La doble mentira

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El gran fraude versa sobre dos temas. El primero y más inmediato es la vinculación objetiva entre el proyecto soberanista del nacionalismo vasco —concretado por el momento en el llamado “plan Ibarretxe”— y la persistencia de la intimidación terrorista contra la sociedad vasca. A este efecto se analiza la trama de complicidades y apoyos al entorno social ETArra con que el PNV, EA e IU han procurado rentabilizar políticamente durante los dos últimos años el clima de coacción que la banda supo imponer durante tantos años, presentándose como lógicos herederos ante su probable próximo finiquito.
     El segundo tema tiene mayor calado y más alcance. Es la denuncia de la inestimable colaboración que cierto “progresismo” ha prestado al desastre vasco (birlo la fórmula al título de una charla de mi amigo Aurelio Arteta), a veces con su cautelosa inhibición ante los crímenes terroristas y en muchos otros casos mostrando una simpatía comprensiva por el ejecutivo nacionalista que regatea en cambio al gobierno estatal. Pero el mal no se limita a Euskalherria, porque también en otras regiones —a 25 años de proclamada la Constitución— cualquier invocación al “pluralismo” —aunque sea por motivos caciquiles— es considerada progresista, mientras que recordar la unidad de España resulta fascismo de mal gusto. Este es el gran fraude ideológico, educativo y político de nuestra democracia: y el origen de la principal amenaza que pesa actualmente sobre ella.
     Espero no resultar demasiado pretencioso reclamando la atención del benévolo lector sobre dos aspectos fundamentales de mis escritos sobre este asunto, que desde luego no aspiran a la olímpica objetividad de la cátedra pero tampoco se conforman con la exaltación de la trinchera: ofrecen argumentos y aportan datos. Dado el género periodístico al que pertenecen y la idiosincrasia algo golfa de quien los firma, abundan en la retórica del énfasis y a veces del exabrupto, sin renunciar nunca a la tentación aniquiladora del chiste (lo siento, pero mi maestro fue Voltaire y no Hegel). Sin embargo y ante todo, pretenden argumentar. Nunca se refugian meramente en lo caprichoso y jamás renuncian a la razón, que no es de nadie y todos compartimos… mal que nos pese. Debo decir que por lo común no han obtenido respuestas en el mismo registro, sólo descripciones del bajo perfil moral del autor o de su afiliación partidista. Una de las que más me irritan se resuelve así: “¿No le da vergüenza o al menos reparo coincidir con lo que sostienen ministros y otros representantes de la derecha gobernante?” Miren ustedes: coincido con el papa en pedir la abolición de la pena de muerte, con Milton Friedman en abogar por la despenalización de las drogas y, ay, con Gaspar Llamazares en criticar la participación entusiasta de España en la guerra de Irak (en este último aspecto supongo que coincido también con el mismísimo Sadam Hussein). Para cada una de esas opciones tengo y expongo razones que me parecen válidas, salvo mejor argumentación en contra: no las abandonaré porque las compartan sujetos con los que tengo pocas cosas en común ni porque causen incomodidad a algunos a quienes considero en muchos aspectos mis amigos. Soy ciudadano de un Estado de derecho democrático y por tanto no me quejo jamás de coincidir en lo razonable con las autoridades o con la mayor parte de mis compatriotas: ¡ojalá ocurriera lo mismo en muchos otros criterios que también me parecen sustentados por buenos argumentos! En cualquier caso, prefiero compartir la razón con Aznar que perderla a sabiendas para que no me confundan con él.
