El
filรณsofo norteamericano Stanley Cavell publicรณ en 1981
un libro algo extravagante donde analiza los elementos รฉticos
y la moral implรญcita de las comedias clรกsicas de
Hollywood. En la portadilla de este libro se puede ver una foto de
Cary Grant.
Estรก
sentado, vestido de smoking
y con el brazo derecho cruzado sobre el respaldo de la butaca
mientras mira serenamente hacia el objetivo de la cรกmara.
Atraviesa su rostro una amplia sonrisa, con el gesto tรญpico de
autocomplacencia que lo hizo famoso y la profunda hendidura del
mentรณn que habrรญa de consagrarlo como patrรณn de
belleza. Al pie de la foto se puede leer una frase sin referencia que
se supone es del propio Cavell. La frase dice asรญ:
โEste
hombre, en palabras de Emerson, lleva la fiesta en los ojos; estรก
dotado para soportar la mirada de millones de personas.โ
No
sรฉ por quรฉ la foto y la frase me impresionaron tanto
(por cierto, bastante mรกs que el libro).
Muchas
cosas se podrรญan comentar acerca de esta fotografรญa.
Por una parte, tiene algo gratificante. Alguna cualidad hay en esta
imagen que complace de inmediato al observador, probablemente debido
a que, como es archisabido, Cary Grant era un individuo con una
poderosa seducciรณn personal. No sรณlo era un hombre muy
apuesto sino que, ademรกs, a diferencia de otras bellezas que
inspiran respeto o circunspecciรณn, la suya suscita simpatรญa,
lo cual hace de su perfil como actor un carรกcter idรณneo
para la comedia. Cualquier gesto de Cary Grant, un mohรญn
distraรญdo o uno de sus caracterรญsticos ademanes
galantes, basta para que el espectador entable con el personaje
representado por รฉl una complicidad que estรก mรกs
allรก del papel o de la funciรณn que le estรก
asignada en la trama.
En
esta instantรกnea, por otra parte, hay muchos otros elementos
que llaman nuestro interรฉs: la indumentaria de etiqueta que
Grant luce, como siempre, de forma impecable, el escenario โuna
elegante reuniรณn de sociedad en un lugar distinguidoโ y la
expresiรณn, que transmite desapego y displicencia que no son ni
frรญvolas ni impostadas: Grant mira hacia la cรกmara con
dominio absoluto de la escena y de su papel en ella, de tal modo que
enseguida se nota que el sesgo de la toma ha quedado invertido.
Parece como si fuera รฉl y no el fotรณgrafo, quien nos
tiene bajo control. En la relaciรณn imaginaria que se establece
entre nosotros y la foto, รฉl es la instancia dominante.
A
esto se aรฑade la cita de Emerson, que asocia la mirada
resplandeciente de Grant con una ocasiรณn festiva y el
comentario de Cavell que, por decirlo asรญ, se desmarca de la
toma al interpretar la simpรกtica altanerรญa de Grant
como el signo que nos traslada a una dimensiรณn paralela de la
imagen: lo que importa es que este hombre estรฉ dotado para
soportar, incรณlume, innumerables miradas. En cierto modo, el
comentario pareciera implicar que Cary Grant gozรณ de fama
incomparable porque fue capaz de trascender la natural disposiciรณn
de los individuos a mantenerse ocultos, como aconsejaba Epicuro; y de
mostrarse con singular desparpajo, ofreciรฉndose sin tapujos a
la mirada y curiosidad de su prรณjimo.
Se
admite que esta capacidad y las condiciones personales asociadas con
ella (la desvergรผenza en un sentido que no es moral, el
exhibicionismo o la ausencia absoluta de pudor) o bien son atributos
de personalidades muy poderosas a las que les tiene sin cuidado la
opiniรณn de los demรกs porque siempre se salen con la
suya; o, paradรณjicamente, son propias de caracteres muy
dรฉbiles. De hecho, se suele decir que los mejores actores y
las actrices mรกs versรกtiles son los que carecen de toda
estima por ellos mismos, que son hombres y mujeres vacรญos e
inidentificables, cualidades negativas que no obstante les permiten
asumir con eficacia y convicciรณn cualquier papel que les
encarguen. Pero la frase de Cavell sugiere ademรกs otra cosa,
no tanto que a Cary Grant le faltara la estima de sรญ y el
recato necesarios cuanto que, por el contrario, poseรญa una
cualidad insรณlita reservada a los dioses: la capacidad de
recibir inmensas cantidades de amor sin corresponderlas; o sรญ,
pero sรณlo por medio de gestos destinados a ganarse aรบn
mรกs, si cabe, el afecto o la admiraciรณn de quienes los
observan arrobados.
