La escolaridad como inversión

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Alguna vez en El Colegio de México, Alfonso Reyes, Daniel Cosío Villegas y el joven Antonio Alatorre hablaron de los estudios de derecho abandonados por éste. Don Alfonso consideraba prudente que terminara la licenciatura; don Daniel, innecesario: Usted y yo la terminamos, y ¿para qué nos ha servido?

No hace falta añadir que la obra de tan ilustres mexicanos debe poco a su licenciatura, completa o incompleta; y que sus libros reflejan ante todo lo que aprendieron por su cuenta. Cabe decir lo mismo de Octavio Paz y de tantos otros que han hecho cosas admirables sin licenciatura alguna.

Hay una multitud de casos menos ilustres, igualmente significativos. Hace años hubo un escándalo notable. La Secretaría de Salubridad descubrió una banda de falsificadores y se puso a investigar 80,000 títulos de médicos y enfermeras (El Sol de México, 11 de febrero de 1977). Pero lo más extraño de todo es que los falsos graduados no saltaban a la vista, aunque trabajaban en un medio médico: los consultorios y hospitales de la secretaría. La investigación se hizo verificando firmas, sellos y registros: como se investiga un título de propiedad, porque en la práctica profesional no se veía la diferencia entre graduados y no graduados.

Diez años antes, se realizó el primer transplante de corazón y el doctor Christiaan Barnard se volvió famoso y rico. Pero, antes de morir (en 2001), tuvo la honestidad de confesar que el transplante lo habían hecho entre dos cirujanos, y que el otro era mejor. ¿Por qué el secreto? Porque era un negro que no pasó de la primaria.

Hamilton Naki era jardinero en la Universidad de Ciudad del Cabo cuando fue asignado al laboratorio de medicina experimental para barrer y limpiar las jaulas de los animales. Lo hizo tan escrupulosamente que pronto le encargaron pesarlos; después, rasurarlos cuando los iban a operar; luego, inyectarlos. Con el paso del tiempo, fue ayudante de anestesia; después, de cirugía; y, finalmente, participó en los transplantes de corazón (en perros), en el transcurso de los cuales sugirió algunas técnicas que fueron aceptadas. Así llegó a ser el número dos en el transplante histórico.

Esto se mantuvo en secreto (aunque hay una foto) porque todos hubieran terminado en la cárcel. Era ilegal que un negro operara a un blanco, y más aún sin título profesional. De hecho, Naki siguió en la nómina como jardinero. Más de treinta años después, un reportero de The Guardian (25 de abril de 2003) lo buscó esperando encontrar a un hombre resentido, pero lo encontró feliz en su pobreza (jubilado con 70 libras esterlinas al mes) y dedicado al servicio médico de su comunidad, a los 77 años.

Hay mucha gente así, pero no sale en los periódicos, precisamente por su forma de ser. Una inteligencia dedicada a resolver problemas interesantes, con más ganas de entender la realidad y resolverlos que de sacar un título profesional, y más espíritu de servicio que de lucro y celebridad, puede ser feliz, aunque lo desprecien los trepadores que no se interesan en las cosas mismas (limpiar bien esta jaula, entender este síntoma, sanar a este enfermo), sino en ganar puntos (graduaciones, dinero, puestos, celebridad).

Para los vivales, Barnard fue infinitamente superior a Naki, porque se quedó con los puntos. Afortunadamente, Barnard sí sabía quién era superior. Tuvo el sentido práctico de aprovecharlo y la grandeza final de reconocerlo.

En México, Naki no hubiera tenido ni la oportunidad de barrer, porque en muchas partes se exige cuando menos preparatoria para ser barrendero. Esta discriminación parece un progreso laboral y un incentivo a la escolaridad, considerada buena por sí misma.

Nadie ha demostrado que exista alguna conexión entre la escolaridad media superior y el arte de barrer. La conexión clara (no sólo en los casos de Barnard y Naki, sino en los censos de población y en múltiples encuestas) se da entre la escolaridad y el nivel de ingresos. Las personas que tienen menos escolaridad ganan menos, aunque sepan más.

Las familias ricas son las más escolarizadas, ya sea porque disponen de tiempo y dinero para prolongar los años de estudio; o porque los títulos universitarios (como los antiguos títulos nobiliarios) producen rentas; o porque la educación formal aumenta la productividad de las personas (no sólo lo que ganan). Suponer esto último es bueno para vender escolaridad, pero implica que un barrendero con preparatoria barre más que un barrendero que no pasó de la primaria, cosa difícil de probar.

Que las familias con mayores ingresos hagan mayor consumo de escolaridad es congruente con la llamada Ley de Engel (no Engels): la distribución del consumo cambia con el nivel de ingresos. El consumo de alimentos en las familias de menores ingresos absorbe la mayor parte del gasto, y el porcentaje disminuye en las que tienen ingresos mayores. Por el contrario, el gasto en clubes de golf, cruceros en el Caribe y escolaridad universitaria es nulo en las familias pobres y máximo en las ricas.