     También se aportan en mis escritos bastantes datos. No es que provengan de pacientes investigaciones propias, pues en la mayoría de los casos las debo a los estudios de otros (como el profesor Francisco Llera, por ejemplo, en lo tocante a las doscientas mil personas que han dejado el País Vasco en los últimos doce años), a la simple lectura diaria de todos los periódicos editados en la CAV o a lo que enseña la experiencia cotidiana a quienes vivimos aquí. Pero son asombrosas las lagunas de información que sigue habiendo sobre este largo “conflicto” del que tanto y a tantos se oye opinar. Como muestra, el pasmo que sintieron muchos de quienes lamentaban el supuesto maltrato dado a Julio Medem por su documental La pelota vasca cuando se enteraron de que otro documentalista anterior pero menos complaciente con el nacionalismo, Iñaki Arteta, había perdido su trabajo en la diputación vizcaína tras hacer público su cortometraje Sin libertad. El comentario habitual, en ése y otros muchos casos semejantes, es siempre: “Eso no lo habíamos oído”. Vaya por Dios. Sin embargo, aún más chocante resulta lo poco que tales datos logran en cuanto a que modifiquen su criterio quienes deberían tenerlos en cuenta. Sin ir más lejos, no recuerdo que ninguno de quienes nos auguraban los peores males sociales por la aplicación a Batasuna y otros grupos afines de la Ley de Partidos hayan rectificado a la vista de que no han ocurrido los desastres augurados y en cambio la situación de ETA, al perder apoyos políticos y banderines de enganche, se ha vuelto más crítica que nunca. El supuesto “balón de oxígeno” para los radicales ha servido en realidad para ponerles contra las cuerdas, como era más lógico pero menos sectario esperar. El otro día escuché por radio a Iñaki Anasagasti congratularse de que “gracias a Dios, ETA está muy debilitada”. Sin pretender quitarle mérito a Dios, no me parece que las medidas legales y policiales contra el entorno de la banda recientemente promovidas sean ajenas a tal debilidad… Pero la verdad es que, aunque los hechos son muy tercos, quienes deben interpretarlos suelen serlo todavía más.
     Pese a este empeño en referirme a situaciones concretas que hoy vivimos en Euskadi (documentadas con mayor detalle en las obras imprescindibles que han venido publicando en estos años José María Calleja, Florencio Domínguez, Patxo Unzueta y José Luis Barbería, entre otros) y en argumentar políticamente a partir de ellas, estoy casi resignado ya a que se me despache como un “crispador” vocacional que “ahonda” el abismo entre las comunidades nacionalista y no nacionalista en el País Vasco, entorpeciendo el imprescindible “diálogo” y contribuyendo a que se satanice a los partidarios benevolentes de este último. Por supuesto no voy a convertirme en abogado defensor de mí mismo (tengo la convicción de que quien necesita defensa ante la tontería o la mala fe no la merece), pero pertenezco profesionalmente a un gremio incómodo que se niega a aceptar sin examen crítico los “ídolos” verbales de la tribu. De modo que me veo obligado a precisar que las supuestas dos comunidades enfrentadas hoy en Euskadi son el invento fatal de la violencia terrorista (secundada por la intransigencia de cierto nacionalismo fanático), no una realidad social preexistente. Tal es “la rentabilidad del terror”.
     En lo tocante al diálogo, sin duda es una fórmula magistral pero que exige ciertos requisitos para obrar sus potencialidades curativas. No vendría mal repasar al efecto lo que establece Habermas acerca de la acción comunicativa que pretende establecer la pauta de lo justo: incluso sin exigir a toda costa la paradigmática “situación ideal de habla”, es obvio que no se dan los mínimos requisitos para un coloquio decente cuando la mitad de los interlocutores se juega la vida en cuanto presenta objeciones a las tesis de la otra mitad. Fue precisamente Carl Schmitt (en Sobre el parlamentarismo) quien estableció claramente la distinción entre “diálogo” y “negociación”. El primero es un intercambio de opiniones igualitario, destinado a convencer al adversario con argumentos racionales de lo verdadero y lo correcto, o dejarse persuadir por los argumentos sobre lo verdadero y lo correcto expuestos por él. La negociación, en cambio, no aspira sino al cálculo de intereses y la oportunidad de obtener ganancias, aprovechándose de las circunstancias estratégicas. En este segundo modelo no se excluye la búsqueda de acuerdo entre los más fuertes a costa de terceros o el consenso obtenido por medio del chantaje. Pues bien, algunos no nos negamos al diálogo sino que exigimos antes de iniciarlo los presupuestos que lo hacen posible; y, sobre todo, nos negamos a llamar “diálogo” a la “negociación” en nombre de un malvenido irenismo. En lo que estoy de acuerdo, sin embargo, es en que no se debe satanizar a los obstinados en reclamar “diálogo” caiga quien caiga, porque Satanás —según quienes mejor le conocen— es un tipo muy malo pero sumamente inteligente, y nuestros dialogantes ni siquiera son demasiado malos.
