Entre cada rueda de humo…

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Y EL FUMÓMETRO ¿CUÁNDO?

“Fumar es un placer genial, sensual, y mientras fumo mi vida no consumo, pues que flotando el humo me suele adormecer”, cantaban sensualmente las rosadas amígdalas de Sara Montiel en los estáticos (y extáticos) close-ups de El último cuplé. Y la canción es hermana de un poema de Stéphane Mallarmé traducido por Alfonso Reyes: “Toda el alma resumida/ cuando lenta la consumo/ entre cada rueda de humo/ en otra rueda abolida”.

Sí, tan poético y pictórico el fumar. Pero nothing is perfect. No sólo el distinguido comediógrafo George Bernard Shaw definió así al cigarrillo: “Pequeño cilindro de papel relleno de tabaco picado, con lumbre en un extremo y un estúpido en el otro”; y no sólo Alemania, país que produce cabezas sólidas (a veces demasiado sólidas), prodiga el contundente letrero ¡Rauchen verboten! (o, en debilucho español: “¡Prohibido fumar!”), sino que además en todo el mundo y en todos los idiomas hasta las mismas cajetillas de cigarrillos le advierten a usted que “el consumo de este producto puede ser peligroso para su salud”.

El problema está en que, en el mundo, o por lo menos en Esmógico City, Detrito Funeral, existe un implícito o explícito conflicto, a veces una guerra fría o caliente, entre quienes fuman, los fumadores activos, y quienes no fumamos, pero involuntariamente respiramos humo, es decir los fumadores pasivos. Y mientras los fumadores activos proclaman su legítima gana de suicidarse a corto o largo plazo tostándose los pulmones, los fumadores pasivos proclamamos el derecho, también legítimo, a no asfixiarnos con las emanaciones cancerígenas emitidas por los cigarrillos, esos cilindros que en un extremo tienen lumbre y en el otro un… (Pero, en nombre de la concordia, mejor no reiterar la perfecta definición shawiana.)

¿Y qué hace el Estado para resolver el conflicto? El Estado ha tomado la decisión salomónica, casi una genialidad geopolítica, de ordenar que en algunos lugares públicos se establezca una zona para los fumadores y otra para los no fumadores. Así, al parecer, se establecería la coexistencia pacífica entre las chimeneas humanas y los aspirantes a respirar un aire un poco menos impuro del que la Ciudad de México sufre crónicamente.

La solución es plausible… pero no funciona. En los lugares comerciales de nutrición o esparcimiento rara vez respetan la disposición gubernamental, y, según hace poco se informó, los administradores de tales comercios (y bebercios) ya están planteando un amparo ante las autoridades correspondientes. Por su parte, los fumadores activos se quejan de la intolerancia, sí, la intolerancia, de los fumadores pasivos, tan egoístas y antidemocráticos que no queremos permitirles suicidarse a su gusto en medio de los voluptuosos, los vagarosos, los poéticos arabescos del “placer genial, sensual”…

Así que el conflicto parece irresoluble. ¿Acaso lo democrático sería que los no fumadores consintiéramos en ser fumadores pasivos, y en suicidarnos en solidaridad con los gozosos tabaquistas?

El ciudadano a veces sueña con que el Gobierno del Detrito Funeral, así como ha establecido el alcoholímetro, establezca el fumómetro, y se ponga unas horas tras las rejas a quienes se pasen en el delito de aumentar el esmog de Esmógico City.

(Artículo que publiqué el 25 de febrero de 2004 en mi columna “Carta de Esmógico City” de Milenio Diario)

Fotograma de la película Gilda

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Es escritor, cinéfilo y periodista. Fue secretario de redacción de la revista Vuelta.


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