La desaparición de las cenizas

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Tan viejo es el regreso al origen como tema de la literatura que se confunde con ésta. Y mayor carga simbólica tiene ese viaje de reconocimiento cuando su misión es reintegrar las cenizas de una mujer en la tierra nativa. En esas coordenadas, Sylvia Molloy (Buenos Aires, 1938) ha escrito El común olvido, una poderosa novela clásica, sobresaliente por el donaire (y la profundidad) con que esquiva, tras haberlos habitado, todos los tópicos del retorno.
     El protagonista de El común olvido es un adulto joven, homosexual, profesor en los Estados Unidos, sitio donde se ha anclado en la lengua inglesa. Al morir su madre, también residente en ese país, el héroe (y vaya que lo es, rodeado de obstáculos y de seducciones homéricas) se lleva las cenizas maternas a Buenos Aires. Mientras encuentra el destino adecuado para la urna funeraria, el hombre emprende una reconquista de Buenos Aires cuyo breve horizonte deberá ser el descubrimiento del círculo íntimo de su madre, plagado de silencios y contrasentidos. Sylvia Molloy plantea una trama donde los afectos perdidos funcionan como si fuesen crímenes; El común olvido se lee con el morbo y la atención que se atribuye a las novelas policiacas, aunque su materia no sea otra que lo inasible, el paso del tiempo.
     Novela a su manera majestuosa, El común olvido acaso sea uno de los últimos libros del gran cosmopolitismo argentino, nutrido en esa poderosa (y espeluznante) tradición europea que acabó por encontrar una excentricidad irrepetible en el sur de América. Aunque Sylvia Molloy se cuida de hablar de obviedades políticas o históricas, es probable que El común olvido sea una novela representiva del asumido ocaso de una inteligencia argentina que todavía creyó encontrar, en Buenos Aires, una de las capitales de la modernidad.
     Es imposible no leer a Sylvia Molloy en contraste con la larga y devastadora decadencia argentina, que vista desde fuera, parece un castigo inmerecido a un proyecto metaeuropeo que jamás superó su estatuto de ilusión decimonónica. En ese sentido, El común olvido apela con todo derecho a Lugones, a Borges y a Bioy —con ese descalabro del protagonista en el Tigre; pero Sylvia Molloy no se entretiene en la nostalgia, comprometida como está en la novela como crítica de la vida. Al tiempo que va conociendo a los protagonistas del periplo materno, cada vez que se involucra con un atado de papeles íntimos o con un secreto a voces, el protagonista se va involucrando con la Argentina histórica, reconociendo arquetipos, y convirtiéndose, él mismo, en uno de ellos, el eterno inmigrante.
     La mirada de Sylvia Molloy puede interpretarse a través de un antiguo torturador, con el que se topa el protagonista, que “había torturado y matado a varias mujeres y era un hombre común y corriente, no era un demente continuo, tenía entreactos, momentos en que se olvidaba de su destino”. Y tal pareciese que El común olvido, una de las grandes novelas latinoamericanas de los últimos años, es una bien hilada sucesión de entreactos que ilustra a una cultura que sigue buscando la clave de su continua demencia. El nudo anecdótico no puede ser así más inquietante (por rutinario) pues el cofre que contiene las cenizas maternas desaparece de una bóveda de la Recoleta, encaminando al héroe hacia una certidumbre cuyo signo fatal sería la desaparición de los cuerpos, como si su supresión política, su rapto idolátrico o su mera anulación administrativa, fuese una metáfora probable del destino argentino. –

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es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile


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