     Es delicia idealista pretender salir de un embrollo criminal sin comprometerse en nada más antipático que las declaraciones reiteradas de buena voluntad. Los rentabilizadores de la violencia terrorista sólo renunciarán a ella cuando empiecen a sufrir políticamente por su opción, pero nunca mientras sólo se les afee en términos morales su conducta. En sus Cartas a un joven disidente escribe Christopher Hitchens: “Los conflictos pueden ser dolorosos, pero las soluciones indoloras no existen en ningún caso, y buscarlas conduce al doloroso resultado de la inutilidad y el absurdo: la apoteosis del avestruz”. (Por cierto, aunque ya difícilmente puedo considerarme un joven disidente —contrarian en el original—, porque tengo un par de años más que el propio Hitchens, he anotado algunas de sus observaciones en mi cuaderno de bitácora. Por ejemplo, ésta: “Dante era un sectario y un místico, pero tenía razón al reservar uno de los rincones más atroces de su infierno a quienes, en tiempo de crisis moral, procuran mantenerse neutrales”. O esta otra: “No te preocupes demasiado por quiénes son tus amigos o por qué compañía tienes. Cualquier causa digna de batirse por ella atraerá a cantidad de gente diversa”. También cita con aprobación este apotegma de F. M. Cornford, que yo propondría como lema a mis compañeros activistas de Basta Ya: “Sólo hay un argumento para hacer algo; los demás son argumentos para no hacer nada”).
     ¡La apoteosis del avestruz! ¡Qué hermoso título podría haber sido para este libro, si no hubiera el peligro de que algunos lo hubieran tomado como promoción de una reciente moda gastronómica! Porque ciertamente esa notable ave corredora ha sido durante años el emblema de quienes han fomentado el fraude ideológico y educativo tras el que se han emboscado los nacionalismos insolidarios y disgregadores, empezando por el vasco. De hacer caso a muchos bienpensantes, el nacionalismo vasco no sólo no tiene nada que ver con ETA ni su ideario etnicista colisiona con la sociedad de ciudadanos moderna, sino que hasta es más “progresista” que la visión de una España constitucionalmente unida e indivisible. Que los caciques de la derecha local y los “aprovechateguis” de turno se hayan pasado con armas y bagajes de hacer negocios con el franquismo a hacerlos con el nacionalismo es cosa normal, previsible; que algunos intelectuales a lo Álvarez Solís hayan viajado del falangismo al estalinismo y de ahí a escribir libros prologados por el lehendakari Ibarretxe es lógica deriva de ciertos amigos de la libertad. Pero que personas ilustradas, de mentalidad genéricamente amiga de los avances sociales, hayan permanecido obstinadamente ciegas a lo que suponía el embellecimiento del nacionalismo con un toque suavemente “izquierdista” es cosa que le deja a uno —por lo menos al uno que esto firma— realmente estupefacto.
