Animalismo, ecologismo, preocupación creciente por la pedofilia: las luchas que movilizan a los activistas de hoy tienen generalmente que ver con mirar y proteger a los más indefensos, esos que no tienen como pedir por sus derechos, esos por los que tenemos que hablar nosotros, quienes sí podemos defendernos. En muchos sentidos esta nueva lucha es consecuencia de las anteriores: la lucha por la igualdad y la dignidad de todos. Una lucha contra la crueldad en todas sus formas, un intento de extirparla de raíz, más allá de cualquier atenuante, explicación o paréntesis histórico.
Es difícil no ver en estos movimientos de conservación, de defensa, de cuidado y autocuidado (todas palabras reactivas, defensivas, reaccionarias porque reaccionan ante un horror anterior), una saludable ampliación de la piedad y la conciencia por los otros seres unidos todos en un mismo planeta que nos cansamos de dividir y subdividir para reinar. Justamente el discurso habitual entre los conservacionistas de todo especie es el de dejar de reinar y aceptar tu lugar entre los demás seres. Somos mejores porque somos capaces de ser buenos con quienes no pueden agradecérnoslo. Sentimos más porque somos capaces de interpretar, de defender, de traducir los sentimientos de gatos, perros y canarios a nuestro cuidado.
¿Pero esa nueva conciencia es tan amplia, tan universal, tan caritativa como parece? La realidad no es tan auspiciosa. No es extraño ver en las puertas de los tribunales a padres y activistas golpear y escupir a presuntos violadores de niños. A estos no les espanta y hasta les alegra que los criminales sean violados en cárceles indignas. Entre los animalistas es de buen gusto desearle al torero ser torreado, enbanderillado y estocado. Un fanático antiabortista mató sin el menor remordimiento al doctor George Tiller, dueño de una clínica de aborto. Este fue el crimen más ruidoso de una cadena de eliminación de enemigos de la vida.
Nada se gana con señarles a estos militantes que hay cierta contradicción entre su amor por algunas vidas y su odio por otras; entre su rechazo de la crueldad ajena y los métodos crueles con que hacen patente ese rechazo. El perro, el niño, el feto, el árbol, el paisaje no le hicieron mal a nadie, es injusto que reciban castigo alguno. El delincuente, el pedófilo, el cazador, el empresario, el abortista, son culpables por lo que uno puede alegrar o pedir que sufran lo que tienen que sufrir. Lo que une justamente a las nuevas reivindicaciones, lo que las separa de las antiguas (el esclavo, el proletario, la mujer, el homosexual), es su obsesión por la inocencia de las víctimas. Es justamente en torno a esta idea –la de conservar la inocencia, resguardarla del mundo, volver a ella, oponerse a cualquiera de sus enemigos– que giran todos sus desvelos. Es la razón misma por la que un cachorro le parecerá a usted más defendible que un cocodrilo, un feto más que su madre, un paisaje aislado y lejano más que la ciudad en la que vive, una tribu perdida más que su propia familia.
Los niños no tienen la culpa de ser abusados por adultos inescrupulosos que, pillados en pleno delito, lloran y nos cuentan cómo ellos también fueron violados cuando niños, en un círculo infinito de inocencia sin fin en el que nadie ya es ni culpable, ni responsable de nada. Resulta después de todo ese giro de carrusel que sólo son culpables los que no pueden encontrar un padre que no los quiso, un trauma que los hizo morir de frío; los que no saben, o no pueden emplear el vocabulario de la terapia y los talkshows que nos permite a todos ser perdonados porque no sabíamos, porque nunca sabemos, lo que estamos haciendo.
Es así la inconciencia, la imposibilidad de saber las consecuencias de nuestros actos, el bien más perseguido de nuestro mundo moral. Hemos convertido el crimen en una enfermedad y la enfermedad –para el que no esgrime un justificante– en un crimen. Hemos desechado la idea de derrotar al mal en su terreno, el de la conciencia; ahora queremos extirparlo como a un tumor del más incierto territorio de nuestro inconciente.
Salvar al inocente, ayudar a las victimas, ¿Puede haber algo más lógico, pero también más fácil, más cómodo, más engañoso? Porque ¿quién no es víctima, quién no se siente profundamente inocente? Amar el que no te hizo nada malo, amar el que no sabe ni puede hacer el mal es el más simple, el más banal de los movimientos morales. El cristianismo al plantear la idea de amar al enemigo intentó una revolución que ha vuelto a ser, hoy por hoy, altamente polémica. ¿Quién se preocupa hoy por los culpables, los que te asustan, los que no te gustan, los que piensa o actúan distinto a ti?
El grado de civilización de una cultura, de justicia de una sociedad, no se mide en el estado de sus hospitales o sus escuelas, sino el de sus cárceles. Porque, atados en redes infinitas, la manera en que tratamos a los culpables, la forma en que perdonamos hasta lo imperdonable, determina la forma en que podemos salvar o aliviar a los inocentes del sufrimiento. Porque no hay manera más certera de defender a los animales que salvar al hombre, ni manera más definitiva de preocuparnos de los niños que preocuparnos de sus abusadores, y manera más concreta de salvar el campo que preocuparnos de la ciudad.
(Santiago, 1970) es un escritor y periodista chileno. Locutor de radio y director del "Instituto de estudios humoristico" de la Universidad Diego Portales.