muy joven emigró a Estados Unidos. ¿Cómo resintió el cambio?
Yo tuve una ventaja cuando llegué a Estados Unidos. Resulta que mi madre era una anglófila que se aseguró de que yo aprendiera inglés desde muy chico. Esto era algo inusual en la Hungría de principios y mediados del siglo XX, cuando las élites querían aprender francés. De manera que cuando llegué a Estados Unidos yo ya hablaba el idioma con cierta soltura. La otra cosa que ayudó es que una semana después de mi arribo el presidente Truman pasó una ley para que los americanos que hubieran combatido en la Segunda Guerra estudiaran en la Universidad. De manera que hubo, por algún tiempo, necesidad de contratar profesores. Logré un puesto en un college cerca de aquí. Siempre tuve la ambición de convertirme en un escritor profesional dedicado a la historia. La historia, sabe usted, no está muy alejada de la ficción. El libro más extraordinario que he escrito (A thread of years) es un trabajo a caballo entre la novela y la historia sin ser ninguna de las dos.
Que la novela o la ficción tenga afinidades electivas con la historia parece contraintuitivo. Una depende de la imaginación y la otra de la fidelidad a la realidad.
A mí no me parece que eso sea verdad del todo. Estoy convencido que los dos están relacionados. Ambas imaginan personajes e incluso tramas, pero las atmósferas en ambas nunca son imaginarias, sino verosímiles. Quien ha escrito sobre este asunto de manera muy perspicaz fue Ortega y Gasset antes de que fuera famoso. Él discrepaba de quienes pensaban que la novela era una especie de prosa épica. Y él dijo que no era así, pues la épica, a diferencia de la novela, trata de personajes con los que nosotros no nos podemos identificar. Lo que sucede ahí no nos concierne de inmediato. Las peripecias de sus héroes y dioses no están a nuestro alcance como seres humanos. No los podemos emular porque nunca seremos criaturas del Olimpo. La épica no tiene tiempo, mientras la historia y la ficción dependen totalmente del tiempo.
Sin embargo, usted nunca se decidió a escribir una novela en sí misma.
Lo intenté, pero pronto me rendí. En mi último libro, El futuro de la historia, hay un capítulo sobre la historia y la novela.
Su libro Historical consciousness es el que usted considera el más ambicioso entre los que ha escrito. Se trata de una meditación sobre la historia y su sentido.
La tesis del libro parte de lo obvio. Todo tiene su historia, incluyendo la historia misma, así como la memoria. Lo que me propongo decir en ese libro, entre otras cosas, es que la historia no puede ser científica, en el sentido de ser objetiva. La idea de la tarea y la naturaleza de la historia como una empresa académica es nueva y se retrotrae apenas trescientos años en el pasado. Es un fenómeno moderno. Siempre ha habido grandes cronistas, pero no se dedicaban a la historia para obtener un grado. La idea de la historia que tenían Aristóteles, los historiadores romanos, e incluso los autores del Nuevo Testamento, no era académica en el sentido en que la conocemos hoy. El sentido histórico de Shakespeare es diferente a lo que le precede. Esto se cristaliza en el siglo XVII en Inglaterra, Francia y Holanda, donde algunos filósofos se empiezan a preguntar si existe el conocimiento histórico. Yo no tengo un diccionario lexicológico de la lengua española, pero por ejemplo en inglés el prefijo self (self-love, selfishness) solo aparece en el siglo XVII . En este sentido, mi tesis, que es ambiciosa, consiste en decir que el método científico también se inventa en ese siglo. Yo creo que la evolución de la conciencia histórica es más importante que el descubrimiento del método, como diría Descartes. Puedo ilustrar esta declaración con una secuencia filosófica: primero existió la naturaleza, después el hombre, después la ciencia de la naturaleza. Pero, si pensamos que la naturaleza y la historia son históricos, la ciencia que los estudia es derivada de ellos, que son una realidad más esencial. Si me ha seguido hasta aquí, no le parecerá problemático que yo declare que no hay tal cosa como un método histórico. Lo que existe son fuentes de la historia: una librería, una biblioteca.
Los historiadores son ante todo bibliófilos, o deberían serlo. En este sentido, no existe una diferencia esencial entre un historiador profesional y un historiador amateur. No nos debería, por tanto, sorprender, que existan muchos historiadores sin grado académico que han escrito grandes obras históricas. Sin ser ciencia ni arte, la historia se encuentra más cerca del arte. Yo creo que en el largo plazo existe la posibilidad de que la historia vaya a absorber a todas las artes, sobre todo a la novela.
Usted es católico. ¿Considera usted que hay ecos de su catolicismo en sus ideas sobre la historia?
Creo que sí. Aunque no me gusta ser identificado como un pensador católico, lo cierto es que yo creo que la visión católica de la naturaleza humana es correcta. El catolicismo parte de la idea de que los hombres tienen libre albedrío. De esa manera, somos responsables de nuestras posturas éticas y acciones morales. Pero en referencia a su pregunta sobre la influencia de la religión en mis ideas, déjeme responderle diciéndole que la novela nació al mismo tiempo que la historia. Al principio ninguna de las dos tenía que ver con la verdad. Desde un punto de vista teológico, la verdad es solo accesible a Dios. Lo que es dado a nosotros es la búsqueda de la verdad.