     Todo empezó con el encomio, al principio sanamente antidictatorial pero después cada vez más hiperbólico, de la noción de “pluralismo”. Que la sociedad sea plural es excelente en numerosos aspectos, pero claramente nefasto en otros. Una sociedad donde hay esclavos y amos es más plural que otra donde todo el mundo sea igualmente libre; y las castas de la India son plurales, frente a la ciudadanía unitaria que no hace discriminaciones. Los regímenes que tratan de manera distinta en el terreno laboral o legal a las mujeres y a los varones, aquellos en los que unos son educados y otros no, o los que reservan privilegios para unos grupos étnicos frente a otros, son más plurales que los basados en el principio “todos los seres humanos nacen libres e iguales, cualquiera que sea su raza, etnia, sexo o condición”. Más plurales pero no precisamente preferibles ni más progresistas. Por supuesto que la pluralidad de opciones, creencias y expresiones es el deseable resultado de la libertad… siempre que la institucionalización de tal libertad sea igual para todos. Digámoslo una vez más: no es lo mismo el derecho a la diversidad que la diversidad de derechos… En cuanto a la descentralización y el federalismo (que algunos en España vitorean como la solución de todos los males y la entrada en el reino del progreso), lo realista es comprobar que son disposiciones administrativas que “pluralizan” los países de un modo deseable siempre que no vayan más allá de cierto límite, traspasado el cual dejan de ser algo positivo y se convierten en una amenaza social. Hace unos días, en su balance político de fin de año, el presidente alemán Johannes Rau ha señalado que el federalismo germano —cuya reforma propone sin rodeos— falla al menos en tres aspectos: las excesivas competencias que los länder han ido acumulando, la creciente confusión entre las tareas, ingresos y gastos de la federación y de los estados federales, así como la maraña financiera entre las catorce administraciones. “Catorce campañas electorales y catorce elecciones son demasiadas”, ha clamado el presidente Rau. Supongo que, a partir de su experiencia y no de la ideología, difícilmente recomendaría a ningún país que tuviese 17 Agencias Tributarias… Da la impresión de que algunos políticos españoles padecen la misma obnubilación entusiasta que me aquejó a mí cuando hace años me compré orgullosamente un vídeo Betamax un mes antes de que todo el mundo se pasara al sistema VHS.
     Tampoco es desde luego lo mismo que se reconozca la existencia dentro de un Estado de diferentes “pueblos” en el sentido cultural y tradicional del término, cuya lengua y costumbres democráticamente aceptables pueden y deben verse reconocidas constitucionalmente, a que se convierta cada uno de los tales en un sujeto político homogéneo y originario con pleno derecho a la autodeterminación disgregadora frente al resto del país. La existencia del “pueblo vasco” en este segundo sentido es el núcleo central del plan Ibarretxe, tal como lo ha argumentado en diversas ocasiones uno de los más destacados ideólogos del proyecto, el sociólogo Luis Sanzo (véase, por ejemplo, su libro El pueblo vasco y la autodeterminación o, más recientemente, su artículo “Fin de una ilusión”, publicado en el Diario Vasco el pasado 26 de diciembre). En apoyo a sus tesis aporta las decisiones tomadas por organismos internacionales para resolver conflictos como los de Bosnia y Kosovo, ejemplos más bien espeluznantes y que se refieren a situaciones en que precisamente lo que falta es un Estado de derecho auténticamente democrático… dejando a un lado las profundas diferencias entre las identidades históricas de esos pueblos en litigio y la historia de las comunidades integradas en nuestra CAV.
     Pero por lo visto no hay nada que hacer: seguimos escuchando un día sí y otro también el lloriqueo sobre la “incomprensión” gubernamental de la “pluralidad” de España. A estas alturas, habría que haber estado 25 años dormido, como la bella del cuento, para no darse aún cuenta de que España es plural, tanto en el sentido deseable como en el indeseable e insolidario del término. Pero hagamos un sencillo ejercicio: pidamos que se nos diga qué político de este país ha negado públicamente esa pluralidad o ha vetado las pautas políticas que la reconocen. Yo no conozco NINGUNO, mientras que en cambio puedo dar varios nombres de líderes de partidos, algunos actualmente con mando constitucional en sus respectivas autonomías, que han rechazado el presupuesto de la unidad de España o lo han considerado una atroz imposición semifascista. Dado que la pluralidad es una forma abierta de vivir la unidad y no su negación o su sabotaje, lo que parece que no acaba de comprenderse es precisamente dicha unidad. Que no tiene por qué responder a ningún afán esencialista de la España eterna, sino a la prudencia de quien desea conservar operativo un Estado de derecho en el que las identidades étnicas (o los intereses económicos de ciertas regiones) no impidan la solidaridad y la libertad ciudadana de cada cual. Porque los “pluralistas” reivindicadores de diferencias irreductibles entre los pueblos originarios niegan en cambio la pluralidad dentro de cada una de esas entidades y determinan dogmáticamente el “ser” auténtico de quienes vayan a formar parte de ellas. Los más educados, como el antes citado Luis Sanzo, admiten que ese pueblo homogéneo es distinto a la sociedad real, mestiza y revuelta, sobre la que cae su sombra. Pero su proyecto, a través de la emancipación política, es precisamente conseguir que a medio o largo plazo pueblo y sociedad coincidan plenamente en lo que alguien otrora llamó “una unidad de destino en lo universal”. ¿No es ésta una forma pulida pero inequívoca de presentar un horizonte totalitario?
