Kurt Cobain, Selena y el Woodstock chihuahuense

El autor cuenta cómo sobrevivió a un festival de rock a ritmo de “Bidi bidi boom bom”
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Es una especie de lugar común decir que mi generación fue “marcada” por la temprana muerte de Kurt Cobain el 5 de abril de 1994. Yo recuerdo llegar al día siguiente a la Preparatoria 5, por la mañana, y encontrarme con una de mis compañeras —una chica que era bonita pero que gastaba demasiado maquillaje— vestida con una enorme camiseta que le llegaba casi hasta las rodillas,  con la fotografía de Kurt, y que no le sentaba muy bien. Estaba muy acongojada.

—¿Qué pasa? —le pregunté.

—¿No sabes? Se murió Kurt Cobain.

—Ah.

La playera decía: “I hate my self and I want to die”. Realmente en ese momento no me extrañó nada que el tipo hubiera muerto. Aunque me gustaba Nirvana, como a todo el  mundo, y Kurt Cobain no me caía mal, realmente no sentí mucha pena, aunque estaba consciente de que esa muerte significaba algo muy acorde a los tiempos. Se suponía que éramos una generación deprimida y poco optimista y hacíamos todo lo posible para demostrarlo: el fin de siglo, el libre mercado, el fin de la historia, bla bla bla. Todo esto es considerado ahora una especie de catálogo de clisés, pero en aquel tiempo nos los tomábamos muy en serio. Si cien años antes los decadentes franceses tomaban láudano y morían ciegos y deformados por la sífilis, abrazados a una prostituta de una sola pierna, nosotros tomábamos cerveza en un coche, afuera de un Oxxo, y nos hacíamos la prueba del VIH cada seis meses aun cuando éramos casi vírgenes.

Pero hubo una muerte famosa que sí marcó mi vida (aunque de una manera no deseada). Ocurrió al año siguiente, unos días antes del primer aniversario luctuoso de Kurt. Este fantasma aún no dejaba de rondar por nuestras enfebrecidas mentes juveniles cuando el 31 de marzo de 1995 en la habitación 158 del motel Days Inn, en Corpus Christi, Texas, Selena Quintanilla Pérez, la reina del Tex Mex, fue abatida a tiros por la presidenta de su club de admiradores, Yolanda Saldívar.  Lo leí en el periódico, mientras almorzaba en casa de un amigo, en la mesa de la cocina. La madre de este había hecho tortillas de harina y frijoles refritos, y sobre la mesa había también una sudorosa botella de cerveza familiar Carta Blanca.

—Pobre muchachita, tan joven —dijo la madre de mi amigo, mientras calentaba las tortillas en el comal.

Y si lo recuerdo tan bien es porque no he vuelto a probar unas tortillas de harina como esas. No nos preocupaba mucho el trágico destino de Selena porque a la semana siguiente, en un lago a unas horas de la ciudad, durante la semana santa, sería el primer festival de rock organizado en Chihuahua: el entonces llamado “Woodstock chihuahuense”. Se supondría que sería un fin de semana entero de bandas de rock locales, conciertos ininterrumpidos; y por supuesto: alcohol, diversión y —¿por qué no?— sexo juvenil. Pero antes debo de hacer una pausa aquí para mencionar un detalle: el gusto por el rock en una pequeña ciudad del norte de México durante los años noventa era una verdadera profesión de fe. No había muchas tiendas de discos, y en las pocas existentes la variedad era irrisoria. Los discos compactos eran muy costosos además. Lo más fácil era llevar un cassette en blanco a un local de la avenida Independencia en donde tenían un catálogo con algunos CD. Ahí, por una módica cantidad, podías tener tu cassette grabado con alguno de los discos del catálogo. Estábamos además en el repunte de la llamada música grupera, promocionada por una revista de Editorial Televisa llamada Furia musical. Y si no sabías bailar quebradita y banda y cantar las rancheras podías ser excluido del ansiado y sibilítico mundo femenino.

Partimos rumbo al Woodstock chihuahuense en la camioneta 4×4 de un amigo. Íbamos seis o siete personas, chicos y chicas. Ese día me levanté temprano, preparé una mochila con un cambio de ropa y puse en el tocadiscos el único vinilo de Bob Dylan que tenía, Planet Waves, en donde viene dos veces, en dos versiones, “Forever young”.  May God bless and keep you always / May your wishes all come true / May you always do for others /And let others do for you. Etcétera. En abril los días en Chihuahua suelen ser calurosos y las noches frías. Recorrimos ese par de horas escuchando música. A mí siempre me ha gustado el paisaje del desierto. Me gusta el sol, el calor, los espacios inmensos, el cielo que parece abarcarlo todo.

Pero los fiascos no dejaron de sucederse uno tras otro en cuanto llegamos al lago. En primer lugar, no contábamos conque, a pesar de que en Chihuahua había muy buenas bandas, la gran mayoría eran pésimas e improvisadas. El segundo y el más importante fue que el festival fue invadido por personas que querían llegar ahí solo para pasar unos días, y a los que no les gustaba el rock. El lugar se llenó de camionetas con poderosos equipos de sonido que tocaban al unísono la música de la recién fallecida Selena Quintanilla Pérez, la reina del Tex Mex. Y aunque muchos de sus temas ahora son considerados clásicos de la música popular, estaban fuera de lugar en un Woodstock, aunque fuera chihuahuense. Si hasta entonces yo había permanecido ajeno e ignorante de su leyenda áurea, a partir de ese momento me aprendí de memoria, debido a la exposición, las letras de “Amor prohibido”, “Bidi bidi boom bom”, “El chico del apartamento 512”,  “Como la flor”, “No me queda más” y “La techno cumbia”.

