La edad lírica

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Querida hermana: nunca dejarás de sorprenderme. De lo poco que no podía suponer que me pedirías a cambio del pequeño favor era que revelara de una vez los pormenores de lo que en casa siempre hemos conocido como el exorcismo de Ampuria Brava. Tan arbitraria es tu decisión que he estado a un tris de desdecirme de mi palabra. Pero el Lower East es tan divertido cuando lleva una semana lloviendo y me conozco tanto el panorama de basura húmeda, escaleras de hierro y manadas de chinos inequívocos que aquí me tienes sentado en el escritorio tratando de satisfacer tu demanda turulata.

Si no recuerdo mal aquel verano vosotras dos solo queríais estar juntas, y como la relación entre las dos ramas de nuestra familia pasaba por una etapa cortante, asumí mi papel de resto en la aritmética familiar y por segundo agosto consecutivo acepté la oferta de Karl para pasar un par de semanas en Ampuria Brava.

Los canales, la espaciosa avenida que descendía hacia el arenal y la atrotinada fueraborda de los tíos de Karl (por no hablar de las dos iglesias, el camino de los ingleses y unas ruinas insulsas) eran la clase de reclamos locales que soportan mal una segunda visita, y como Karl había cedido a los ruegos de Arnau para ir a verle por primera vez, el caso es que pasaba bastante tiempo solo entre la arena y las cálidas láminas de Mediterráneo.

Entretenía las horas nadando, explorando con las gafas de buceo los pececitos que se movían entre el polvo que al pisar se levantaba para formar leves hongos nucleares. Flotaba como un peso muerto mientras el sol me secaba la piel, y solo cuando las yemas de los dedos estaban completamente arrugadas salía corriendo con el cuerpo viscoso y oliendo a sal en dirección a las rocas, donde dejaba que el sol tostase la clorofila oscura de mi organismo.

Supongo que andaba medio aburrido, y que no sabía qué hacer con los nuevos pensamientos que se iban formando en una mente que apenas había abandonado la infancia para adentrarse en un paisaje dominado por las alteraciones físicas; así que me acogía a mis sensaciones favoritas: una conciencia viva y propia, cálida, protegida por un cuerpo entreverado en la palpitante realidad que se extendía en todas direcciones.

Pasé aquellas dos semanas de espalda a la red de intrigas que se tejía en el pueblo, así que me cogió por sorpresa cuando una de las chicas me convocó a la casa de los aduaneros donde Arnau había prometido suicidarse en público.

Me cubrí con una camisa blanca y me dejé acompañar entre los castigados pinos, casi resecos, sin perder de vista la masa de agua bajo cuya mansedumbre se agitaba un laberinto de algas. Después giramos y vi la veleta torcida de la que supuraban grumos de óxido anaranjado. La casa estaba abarrotada de veraneantes y adolescentes locales. Encaramado sobre un par de cajas de cervezas, con Karl guardándole las espaldas, Arnau dominaba la sesión con un bote de amoníaco en la mano que agitaba como un puñal ávido de garganta.

–Madurar. Ese es el objetivo de algunos, y de algunas de las personas que estáis aquí y que he conocido en este pueblo. Y yo me pregunto ¿madurar para qué? Para ser cada vez más falso y calculador, para perder la espontaneidad, para qué, para volverse un hipócrita. Todas esas cosas que tienen que gustarnos por decreto me repugnan tanto como a vosotros, no quiero tener que estudiar una carrera que no me gusta, ni trabajar, ni encerrarme en una caja con una familia nueva. Es un trampa, y aunque muchas de vosotras me lo habéis reconocido, os arrugáis en público por pudor, porque os han enseñado a tener vergüenza de las ideas propias, solo os sentís seguros y seguras cuando masticáis los pensamientos que os han dado para entretenernos, aunque estén pringados. ¿Qué esperabais? Si la propia vida es una trampa. Si nos traen aquí sin aviso y luego nos matan después de explotarnos. Yo me rebelo contra este futuro. Pero no me rebelo de boquilla, no quiero limitarme como vosotras a estar asustado, no quiero resignarme a entrar en la universidad y en la vida adulta con miedo en el cuerpo. Eso no va conmigo. Si no puedo hacer de la existencia una fiesta… porque mañana será demasiado tarde, y no recordaremos qué se sentía al ser tan joven… Ya os veo, sé lo que pensáis como si pudiera leeros la mente. ¿Qué vas a conseguir tú, qué vas a cambiar, si no eres ni mayor de edad, si a nosotros no nos escucha nadie a nuestra edad y en este rincón? Escucho el argumento con la voz de Karl, de tantas veces como me lo ha repetido. Pero Karl está momificado por la mediocridad, es un joven viejo. Le digo y os digo: ¿cómo iban a pensar los esclavos egipcios que agonizaban arrastrando piedras que un día los hijos de los hijos de sus hijos serían libres? ¿Y los negros que se morían entre los campos de algodón? No nos toman en serio, claro que no nos toman en serio, porque nuestras protestas son débiles, son frágiles. Creemos que somos libres, que no vemos el final, que somos fantásticos, tres o cuatro años y ya no recordaremos cómo era ser así. Nos habremos muerto y agotado en vida como nuestros padres. Yo solo no puedo hacer nada decisivo ni definitivo, pero en lugar de dejarme vencer por el miedo de envejecer y por el miedo de no envejecer, puedo protestar de verdad, protestar en serio, protestar de manera que no se les saque de la cabeza.