     Otra argumentación “progresista” a favor de nacionalismos separatistas, exaltación idiosincrásica de indigenismos varios, apoyo a la lucha de los “pueblos sin Estado” por romper aquel al que pertenecen y conseguir uno propio, etc., es la mentalidad antiglobalizadora que viene movilizando en los últimos años a tantos colectivos sociales de la más diversa —y frecuentemente opuesta— índole. En Génova, Porto Alegre y otras concentraciones reivindicativas similares siempre han encontrado un foro propicio los representantes del nacionalismo vasco radical, junto a kurdos y chechenos (los cuales no están precisamente en su mismo caso). Una amiga vasca, representante en Europa de una importante ong internacional de protección de los derechos civiles, me contó su esperpéntico calvario en una mesa redonda en Génova que tuvo que compartir con un miembro de la ejecutiva nacional de Batasuna: cuando hablaba de las víctimas de ETA, la masa fervorosa (lo que Quevedo llamó “la juventud robusta y engañada”) la abucheaba y la tildaba de fascista… Sin abundar en estos dislates, respetables teóricos sostienen que en el mundo arrasado por lo global y homogeneizado a gusto de las multinacionales depredadoras, la rebelión de ciertas identidades colectivas frente al juego de los grandes Estados es una batalla por la emancipación humana. Si no me equivoco, tal es la posición que ha sostenido entre nosotros con elocuencia Manuel Castells. Lo curioso es que este punto de vista es diametralmente opuesto al defendido por otros distinguidos mentores del movimiento antiglobalización, como Susan George en su polémico y por ello mismo muy interesante Informe Lugano. En cuanto a Zygmunt Bauman, una de las voces más lúcidas del análisis social de la actualidad, resume así su punto de vista: “Las incontroladas y destructivas fuerzas globales prosperan sobre la fragmentación del escenario político y sobre el despedazamiento de una política potencialmente global en un conjunto de egoísmos locales en lucha perenne, empeñados en conseguir una parte mayor de las migajas que caen de la mesa de los barones depredadores globales. Cualquiera que proponga la ‘identidad local’ como antídoto a las fechorías de los globalizadores no hace sino favorecer su juego y llevar agua a su molino” (Intervista sull’identità). Amén.
     En España, la última moda entre lo que una vez llamé la “izquierda lerda” es proclamar la doble buena nueva de que a) la culpa de la exacerbación nacionalista de los últimos tiempos, representada por el “plan Ibarretxe” y el ascenso en las elecciones autonómicas catalanas de Esquerra Republicana, debe recaer en el “españolismo” exagerado del gobierno del PP, y b) que cualquier denuncia activa de los planteamientos nacionalistas o de su obstrucción, en el caso vasco, a la acción legal del Estado contra el entorno que ampara, legitima y financia la violencia terrorista debe ser aplazada porque “en estos momentos” hace el juego al gobierno del PP y a las expectativas electorales de dicho grupo. No deja de ser asombroso que los planteamientos nacionalistas hayan ganado adeptos por la cerrada y a veces torpemente antipática política constitucionalista de Aznar pero no los hayan perdido antes por la violencia terrorista que ampararon y en parte legitimaron (pacto de Lizarra) o por los abusos lingüísticos, la corrupción económica, la discriminación xenófoba, etc., tan frecuentes en las comunidades gobernadas por mayorías nacionalistas. Cabe lamentar una irritabilidad tan desvariantemente selectiva. En cuanto a lo de “hacer el juego” al PP, tampoco parece un daño colateral tan grave (si es que existe, lo cual queda por demostrar) comparado con favorecer directamente al PNV, EA o ERC. Ser poco amable defendiendo la Constitución no tendría por qué hacer simpáticos a quienes abiertamente se proponen a corto o largo plazo conculcarla…
