La auténtica patria de Edward Said

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Con Edward Said desaparece no sólo uno de los más penetrantes ensayistas del siglo XX, sino también una manera de contemplar el mundo. Palestino de tradición cristiana que, como tantos otros de sus compatriotas, se vio obligado a abandonar su tierra tras la creación del Estado de Israel, Said buscó siempre extraer de esta tragedia una lección que la trascendiese: “Al intelectual le incumbe, creo yo —escribió—, la tarea de universalizar explícitamente la crisis, de darle un alcance humano más amplio a los sufrimientos que haya podido experimentar una nación o raza particular, de asociar esa experiencia con los sufrimientos de otros.” Su vastísima cultura de exiliado, forjada a partir de una curiosidad sin límites y de una inmersión forzada aunque plenamente asumida en lenguas y experiencias diferentes, le llevó a comprender desde muy pronto que el silencio impuesto a las víctimas es una maniobra con dos caras. Por una de ellas muestra cómo las estrategias de dominio sólo pueden perpetuarse mediante el procedimiento de privar de voz a quienes las padecen, oscureciendo su recuerdo y hasta la mera realidad de su existencia. Por la otra, evidencia un último y paradójico reducto de humanidad entre los verdugos: si las víctimas deben ser confinadas en el silencio es porque, a fin de cuentas, el simple conocimiento de sus desdichas cuestiona y debilita a quien se las inflige.
     La invitación de Said a leer en contrapunto las grandes obras de la literatura universal, formulada en ensayos capitales como Orientalismo o Cultura e imperialismo, responde en gran medida a este hallazgo, al que no es en absoluto ajena su condición de trasterrado palestino. Leer en contrapunto significa para Said recomponer la totalidad del contexto en el que las obras de arte fueron concebidas, colocar en un único plano lo que está expreso y lo que está ausen
     te, de manera que se puedan distinguir con nitidez los hallazgos y perspectivas novedosas de las claudicaciones más o menos interesadas ante tópicos y vulgaridades consagrados por una época. Pero, por esta misma razón, leer en contrapunto significa también interrogarse acerca de la propia herencia cultural, poniendo en tela de juicio el carácter humanista, o democrático, o incluso legítimo, de algunas de sus opciones, cuando lo que esconden es una soterrada voluntad de encerrar a determinados individuos en el espacio inexpugnable de una categoría que no podrán abandonar bajo ninguna circunstancia. “Un intelectual —escribió a este respecto— está obligado moralmente a manifestarse contra semejante gregarismo y a condenar el precio en vidas humanas.”
     Como militante activo de la causa palestina, su actitud fue de una coherencia y un humanismo ejemplares. La constante defensa de los derechos de quienes, como él, fueron expulsados en 1948 y viven desde entonces en un exilio cada vez con menos esperanza, o en las atroces condiciones de los campos de refugiados, no le llevó jamás a convertir responsabilidades individuales en responsabilidades colectivas. Aunque de resultas de su compromiso viviese a diario la experiencia de ser tratado bajo la sospecha de ser un terrorista potencial, o incluso un antisemita, Said recordaba en todo momento la necesidad de distinguir para que también con él y los suyos se distinguiese: distinguir entre el gobierno de Israel e Israel mismo, distinguir entre judíos e israelíes, entre israelíes y sionistas, entre sionistas y ocupantes. Y de igual manera entre los propios palestinos, a fin de que cada individuo, a uno u otro lado de la línea que separa ambos pueblos, tuviera que hacer frente sin excusas a las consecuencias de sus actos.
     Se enfrentó con Arafat por su manera de ejercer el poder y también por lo que Said consideraba como oportunismo en la utilización del drama palestino, convertido en moneda de cambio por los negociadores. Se opuso desde primera hora a los Acuerdos de Oslo, no porque se negase a la paz con Israel, sino porque entendía que serían inviables al haberse construido sobre una injusta abdicación de los derechos de los palestinos y un reconocimiento implícito de la ocupación de Gaza y Cisjordania. Frente a ella, Said siempre defendió la legitimidad de la resistencia, pero puso un énfasis especial en distinguirla de los crímenes terroristas que se llevaban a cabo en las ciudades de Israel. Además de por razones éticas evidentes, consideraba que los atentados no hacen otra cosa que embotar la sensibilidad de los israelíes hacia el sufrimiento de los habitantes de los territorios ocupados; un sufrimiento que les haría reaccionar si lo conocieran en su cruda dimensión.
     Aparte de una monumental obra ensayística, Said dejó un bello y estremecedor volumen de memorias, Fuera de lugar. Al trasluz de su infancia y adolescencia en Palestina, muestra en él lo que Europa fingió desconocer al respaldar la creación de un Estado sólo para judíos: la existencia de una vigorosa sociedad multiconfesional cuya soberanía había sido usurpada por el colonialismo, pero que aspiraba a rehacerse tan pronto pudiera dotarse de sus propias instituciones. Ya nunca fue posible. A la retirada de los británicos le sucedió el triunfo de la utopía del sionismo, fundada sobre bases milenaristas. Después, media docena de guerras y una interminable situación de violencia cotidiana, que se arrastra dramáticamente hasta hoy. Said, sin embargo, fue capaz de sobreponerse tanto a la nostalgia como al rencor. “Nuestra batalla es por la democracia y por la igualdad de derechos —escribió pensando en el futuro—, por una comunidad o Estado secular en el que todos sus miembros sean ciudadanos iguales, donde el concepto subyacente a nuestro objetivo sea una noción secular de ciudadanía y pertenencia, y no una esencia mitológica o una idea cuya autoridad se derive de un pasado remoto, sea cristiano, judío o musulmán.” La muerte, que él sabía próxima, le impidió seguir luchando por este sueño de reconciliación, compartido por un puñado de israelíes lúcidos y fraternos, en quienes Said siempre reconocería su patria más auténtica. ~

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