El escenario del festival no estaba propiamente dicho en el lago, sino en un terreno cercado a un lado de la carretera. La zona del lago era el lugar para estacionar los vehículos. Ahí fue donde miles de personas homenajearon a Selena durante todo un fin de semana. Nosotros fuimos hasta el escenario y estuvimos ahí un rato. Había poca gente: obstinados rockeros vestidos de negro que no podían gozar de la música, por más ganas que le pusieran las bandas. Durante la tarde volvimos a la camioneta e hicimos nuestro campamento y prendimos una fogata. Cuando llegó la noche, las miles de personas ahí estacionadas seguían escuchando a Selina sin parar. Las canciones mencionadas arriba sonaban por todas partes, sin ton ni son. Hubo tres ahogados borrachos en el lago. A lo largo de la noche vimos llegar las ambulancias para recogerlos y los rumores de las muertes llegaban a través de los autos, mezclados con la voz fantasmal de Selena, y los coros de mujeres y hombres borrachos, y el sonido de botellas y latas de cerveza al ser destapadas. Los chicos decidieron dejarnos la parte trasera de la camioneta a mi novia y a mí para dormir. Creo que peleamos varias veces durante la noche. Realmente no hacíamos una buena pareja: ella era caprichosa, yo también. Teníamos 17 años. Intenté dormir, pero fue imposible con Selena multiplicada miles de veces. En algún momento mi novia me despertó y comenzó a besarme. Nos acariciamos, pero en el momento culminante ella me dijo.

—No.

—Está bien —dije.

—Ya sabes lo que me gustaría.

—Sí.

—Quisiera que mi primera vez fuera algo realmente especial.

Y esa fue la razón por la que nunca lo hicimos. Yo ignoro si su primera vez fue realmente especial. La mía, un año antes, no lo fue. Aún ahora no entiendo eso de “especial”, pero estoy seguro de que no era en la caja de una camioneta a ritmo de “Bidi bidi boom bom”. La temperatura bajó de manera drástica y dejé a mi novia en la caja, dormida, no sin antes cubrirla con una cobija y un abrigo. Tres amigos amigos míos estaban junto a la fogata, cubiertos con cobijas y tiritando de frío. Una ambulancia, con las torretas encendidas, pero en silencio, intentaba abrirse paso entre los autos para ir a recoger un cadáver a la orilla del lago.

—Esto es insoportable —dijo uno de mis amigos.

El reflejo del fuego hacía que su cara pareciera la de un ídolo africano tallado en madera.

—Pinches nacos —dijo el otro.

—Creo que odio a Selena —apuntó el tercero.

—Si tan solo tuviéramos algo de beber —dije yo.

Creo que eran casi las cinco de la mañana cuando la música comenzó a decaer. Nosotros permanecimos en silencio frente a las llamas, ateridos. Estábamos muertos de sueño, pero no podíamos dormir. Algo se movió en la oscuridad detrás de nosotros y apareció una figura delgada. Era un tipo de cabello largo y barba rala, vestido de una manera que daba pena: pantalones de mezclilla rotos y una camisa a cuadros de franela. Pasaba de los veinte años. En una mano traía una guitarra de madera, y en la otra una de Tequila Orendain.

—Hola —nos dijo, con un tono fresa—. ¿Puedo sentarme con ustedes?

—Claro —le dije yo—. Estos son Armando, Luis, José, yo soy Daniel.

El tipo me alargó la botella y se sentó en la piedra junto a mí. Le di un trago al brebaje. Era lo más asqueroso que había probado en mi vida, pero se me comenzó a quitar el frio.

—Yo soy Kurt Cobain —me dijo.

Todos nos reímos.

—Y yo soy la madre Teresa de Calcuta —dijo alguien.

Pero el tipo no se sintió ofendido. Con mucha seriedad, producto seguramente del consumo de marihuana, tomó su guitarra y se puso a cantar “Where Did You Sleep Last Night” con una voz que si bien no era la del Kurt Cobain que conocíamos, era peor. Y aunque esa canción nos parecía tristísima, y más en el contexto, aplaudimos. La botella pasó de mano en mano. Luego vino “Pennyroal Tea”, “Come As You Are” y otras. La pasamos bien y el tequila comenzó a hacer sus efectos. Fuimos a ver el amanecer a la orilla del lago, entre los autos y las camionetas y las fogatas apagadas. Aunque el ambiente se nos hacía el de la mañana siguiente  a una sangrienta batalla de trincheras, estábamos contentos. Kurt Cobain permaneció impasible. La botella se terminó y en algún momento borroso a causa de la borrachera y el sueño, lo perdimos. Yo me acomodé en la caja junto al cuerpo cálido y virginal de mi novia. Cuando desperté un par de horas después, muerto de sed, me enteré de que esta había utilizado toda nuestra reserva de agua potable para lavarse el cabello. No recuerdo si discutimos al respecto o no, solo sé que desde entonces detesto los festivales de rock y todo tipo de aglomeraciones.

 

 

 

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Vive en la ciudad de México. Es autor de Cosmonauta (FETA, 2011), Autos usados (Mondadori, 2012), Memorias de un hombre nuevo (Random House 2015) y Los nombres de las constelaciones (Dharma Books, 2021).


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