     Claro, hay que contar con la marea de “aznarofobia” vigente en cierta izquierda, para la que se ha convertido en una especie de enfermedad senil que sustituye a la falta de mejores ideas y da cauce a todo tipo de frustraciones. No faltan desde luego buenas razones para criticar a Aznar, sobre todo en los últimos tiempos de su mandato: en lo educativo (la dichosa religión escolarizada por narices), en su manejo de los medios de comunicación, en el abuso de políticas persecutorias (el tema del cannabis, por ejemplo), y desde luego en su aberrante entusiasmo proBush en la guerra contra Irak, que nos ha colocado además en una incómoda situación frente a países europeos, cuya hostilidad puede resultarnos especialmente dañina (nada podría defender mejor la unidad de España que lograr de una vez articular esa dichosa constitución europea en la que tan escaso lugar se concede a los desvaríos separatistas). Pero ello no impide valorar muy positivamente, entre otros indudables aciertos, su firme disposición de acabar de una vez por todas con el entramado político que ha eternizado el terrorismo ETArra en nuestro país, al que sólo se le puede reprochar una falta a menudo deliberada de consenso con el actual liderazgo del Partido Socialista. Sin embargo, la aznarofobia no es un planteamiento de crítica racional, sino la permanente pataleta ante la mayoría de derechas a la que las urnas han dado en los últimos años el gobierno en nuestro país. Aznar se ha convertido para cierta izquierda en lo que Osama Bin Laden y Sadam Hussein representan para el poco matizado Bush. El ejemplo más doloroso de lo que ya constituye casi un nuevo género literario es La aznaridad de Vázquez Montalbán, un libro realmente indigno de la perspicacia y el humor (que es sólo malhumor en este caso) de su inteligente autor. En lo tocante a los nacionalismos, los comentarios que hace Vázquez Montalbán resultan por decirlo suavemente “distraídos”: hasta se declara pince-sans-rire opresor del pueblo catalán, aunque eso sí, sólo opresor “lingüístico”… ¿Acaso podía creerse en serio eso Manolo de sí mismo, uno de los escritores catalanes más celebrados en el mundo entero? Más bien parece un arrebato de frivolidad poco responsable aunque, eso sí, muy de izquierdas.
     Respecto al caso vasco, la actitud de numerosos intelectuales de izquierda siempre ha sido particularmente lamentable. Hay figuras celebradas por su “compromiso político y social” capaces de irse como escudos humanos a Bagdad pero a las que jamás hemos visto como escudos de ninguno de los concejales amenazados a pocos kilómetros de sus casas; capaces de asistir con todo entusiasmo y sin que nadie las convocase perentoriamente a las manifestaciones contra la guerra de Irak o contra la gestión gubernamental del caso “Prestige”, pero con las que todo ruego ha resultado inútil cuando se trataba de que viniesen a una manifestación en defensa del Estatuto y la Constitución en el País Vasco; que celebran que la juventud por fin se haya comprometido al movilizarse contra el gobierno, olvidando a los jóvenes del PP y del PSE que llevan años arriesgándose a ser concejales en el País Vasco con mucho mayor y más democrático compromiso que cualquiera de los demás jacarandosos manifestantes. Pues bien, por mi parte me niego a considerar “progresistas” en ningún sentido respetable del término a los que en 25 años de hostigamiento ETArra a la democracia y de mangoneo nacionalista desleal jamás han hecho nada mejor que condenar la violencia “venga de donde venga” o lamentarse de que “entre unos y otros…” A varios de ellos, al solicitarles yo personalmente su firma para el manifiesto que acompañó la última manifestación de Basta Ya, centrado en que con violencia el plan Ibarretxe o cualquier otro parecido es un chantaje inadmisible, se excusaron diciendo que consideraban el texto y la marcha como algo “favorable al PP”, añadiendo: “espero que respetes nuestra opinión como nosotros respetamos la tuya”. Pues no, no la respeto. Siento respeto por sus personas, y en ocasiones no sólo respeto sino también afecto. Pero esa “opinión” que me comunicaron no me parece ni mucho menos respetable, ni en lo político ni en lo moral. Incluso me hacen pensar que si algunos de ellos hubiesen vivido en los días iniciales de la ascensión del nazismo descritos por Sebastián Haffner, Victor Klemperer o Imre Kertesz, quizás habrían opinado que Hitler era un bruto grosero pero que se debía reconocer que los judíos controlaban la banca y la cultura, lo cual tampoco podía admitirse…