Supongo que conocía a la docena de chicas que habían acudido a la casa de los aduaneros, casi todas eran autóctonas: en verano se desentendían de sus compañeros habituales, y se desvivían por los veraneantes que les restallaban en la imaginación como proyectos de fuga. El agosto pasado me había dejado agasajar por Aledis (que escuchaba a mi amigo con sus ojos verdosos y atónitos) y por Mercè (que mascaba chicle), arrastrado por unas sensaciones placenteras de cuya profundidad no sabía nada. El beso de Merçé me pareció rasposo y acre, una humedad viscosa y tibia de organismo vivo, no valoré la entrega de mi compañerita y lo dejé pasar.

Te reirás, pero, al menos sobre lo que pasó con Mercè, había escuchado historias de cómo continuar, pero las conversaciones entrecortadas en la arena con Aledis eran completamente nuevas. No sentía vergüenza, ni dudas, la belleza convence, era solo que estaba algo cohibido al verla pegada por primera vez a un juego de expresiones concreto, que se dirigía a mí. ¿Qué continuidad podía darle a esa dulzura entusiasta que casi dolía al pasar? ¿Conversaciones telefónicas? ¿Cartas? Venga ya, no me lo creía ni yo. Así que una tarde mientras jugábamos a que la desplazase agarrada de los tobillos por el mar sin profundidad de la orilla, mientras sus facciones se asomaban y se escondían en la película de agua que recordaba a una sombra húmeda y transparente, me sorprendí pensando que Aledis se debatía entre lo animado y lo inerte; y después me dije que ya hasta aquí, que ya estaba bien de emociones morbosas y estados alterados. Y un año después, aunque mi experiencia en esta clase de asuntos se había incrementado, me mantuve firme, y dejé que aquella decisión dominase también el signo del nuevo verano.

–Un profesor nos dijo este curso, y Karl es testigo, y también el señorito Montsalvatges que se ha dignado a subir o bajar, cualquiera sabe con tanta vuelta como da este pueblo, a esta casa… nos dijo que un libro podía cambiarte la vida. Pero yo digo que un libro es solo un escondite, como quien se envuelve la cabeza con una toalla para no sentir los golpes. Nadie se entera si abres un libro, nadie mueve un pelo si lees un capítulo, una novela o mil. Se necesita dar un golpe sobre la mesa y que vengan hasta este pueblo los adultos con sus cámaras y pregunten. Que les entre miedo. Pasarles el miedo a ellos, de nuestros cuerpos vivos a los suyos. Si somos lo bastante exigentes con nosotros mismos, si entregamos nuestra existencia completa, si protestamos con todo lo que tenemos, tendrán que escucharnos. Una oleada de adolescentes como nosotros abandonando la tierra antes de entrar en su mundo de mentiras: eso sí no podrían soportarlo, ni el más cínico de los adultos puede resistir la idea cómo sería un mundo sin jóvenes, vacíos de humanos. Así que empieza aquí. Empieza ahora. Y si alguna de vosotras piensa que hago todo esto por afán de protagonismo, lo que tiene que hacer, ella sí, es madurar, porque está situando los motivos egoístas, los únicos que puede imaginar, en lugar de los generosos, que son los únicos que me mueven. Karl tiene mi carta de despedida, es un escrito breve en el cual rechazo cualquier protagonismo, esta es una empresa colectiva, y es fortuito que la idea se me haya ocurrido a mí, y en este pueblo. Y si os he convocado aquí, no ha sido para presumir, solo quería que estuvierais preparados cuando vengan con sus cámaras y sus micrófonos.

Cerré los ojos e imaginé un mar más frío, de aguas verdosas, vegetales. El mar emitía destellos débiles envuelto de polución. Dos pájaros azules picoteaban la carne de un pez desventrado en la orilla, otras aves de cuerpo longilíneo volaban en círculos dentro de mi fantasía.

–Buuuuuuuuuuuu.

–Anda, dale un buen trago, mátate de una vez.

–Este lleva los collons plens d’amor.

–¡Que se mate, que se mate!

–¡Se va a morir de pelma!

–Dale un buen trago, Amadeu, que hemos venido a ver cómo te escañas.

–¡Que se mate, que se mate!

Me excitó y me repugnó ver a Aledis entre las que gritaban con más furia; la ferocidad con la que aquel sofoco alteraba sus rasgos habitualmente comedidos en los de una hiena. Pensé que sería divertido explorarla en aquella dirección y me corté con la idea. Salí de la casa de los aduaneros justo cuando Arnau le daba el primer trago a la botella de amoníaco. Decidí regresar por el camino de los ingleses que tenía la ventaja de disimular la monótona crudeza del mar interponiendo una cortina de abetos azules, perfumados por una planta silvestre de la que he olvidado el nombre.