Es la diferencia entre filosofía y sabiduría.
Así es. Solo Dios sabe todo. Los mejores entre nosotros –no es que yo lo sea– aspiran a ser filósofos. Ahora bien, en mi opinión, un historiador o un novelista pueden ser filósofos si es que los dos están en búsqueda de la verdad. Lo que cambia es la manera de presentar esa realidad. Permítame hacer una digresión. En el pasado, el problema es que no había mucho material histórico, mientras que ahora tenemos el problema contrario: la proliferación desaforada de fuentes de la historia. Frente a este hecho, lo que importa es el lenguaje. Imaginemos dos hombres queriendo escribir una biografía de George W. Bush. Uno de ellos simpatiza con él, mientras que el otro tiene una visión crítica. Lo esencial no es la objetividad, sino las palabras que se usen. Los hechos existen por sí mismos, pero solo tenemos acceso a ellos por las palabras que los describen. La historia es un artefacto verbal. Ahora bien, mi contribución a estos debates es sugerir que solo podemos escribir historia desde el punto de vista no del espectador sino del participante en ella. Escribimos historia porque hacemos historia.
Hablemos ahora de un personaje entrañable para usted por más de un motivo: George Kennan. Él conocía muy bien la cultura alemana y rusa, pues estudió en Berlín y representó a Estados Unidos en Moscú.
Kennan fue un hombre extraordinario que fue completamente malentendido tanto por liberales como por conservadores; por la izquierda y por la derecha. La fuente de este malentendido es que él no fue un rebelde. No fue un hombre que se esforzara en ser malentendido. Fue un americano con conciencia del papel de Estados Unidos en el mundo. Él pensaba que Stalin y la Unión Soviética eran un error. No tenía ilusiones sobre la Unión Soviética, pero no predicó la condena completa contra ella. Tuvo que renunciar al servicio exterior porque en el Departamento de Estado estaban obsesionados con concebir a la Unión Soviética como una tierra del mal, en un sentido casi teológico. Él pensaba, como yo, que lo que pasaba en la Unión Soviética bajo Stalin no tenía nada que ver con el comunismo, sino con algo que ocurrió mucho antes y que quizás es consustancial al origen de la nación rusa.
Kennan, sin embargo, no fue un devoto de Latinoamérica.
Hubo una época en que Kennan, cuando aún yo no lo conocía, pensaba que lo que ocurría en Latinoamérica carecía de importancia. Pero luego cambió de opinión. Para darle una idea de la magnitud del cambio de opinión de Kennan, él una vez me comentó que sería en un país latinoamericano donde la cultura se salvaría. Esto lo dijo en el momento en el que él sentía un gran pesimismo sobre el futuro de las sociedades occidentales que se estaban convirtiendo en sociedades populistas de masas. Era muy pesimista sobre el populismo y la nueva influencia de los medios de comunicación.
El término populista parece tener un sentido muy diferente en Estados Unidos que en América Latina.
El populismo ha sido muy fuerte en Latinoamérica sobre todo como retórica. En este sentido, el populismo puede definirse como una estructura de liderazgos basados en la idea de que se puede hablar en nombre de los pueblos al tiempo que se tiene su apoyo. Esta, sin embargo, era la forma clásica en que apareció el populismo. A mí me parece que este ya no es el caso y ya no lo será. Ahora se gobierna en nombre del pueblo, aunque no se cuente con su apoyo. La razón de ello, en mi opinión, es que la proliferación de los medios de comunicación ha vuelto irreal la relación entre los gobernantes electos democráticamente y el pueblo: un populismo virtual más que real. En Estados Unidos, el populismo pertenece al Partido Republicano. Desde que me convertí en ciudadano estadounidense siempre he votado por los demócratas, excepto una vez en que, equivocadamente, voté por Eisenhower. Creo que las etiquetas políticas no sirven de mucho. Intentando responder, sin embargo, sé que no soy un reaccionario y no sé si soy un conservador. No estoy lejos de Edmund Burke, quien era un conservador a pesar de ser un whig y no un tory. En ese tiempo, la palabra conservador como etiqueta política no existía en Inglaterra. Ahora hay una película sobre Margaret Thatcher que aparentemente es muy buena. Para mí, Thatcher fue un fenómeno muy superficial, que no definió nuevas sendas para el conservadurismo como idea política.
Regresemos a Kennan. Él se definía como un anticomunista que al mismo tiempo era un anti-anticomunista.
Así es. Muchas veces hablamos de eso. Yo también me describo así. No quiero sonar presuntuoso, pero Kennan y yo anticipamos la caída de la Unión Soviética. Dicho esto, soy consciente de que gran parte de la historia es accidental.
¿Qué fue lo que vio usted en la Unión Soviética que le hizo prever su inminente colapso?