     La trayectoria activista de nuestra plataforma Basta Ya nos ha enseñado otras muchas cosas significativas sobre las dificultades de conseguir movilizaciones cívicas en el País Vasco. Siempre hemos intentado hacer política y no moral, porque creemos que la obligación de intervenir políticamente es la primera urgencia ética cuando las libertades democráticas se ven amenazadas. Pero hemos aspirado a una política de país y de Estado de derecho, no de partidos. Por eso asistimos a la manifestación convocada en diciembre del 2002 por el lehendakari Ibarretxe con el lema “ETA NO”, lo que nos valió por parte de algunos exaltados críticas de entreguismo y nos hizo recibir sobre el terreno agresiones físicas de quienes han sido educados por los nacionalistas para creer que el país es suyo… hasta en el repudio al terrorismo. También el lema de nuestra convocatoria del 13 de diciembre pasado —”Con violencia no es plan sino chantaje. Estatuto y Constitución”— nos valió diversas críticas. Desde las páginas del diario ABC al menos tres columnistas que yo sepa (Ignacio Sánchez Cámara, César Alonso de los Ríos y Juan Manuel de Prada) nos reprocharon ligar nuestro rechazo al plan Ibarretxe con la existencia de violencia, pues según ellos aunque ésta hubiera ya desaparecido el proyecto no sería menos inadmisible. Pero lo que Basta Ya quiso destacar es que sin la coacción terrorista todos los proyectos políticos pueden ser al menos debatidos… aunque efectivamente haya algunos que después resulten inadmisibles por su anticonstitucionalidad excluyente. Al insistir en la evidente injusticia de llamar “debate” a lo que habría de celebrarse entre quienes no padecen amenazas y quienes viven bajo ellas hacíamos también un llamamiento a los nacionalistas vascos de buena voluntad que aceptan el plan o parte de él pero se escandalizan —al menos en privado— de las condiciones en que hoy por hoy se presenta a la ciudadanía.
     Como contrapartida de la falta de olfato político de los maximalistas, tuvimos que padecer la mala fe y el oportunismo sectario de otros personajes. El alcalde socialista de San Sebastián Odón Elorza, que siempre se las ha arreglado para no estar o hacer como si no estaba en nuestras anteriores convocatorias, hizo público semanas antes de la manifestación que no pensaba asistir porque le parecía que ese tipo de actos en la calle aumentan la crispación: él prefiere las concentraciones con velitas en homenaje a las víctimas, lo cual no incomoda a casi nadie y puede resultarle con un poco de suerte igual de rentable electoralmente. El día antes de la manifa, apareció en El Diario Vasco un artículo titulado “Una reflexión desde la Universidad” y firmado por diversos profesores nacionalistas: José Manuel Castells, Ramón Zallo, D. Loperena, etc…, que por lo visto han constituido una “iniciativa universitaria por el diálogo”. ¡El diálogo, cómo no! En ese artículo se descalificaba nuestra marcha como “una movilización contra cualquier solución al conflicto vasco que se base en el diálogo y contra las propias instituciones representativas vascas”, lo cual supone “un ‘no’ total a la reflexión, a la tolerancia y al diálogo”. ¡Y dale con el diálogo! Pero Habermas nos valga: ¿se dan las condiciones para el diálogo en un espacio público dominado por la presencia de la violencia? Según estos profesores que no la padecen (aunque algunos de sus colegas deben ir escoltados por la policía al aula y otros ni siquiera pueden ir y les mandan el sueldo a casa mientras sus clases las da algún sustituto afecto al régimen), estamos en la situación óptima para el diálogo pues “en todo caso, la violencia no debe ser nunca una razón que impida el debate sino, por el contrario, una causa adicional para su realización y para articular soluciones a los conflictos”. Claro, cuantos más conflictos tiene uno con los violentos y más amenazado se está, más ganas entran de dialogar con los de la iniciativa, que nos indicarán dónde tenemos que firmar nuestra renuncia para que se nos deje en paz. Profesores dialogantes como éstos son los que pretende conseguir a toda costa la nueva Ley Vasca de Universidades promovida por el actual tripartito… ¿”Una reflexión desde la Universidad”? Digamos desde el cinismo y la desvergüenza. Y sigamos adelante.
