La noticia de que ETA anunciaba el “cese definitivo de su actividad armada” llegó a la redacción en el momento en que acabábamos de preparar este número. Naturalmente, nos pareció una buena noticia, pero nosotros mismos nos sorprendimos de lo poco contentos que estábamos. Llevábamos años, décadas, esperando ese momento, pero cuando se produjo, nos pareció poca cosa.
Parte de la razón era, sin duda, el propio comunicado de la banda, incluso –somos editores y nos fijamos en esas cosas– su estilo. ¿De veras que, después de 858 asesinatos, era ETA quien nos decía que “frente a la violencia y la represión, el diálogo y el acuerdo” deben caracterizar la vida política? ¿En serio que era “la lucha de largos años” por parte de los etarras lo que creaba la oportunidad para un nuevo ciclo? ¿Ni una palabra para las víctimas? ¿Ni una grieta en esa retórica milenarista y autosatisfecha? Es cierto que ninguno de nosotros esperaba lo que deseaba: una carta de rendición, de disculpa y de aceptación del orden democrático. Sin embargo, el comunicado era asombrosamente irritante, una ofensa con la que un puñado de asesinos perdonaba la vida a millones de ciudadanos que sí habían respetado hasta el momento las reglas de juego. Pese a ello, se trataba de un reconocimiento de la derrota. Han ganado las instituciones democráticas, sus fuerzas de seguridad (las nacionales y las de países amigos como Francia y Portugal) y la ciudadanía en acción.
Si es cierto que ETA abandona las armas, con todo, hay que aprovechar la ocasión. El Estado debe ser hábil, no ceder en nada fundamental y al mismo tiempo poner las bases para que la convivencia en el País Vasco sea, después de tantos años, comparable a la de cualquier otro rincón democrático de Europa. Todo ello, por supuesto, sin olvidar ni por un momento el dolor de las víctimas. Pero además de todo eso, a los vascos y a todos los españoles les queda otra tarea urgente. Aunque la izquierda abertzale abandone su amor a la violencia, aunque asuma la competición electoral como único mecanismo para alcanzar el poder, sus ideas siguen siendo estrepitosamente malas, lesivas para los derechos individuales y tendentes a la superchería. Los partidos con ideologías viables deberán tratar de ganarle en todas y cada una de las elecciones a las que se presente. En buena lid. Si es cierto que ha acabado el tiempo del terror, bienvenida sea la batalla de las ideas. Y ahí, también, hay que ganar. ~
(21 de octubre de 2011)