Antes de llegar sentí cómo Mercè me tiraba de la manga. Venía sin resuello. Me había seguido por la cuesta con sus patitas cortas, todavía en bañador. Comprendí sin ayuda de ninguna experiencia previa (una confidencia de esa sangre que llevaba tantos milenios girando en las venas de los varones) que aquel cuerpo desarrollado y compacto, y la involuntaria voluptuosidad de sus facciones groseras, iban a mantener alejados de su cabecita romántica a la clase de chicos (altos, tímidos, con los ojos claros) que le gustaban.

–Todo esto lo hace por ella. ¿Puedes creerlo? Bueno, claro que puedes creerlo.

Un paseo con Mercè por el camino de los ingleses era un plan absurdo, así que nos encaramamos por un sendero pedregoso, con fosas de fango que no había hecho más que resecarse desde la última lluvia; y a cambio el sol nos cegó al torcer, había derramado sus escamas sobre el mar, un incendio de plata.

–Arnau le escribió una nota a Aledis, le aseguró que haría algo terrible si se veían a solas. Le dijo que se encontraba muy mal. Aledis no es demasiado valiente, así que convenció a Karl para acudir juntos, y se las arregló para llegar tarde. Arnau le dijo a Karl que se esfumase, que prefería hablar a solas con Aledis.

El aire se había dejado de arder mientras hablábamos, olía a vegetación seca y algunas rachas traían olores salinos, suavemente putrefactos. El mar arrastraba su cuerpo sobre sí mismo mientras perdía energía, parecía más pesado y lento, una masa de mercurio. Le presté mi camisa, hay chicas a las que les sienta bien la ropa de hombre.

–Aledis se asustó al no ver a Karl. Arnau le propuso caminar por este mismo tramo. Le dijo que se sentía perdido, que no se acostumbraba a ser adulto, que se sentía confuso entre tantos días extraños, algo así. Aledis le respondió que lo sentía mucho, que hablase con sus padres, que hablase con Karl, que te fuese a buscar a tu exilio marino y hablase contigo. Supongo que le daría un beso de despedida. Vino a verme despeinada, estaba furiosa con Karl, después el alemán le contó en qué orden habían ido las cosas. Aledis le escribió una nota: “Eres un egoísta, Karl se fue muy asustado, me siento traicionada; madura de una vez, Arnau, no vuelvas a hacer algo así.” Sé lo que ponía porque me pidió que se la llevase, no me quedé a ver la cara que ponía.

Llegamos al pueblo y su laberinto de canales absurdos en silencio y casi de la mano bajo un degradado de dorados y ocres sobre nuestras cabezas. Sentía el frescor de finales de agosto en el torso. Si alguien nos observó desde las casas medio abiertas nos vio dar vueltas como si vacilásemos entre dejarla en su casa o llegarnos juntos hasta la de Karl, un poco como si fuésemos la expresión corporal de un pensamiento que da vueltas por la mente sin acertar a condensarse en una formulación precisa, dejando un rastro pegajoso, placentero. Las luces del paseo empezaron a encenderse. Fue cuando vimos pasar por tercera vez el Nautilus del tío de Karl cuando le pregunté (sin calcular el efecto, aunque tampoco pondría la mano en el fuego por que fuese completamente inocente):

–¿Entonces sigue enamorada de mí?

–¿De ti? No seas idiota. Es de Karl de quien está enamorada, lo quiere todo de Karl.

El ominoso caso terminó (tal y como sospeché al ver aparcada a pocos metros de la casa de los aduaneros una furgoneta de primeros auxilios) con una lavativa de estómago que extrajo vía aspirado gástrico el demonio tóxico con el que Arnau había tratado de segarse en la flor de la edad. Si he envuelto de misterio este pobre caso de loco amor lírico durante años ha sido como despecho al poco caso que me hacíais vosotras dos. Para hacerme el misterioso. Ahora ya lo sabes. Arnau, marcado con el estigma de la vergüenza, pidió expresamente que no le visitase en el hospital, y los tíos de Karl le transmitieron que no se le invitase más; durante el curso que empezó a las pocas semanas (de aquel interminable BUP) apenas recurríamos al exorcismo cuando la conversación decaía hacia lo insoportable. Si alguna vez regreso a aquel verano (por lo demás bastante romo) es para explorar los pliegues de la acusación nada sutil con la que Mercè (tres hijos, un chiringuito en la playa, la misma risa fresca) quiso complicar la solución más sencilla. Tan bien predispuesto estaba yo a suponer una inteligencia a la altura de la belleza de Aledis (se fue de Erasmus a Groningen y solo vuelve algunas semanas de agosto) que me parece imposible creer que no hubiese reparado en que Karl era gay, y que muy probablemente anduviese medio enamorado de Arnau o de mí. ~

 

 

 

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