     El líder del PSOE José Luis Rodríguez Zapatero fue el primer político de peso estatal en apoyar nuestra manifestación, a la que también después asistieron José Bono y los dirigentes del partido en el País Vasco. Pero las manifestaciones posteriores de algunos socialistas nos sumieron en un dolorido pasmo. Estamos acostumbrados a que tras cada una de nuestras marchas los nacionalistas proclamen su fracaso, hagan saber que no fue nadie, que los escasos concurrentes acudieron al reclamo de un bocadillo gratis y un paseo por la bella Donosti, etc… El lehendakari Ibarretxe, en una entrevista, deploró horrorizado que al final de la demostración y como resumen de la misma se hubiera dicho “que el plan Ibarretxe era un peligro mayor que ETA”. Por supuesto nadie dijo tal cosa y bien claro estaba lo que queríamos decir en nuestro manifiesto, aunque un bertsolari que intervino al final cantó que en ocasiones a él le producía mayor miedo el PNV que la propia ETA. No me extraña que Ibarretxe suela proclamar que “está harto de mentiras”: dedicarse a decir tantas agota a cualquiera…
     Sin embargo, ya es más inusual que sea precisamente Miguel Buen, vicesecretario del Partido Socialista en Guipúzcoa, quien confiese su arrepentimiento por haber asistido, al parecer molesto por la presencia de un pequeño grupo de falangistas y por haber oído voces que pedían la unidad de acción entre PSE y PP en defensa de la Constitución, lo que consideraba una manipulación “perfectamente orquestada”. Después, Jesús Egiguren y el secretario Patxi López abundaron en lo dicho por el compañero, resaltando las desagradables “muestras de afirmación españolista” que habían tenido que padecer durante el acto. Y para colmo un periódico atribuía a Pérez Rubalcaba haber comentado que la manifestación se veía deslucida por la presencia de autobuses llegados de otras partes de España, ya que —según su criterio— el vigente “conflicto” debe ser resuelto entre vascos y nada más. Esta última sandez es tan gorda que me niego a aceptar la autoría que se le atribuye: primero, porque esos autobuses trajeron vascos que viven (en muchas ocasiones a la fuerza) fuera de Euskadi y que quisieron estar con nosotros ese día; segundo, porque los demás españoles tienen no sólo el derecho sino el deber de apoyar a los vascos demócratas chantajeados y rechazar a su vez el chantaje separatista que se pretende imponer a todos los ciudadanos de nuestro Estado, vascos o no. Quien no entienda cosa tan obvia, ¿cómo va a pretender educar cívicamente a las nuevas generaciones de españoles cuando llegue al gobierno? En cuanto a lo demás… Odón Elorza y Miguel Buen dicen lo que dicen porque son lo que son: su peculiar forma de ser cumple probablemente alguna necesaria función en el orden misterioso del universo, aunque nosotros —simples mortales— no podamos adivinar cuál es. Pero que personas de mucho mayor alcance y peso político como Patxi López o Jesús Egiguren consideren intolerable afirmación españolista la exhibición de banderas españolas constitucionales junto a ikurriñas y enseñas de todas las demás comunidades del Estado, o la presencia de algunos falangistas o comunistas tras la pancarta de “Estatuto y Constitución” (¿qué hubiéramos debido hacer con ellos? ¿Exterminarlos para que no molestasen?), suscita inquietantes preguntas. Son cosas que deben aclarar prontito, antes de las próximas elecciones. Porque después de haber visto cuánto se sufre arrepintiéndose de estar donde no se quiere estar, los demás no queremos tener que arrepentirnos de votar a quienes no se debe votar. ~

San Sebastián, 29 de diciembre de 2003

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Filósofo y escritor español.


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