Sin duda alguna muchos otros antes que yo profetizaron el colapso de la Unión Soviética. Entre ellos Churchill. Antes de continuar debo hacer eco de unas palabras de Churchill que constituyen partes de una etiqueta moral: cuando la historia te da la razón, nunca le digas a nadie “Te lo dije”. Pero continuando con el tema de la Unión Soviética, en sus memorias, De Gaulle, que quería separar a la Gran Bretaña de Estados Unidos, cuenta que después de la liberación de París, le dijo a Churchill que los americanos no sabían lo que estaba pasando y que esto era peligroso, pues tenían en ese momento dominio sobre la mitad de Europa. Churchill tenía una opinión algo distinta, pues el problema mayor estaba al otro lado de la Cortina de Hierro, agregó que después de la comida viene el periodo de digestión y pronosticó que los rusos serían incapaces de digerir su nuevo poder. ¡Churchill lo dijo en 1944! Yo recuerdo cómo, incluso en los años ochenta, muchos observadores de la escena internacional apostaban a que la Unión Soviética perduraría, mientras Estados Unidos se desmoronaría. No sobraban casandras.
En uno de sus libros se refiere usted a la edad moderna distinguiéndola de la edad democrática. ¿A qué se refiere?
Yo muy pronto en mis escritos llegué a la conclusión de que estábamos viviendo el final de la edad moderna. Fueron mis estudios sobre Tocqueville los que me hicieron entender que el gran corte en la historia era el que dividía la época en que dominaban las aristocracias minoritarias de la época en que rigen las democracias de masas. De acuerdo con Tocqueville, este fue un cambio enorme que rige sobre las costumbres; por ejemplo, las relaciones entre el hombre y la mujer. El problema de la edad democrática es que los valores y las virtudes, al expandirse, se degradan. Una universidad de masas expande la educación, pero al mismo tiempo disminuye su nivel.
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Mientras Lukacs preparaba un lunch (sopa de almeja con galletas de queso suizo acompañadas de un vino chileno), yo aproveché para internarme en su biblioteca de dos pisos. Documentos del Imperio francés firmados por Napoleón adornaban las paredes de un lugar pensado para leer por horas. Cuando nos reunimos para comer, la conversación se dirigió hacia los titanes que presidieron el gran zafarrancho de la Segunda Guerra Mundial:
Uno de los objetos que más valoro son tres puros que la hija de Churchill me regaló. Los tengo en mi casa como si fueran trofeos. Déjeme decirle unas cosas sobre Churchill. Para mí, la característica más formidable de Churchill era su magnanimidad. En el caso de él no era solo una pose o una estratagema con propósitos ulteriores, era parte de su naturaleza. Un ejemplo de cómo el uso de la magnanimidad (cuya discusión teórica se la debemos a Aristóteles) fue fructífero para las fuerzas aliadas es la manera en que Churchill actuó con Chamberlain cuando él ya se encontraba en desgracia política. Pero lo esencial de Churchill fue su capacidad para reconocer el genio de las personas. Una de las razones, no la única, de por qué los aliados vencieron a las fuerzas del Eje tuvo que ver con el hecho de que Churchill entendió a Hitler, mientras que Hitler nunca entendió del todo a Churchill. Hitler tenía la impresión equivocada de que Churchill abusaba del alcohol. Este error lo comparten muchos de sus biógrafos. Pero el supuesto alcoholismo de Churchill era solo una pantalla. Churchill tomaba, pero muy lentamente y casi nunca se terminaba las botellas que empezaba. La gente confundía la frecuencia con la que Churchill ingería alcohol con las cantidades que tomaba, que eran escasas. Hitler pensaba que el supuesto alcoholismo de Churchill era una debilidad que en algún momento lo iba hundir. Por supuesto, se equivocó. Por otro lado, Churchill sabía quién era Hitler. Churchill escribió, en algún lugar, antes de la Segunda Guerra Mundial, que el futuro de la extrema derecha alemana no estaba en los estratos de los altos militares ni en la aristocracia, sino en el pueblo alemán. El futuro y tremendo líder de la derecha alemana sería un hombre del pueblo, quizás un vagabundo con genio político, quizás un artista fracasado con sed de venganza. Le voy a contar una cosa impresionante. Cuenta un alto diplomático alemán, en alguna parte, que en una comida de sobremesa en la cancillería alemana –estamos hablando de 1930– Churchill no cesaba de hacer preguntas acerca de Hitler.
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Uno de los hijos de Lukacs entra en la casa. Justo a tiempo para alcanzar el tren que me llevará de regreso a Manhattan y sus rascacielos plateados. A petición del gran historiador, nos subimos los tres a un coche que conduce su hijo. Mientras el crepúsculo acecha, Lukacs me pide un favor: prestarle un libro de Octavio Paz. Pienso en una conversación imaginaria entre el gran poeta mexicano y el gran historiador húngaro. Dos pensadores que supieron medir las pasiones políticas de los hombres. ~
(ciudad de México, 1967) es ensayista, periodista e historiador de las ideas políticas.