Centroeuropa como metáfora

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En uno de sus irónicos artículos (The Puzzle of Central Europe, 1999), el británico Timothy Garton Ash citaba el momento en que, recién caído el muro de contención que mantenía física y simbólicamente encerrados a millones de seres de una difusa área, vio claro que la palabra Centroeuropa había triunfado al fin. Fue en Varsovia, y en esos momentos estaba hablando Henry Kissinger: "Estoy encantado de estar en el Este… quiero decir, en Centroeuropa". El resto del discurso siguió repitiendo sin cesar esa coletilla. Había triunfado, decía Garton Ash, la denominación que en los años 80 intelectuales como el checo Milan Kundera, el húngaro Giörgy Konrád o el polaco Czeslaw Milosz habían escogido como alternativa a la denominación soviética, "Europa del Este".
     ¿Cómo situar ese amplio, oscuro y, hasta no hace tanto, remoto espacio cerrado y prácticamente indistinguible para la mayoría de los que no pertenecían a él? Hay que tener en cuenta que en 1954, un geógrafo, Karl Sinnhuber, llegó a enumerar hasta 16 definiciones de Centroeuropa, en las que, por cierto, la única parte que nunca se incluía era la Península Ibérica. Por el contrario, Austria, Bohemia y Moravia eran las que aparecían invariablemente en ese vasto espacio que pretendía en muchos casos, nada más ni nada menos, trazar las líneas de demarcación entre Oriente y Occidente. Joseph Roth, el último y genial embalsamador austrohúngaro, lo expresó con una buena dosis de humor en uno de sus libros: "Como muchos europeos que poseen un sentido literario de la geografía, pensaba que el Este era misterioso y el Oeste normal. El Este comenzaba en Katowice y se extendía hasta Rabindranath Tagore".
     Hasta hace poco, en países como España, en los confines del Oeste europeo, la forma de situar mentalmente ese vago espacio no eran desde luego las obras literarias, de las que se carecía de una puesta a punto de medio siglo como mínimo. Las tímidas aproximaciones normalmente llegaban a través de guías en la oscuridad o descodificadores cualificados como el citado Garton Ash (Historia del presente, Tusquets), ensayistas y viajeros de variado espíritu, desde clásicos como el de Rebecca West (Cordero negro, halcón gris, Ediciones B) hasta otros más modernos como Robert D. Kaplan (Fantasmas balcánicos, Rumbo a Tartaria, Ediciones B), Claudio Magris (El Danubio, Microcosmos, Anagrama), Pedrag Matvejevic (Breviario Mediterráneo, Anagrama; Le monde "ex", Fayard) o Patrick Leigh Fermor (El tiempo de los regalos, Península). Bibliografía semiorientalizante que también se podía completar con su reverso, es decir, con versiones satíricas (Inventing Ruritania. The Imperialism of Imagination, Vesna Goldsworthy, Yale University Press, 1998) de esa fabulación mítica, pintoresca y a veces incluso kitsch que el lector y espectador occidental había ido almacenando en su inconsciente, en un fantástico margen de operaciones que iba desde El prisionero de Zenda y La máscara de Dimitros, de Eric Ambler, hasta Un, dos, tres de Billy Wilder y El cetro de Otokar, de la serie de Tintín.
     Dentro de ese panorama de fragmentarios y más que escasos acercamientos, en el año 2000 surgió un insólito proyecto dentro del mercado editorial español. Nace en Madrid Metáfora, quijotesca y valientemente dirigida a responder y ofrecer esa puesta al día siempre pendiente de "muchos autores de ficción procedentes de países de la Europa oriental y central, cuya obra no tenía todavía en España, ni en países de habla hispana, la difusión y la atención que merecen". Obras herederas y pertenecientes a su vez a una gran tradición literaria un día interrumpida y que por causa de la histórica y desgraciada etapa de bloqueo en aquellos países de la Europa ex comunista impidió que pudieran acceder al desarrollo, intercambio común y difusión normalizada de otros países de su entorno. Junto a nombres clave y de larga reputación en sus países originarios, como es el caso del escritor rumano Norman Manea (El sobre negro), sobreviviente de los campos de concentración, el albanés Ismail Kadaré (Noviembre de una capital), el aflorado y cada vez más invocado escritor de la ex Yugoslavia Danilo Kis (Laúd o cicatrices) o el más importante novelista turco de la actualidad, Orhan Pamuk (La casa del silencio), la editorial Metáfora apostaba también por introducir poco a poco a autores menos conocidos de las últimas generaciones que ya se habían consolidado en sus países respectivos. Nombres imprescindibles para cualquier lector interesado en cubrir ese vasto espacio antes aparentemente desierto. Ese es el caso de libros excelentes, muchas veces con una notable presencia del sentido del humor y de la sátira, como La sombra del retrato, de la rusa Irina Ratushínskaya (Odessa, 1954); de Los Karivan, del escritor croata Miljenko Jergovic (Sarajevo, 1966); de La educación de las chicas de Bohemia, del checo Michal Viewegh (Praga, 1962); de El mundo es redondo, de la igualmente checa y antigua taxista en Nueva York Iva Pekárkova (Praga, 1963); de Helena o nadie, de la cretense Rhea Galanaki (Iraklion, 1947), o de, recientemente, El deseo burlón, de uno de los grandes autores de la literatura eslovena, Drago Jancar (Maribor, 1948). Un importante y necesario empeño editorial que se une a la estimable labor de exigencia y calidad que venían también realizando solitariamente otras editoriales como El Acantilado, de Barcelona, a la que le tenemos que agradecer en estos últimos años la publicación de bibliotecas de autores centroeuropeos tan fundamentales y espléndidos como el polaco Slawomir Mrozek o el ensayista húngaro Imre Kértesz, autor de Sin destino. –

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