Los vendedores de conspicuous consumption (un concepto acuñado por Thorstein Veblen en The theory of the leisure class, 1899) hacen notar discretamente que sólo las familias distinguidas pueden darse tales lujos. Pero, además, los justifican: los viajes ilustran, las universidades también; en los viajes, los clubes de golf y las universidades se hacen muy buenas relaciones, que luego fructifican en destacadas posiciones y espléndidos negocios. No son realmente gastos, sino inversiones para consolidar y mejorar la posición familiar.

Veblen fue profesor de la Universidad de Chicago y editor de su Journal of Political Economy. Años después, en esa misma universidad y revista, Gary S. Becker también fue profesor y publicó estudios igualmente debunking de muchos buenos sentimientos: la educación puede ser sublime, pero es un buen negocio. Sus investigaciones estadísticas dieron nuevos argumentos de ventas a la escolaridad. No hay que verla como gasto, sino como “inversión en capital humano” (Human capital: A theoretical and empirical analysis with special reference to education, 1964). Este concepto tuvo mucho éxito y pesó en que le dieran el premio Nobel de economía en 1992.

Desde el primer momento, hubo señalamientos del punto débil. Lester Thurow (Investment in human capital, 1970, pp. 17-22): “Para que el capital humano sea un concepto útil, el trabajo debe pagarse de acuerdo con lo que produce. En particular, debe pagarse de acuerdo con su producto marginal.” “Prácticamente no hay información directa sobre si se paga al trabajo su producto marginal. Los economistas lo toman como un artículo de fe o alegan que es la mejor hipótesis nula. La teoría económica de hecho lo supone, y sin este supuesto se vendría abajo mucho del análisis económico.” “En el resto del libro supondré que se paga al trabajo su producto marginal, a menos que explícitamente indique otra cosa. Sin embargo, en todo momento, el lector debe tener presente que se trata de un supuesto no verificado, que se conserva porque es esencial para el concepto de capital humano y sus usos.”

Cuarenta años después, la verificación sigue en veremos. Según Philip Oreopoulos y Kjell G. Salvanes (“How large are returns to schooling?”, National Bureau of Economic Research Working Paper 15339, September 2009), los rendimientos financieros de la escolaridad han sido muy estudiados, pero no la escolaridad misma: qué hace para producirlos. “Los años de escolaridad y el grado alcanzado no son medidas particularmente buenas de la educación. Una mejor comprensión de cuáles habilidades en particular generan los rendimientos, y de cómo se adquieren de hecho esas habilidades, llevaría a mejores mediciones de la calidad escolar. Aunque esto ha despertado mucho interés, el avance ha sido sorprendentemente escaso.”

Curiosamente, no citan las conclusiones de Milton Friedman y Simon Kuznets publicadas por el mismo National Bureau of Economic Research (Income from independent professional practice, 1945): “La entrada a una profesión y el éxito en la misma se facilita mucho teniendo la extracción social y conexiones adecuadas” (p. 391). Nada parecido a suponer que los mayores ingresos derivan de una mayor productividad.

Cuando se mide el valor de la educación por su resultado en los ingresos, se toma el rábano por las hojas. Se considera que las hojas son un indicador visible y medible que, de alguna manera, representan lo que no es visible y medible. Si Barnard gana mucho más que Naki es porque produce más. Y produce más porque la educación formal se acumula como un capital que vuelve más productivas a las personas, aunque no se sabe cómo. Se trata de una creencia piadosa.

Aprender es fundamental para el desarrollo personal y social. Se aprende de los otros y por sí mismo de muchas maneras: viviendo, observando, experimentando, razonando, copiando, innovando, criticando y autocriticándose. También conversando, viajando, leyendo, apreciando obras de arte, viendo televisión. También trabajando como ayudante de alguien que sabe. También tomando clases particulares o en grupos para aprender algo específico, en prácticas guiadas o en exposiciones teóricas de salón. Incluso en los paquetes de escolaridad obligatoria que tienen que comprarse completos para graduarse.

Abundan los graduados que no saben, pero creen que saben, porque su alma máter les extendió un certificado de saber (falsificación que ninguna ley persigue). Para efectos de saber, los certificados no valen el papel en que están escritos. Pero son importantes para no ser excluidos de oportunidades negadas a quienes no los tienen.

La verdadera razón para pagar el costo (cada vez mayor) de una licenciatura, una maestría, un doctorado, no es aprender, sino evitar la discriminación. Se puede aprender lo mismo de maneras menos costosas y más divertidas, dejándose llevar por el apetito intelectual, las circunstancias que obligan a echarse al agua, la oportunidad accidental de ejercer, la suerte de toparse con un gran maestro, las amistades que suben de nivel la conversación, las grandes obras de arte, los grandes libros. Así aprendieron Alfonso Reyes, Daniel Cosío Villegas, Octavio Paz, Antonio Alatorre y muchos grandes maestros. ~

 

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(Monterrey, 1934) es poeta y ensayista.


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