Juan Ramón y Lezama

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Juan Ramón Jiménez y Zenobia Camprubí salieron de España en el verano de 1936. En marzo de 1937 llegaron a Cuba, donde vivirían dos años. En sus primeros meses de estadía en La Habana, J.R.J. se reunió en varias ocasiones con José Lezama Lima, que tenía por entonces veintisiete años, había publicado Muerte de Narciso y preparaba Enemigo rumor (“Ah, que tú escapes en el instante/ en el que ya habías alcanzado tu definición mejor”). Lezama –que, con la revista Orígenes, sus ensayos sobre poesía y la novela Paradiso, iba a convertirse en una figura central de la nueva literatura latinoamericana– recogió la destilación de los encuentros en un texto de veinte páginas preciosas, “Coloquio con Juan Ramón Jiménez”, fechado en julio de 1937  y publicado en Revista Cubana en 1938, hace ahora setenta años.

El “Coloquio” es, en la suntuosa brevedad, un nudo significativo –y en cierto modo final– en el tapiz de encuentros entre españoles e hispanoamericanos en el ámbito de la poesía. Es un texto extraordinario ya desde su género: Lezama transcribe el diálogo introduciendo ambas voces –“Yo” y “J.R.J.”–, refrendado por el poeta español en la nota inicial: “Hay ideas y palabras que reconozco como mías y otras que no. Pero lo que no reconozco como mío tiene una calidad que me obliga a no abandonarlo como ajeno”. El Diario de Zenobia Camprubí (recientemente reeditado en tres volúmenes por Alianza) muestra que, en realidad, J.R.J. reescribió parte de sus intervenciones: el 26 de julio de 1937, por ejemplo, Zenobia apunta: “Después de almorzar y descansar, J.R. me dictó tres páginas del Coloquio de Lezama. El texto final no esconde su ascendiente platónico, el de la adscripción a esta paradoja en cuyo ámbito suele habitar la poesía: siendo la escritura ejercicio por fuerza individual, el pensamiento se presenta y discurre en el diálogo. Lo que sutilmente hace Lezama es personificar en Juan Ramón la actualidad de la poesía española para fijar, por oposición, algunos conceptos esenciales de su propio desarrollo. Aparece allí la “insularidad” como concepto axial de su proyecto, claramente orientado a deshacer toda tranquilizadora identificación entre mestizaje sanguíneo y nueva forma poética: “Una realidad étnica mestiza no tiene nada que ver con una expresión mestiza… las exigencias de una sensibilidad insular no tienen tangencias posibles con una solución de mestizaje artístico”, afirma.

Lezama tomaba así distancias con el indigenismo y la negritud que tentaba a alguno de sus contemporáneos. Su búsqueda de una moderna poesía cubana está en los antípodas del color local: como en Emerson, como en Lugones, Borges, Darío o T. S. Eliot, el proyecto americano aspira a absorber la entera tradición europea para lanzarla a su definitiva fulguración. Las líneas centrales de lo que Lezama llamará, años más tarde, “expresión americana”, están ya perfiladas en este coloquio con Juan Ramón.

En Lezama todo se vuelve símbolo o mito, no hay significados crasos: la insularidad –que para otro gran cubano, Virgilio Piñera, se definía como “la maldita circunstancia del agua por todas partes”– es, en él, menos una fatalidad geográfica que la cifra de una nueva realidad estética abocada a la fantasía y la dicción golosa (el “no rechazar teresiano” lo llamará en otra parte): “en una cultura de litoral interesará más el sentimiento de lontananza que el paisaje propio”. Así, la búsqueda de la forma nueva reúne a Lezama y a J.R.J. en la complicidad entre lo histórico y lo estético: aprovechando la ocasión, Juan Ramón se lanza a una andanada contra lo que llama “neoclasicismo” –que cree corriente dominante en la España que él había abandonado ya para siempre–, el polo opuesto de su “verso desnudo”: “Me parece mal que los poetas vuelvan a formas neoclásicas… Ni la poesía informe, vacía de la sublime posibilidad de la palabra y de todo lo que puede encarcelarse en la palabra, ni el academicismo remozado, que ahora parece que preocupa a los jóvenes ahítos de un bajo y falso verso libre”.

Octavio Paz señala en Los hijos del limo que, después del modernismo, España vuelve a la canción tradicional e Hispanoamérica abraza la vanguardia. Lezama fue el primero o el más grandioso entre quienes iban a conectar el legado gongorino con el simbolismo y el surrealismo: “Tres siglos después –escribe el cubano– parece como si Mallarmé hubiese escrito la mitología que debe servir de pórtico a don Luis de Góngora”. Esta trayectoria heteróclita era el camino posible para el poeta americano. Ambos conversadores invocan a Valéry, con admiración, pero también –Lezama– como aquel que trata de devolver al espíritu académico lo que en Mallarmé había sido un abismarse hacia el corazón vacío del poema. Juan Ramón, que defiende el versículo del “gran Paul Claudel” y afirma que “el español respira en romance asonantado, canción suelta y verso desnudo”, parece un poco desconcertado ante las vueltas verbales de Lezama: “Con usted, amigo Lezama, tan despierto, tan ávido, tan lleno, se puede seguir hablando de poesía siempre, sin agotamiento ni cansancio, aunque no entendemos, a veces, su abundante noción ni su expresión borbotante”, dice, en la clausura del coloquio, casi afirmando aquello que parece negar: el agotamiento y el cansancio del ya maduro poeta español ante el ímpetu barroco del joven americano. Zenobia vuelve a escena para mostrarnos, en el Diario, esa incomodidad: “…había suficiente valor en el diálogo como para salvarlo, y todo lo que hizo J.R. fue corregirlo lo suficiente para que no se anegaran totalmente las ideas en un mar de confusión…” Y después: “Terminé el diálogo con Lezama Lima. ¡Qué alivio!” Lezama incluyó el “Coloquio” en Analectas del reloj (1953), a su vez en las Obras completas editadas en Madrid por Aguilar, que llevan ya demasiados años agotadas. ~

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