Todas
las grandes estrellas de cine tienen esta virtud y no importa
demasiado que sea una habilidad aprendida o innata o que la hayan
adquirido porque sean objeto de amor indiscriminado. Semejante juicio
serรญa, por otra parte, indicio de resentimiento. Tampoco tiene
sentido pensar que esta capacidad les llega solamente por efecto de
su fama. No adquieren el don de soportar la mirada de los demรกs
porque se hayan hecho famosos, mรกs bien es al revรฉs. Se
hacen famosos porque ya lo
poseen, por eso la fama de que gozan es un misterio.
Se
me podrรญa objetar, con razรณn, que por este
procedimiento invierto el sesgo de la mediaciรณn que se
establece entre el personaje famoso y la admiraciรณn de que es
objeto, que aรฑado un elemento mรกs a la condiciรณn
extraordinaria de alguien que goza de fama y no atiendo a ninguna de
sus realizaciones, que adopto una actitud esencialista. Sin embargo,
estรก claro que la sociedad y la cultura que han encumbrado a
estos personajes no presta tanta atenciรณn a sus proezas o
realizaciones sino que escoge,
por decirlo asรญ, a quiรฉn quiere adorar, y muchas veces
lo hace a tenor de esta extraรฑa capacidad que es soportar la
mirada de millones de personas. Weber lo llamaba โcarismaโ,
nombre que, por cierto, no aclara gran cosa. El carisma del individuo
que alcanza la condiciรณn de famoso es ante todo la capacidad
de serlo, y ser
famoso es atraer y soportar la mirada o la atenciรณn admirativa
de millones de personas. Einstein, pongamos por caso, alcanzรณ
renombre por sus contribuciones sobresalientes a la fรญsica y
la matemรกtica pero sobre todo ha sido famoso porque de algรบn
modo supo responder como
Einstein, como eminencia cientรญfica, es decir, supo estar a la
altura de su papel de โEinsteinโ, esa investidura que sus
realizaciones lo habรญan llevado a asumir. Sin embargo,
ยฟcuรกntos cientรญficos hay o ha habido que han
contribuido en igual o mayor medida que รฉl al conocimiento del
universo y, no obstante, son absolutos desconocidos para la mayorรญa
de las gentes? Lo mismo podrรญa decirse de Picasso, quien sin
duda descollaba como pintor de genio pero que sobre todo demostrรณ
una notoria habilidad para โhacer de Picassoโ, un papel que,
tanto o mรกs que su obra como artista, le proporcionรณ
fama.
Se
suele interpretar la pauta de diferencia que hace de un individuo
alguien famoso como un aura que devendrรญa de haber realizado
una proeza. Sin embargo, sabemos de sobras que el valor de las
hazaรฑas cambia con el paso del tiempo y que el aura de algunos
individuos es cualquier cosa menos natural. Durante siglos, Sandro
Botticelli figurรณ como artista en los catรกlogos y las
historias del arte pero sin que nadie le atribuyese virtudes
especiales hasta que un crรญtico, Walter Pater, al que le
faltaba un genio para completar su panorama de la pintura del
Quattrocento,
resolviรณ incorporar las pinturas de Botticelli a su lista de
obras geniales. De este modo un tanto arbitrario, una figura
relativamente poco relevante se convirtiรณ en uno de los
representantes paradigmรกticos del Renacimiento italiano,
categorรญa que sรณlo mรกs tarde y con criterios
comparativos supuestamente fundados en principios teรณricos e
iconogrรกficos solventes serรญa corroborada y consagrada
por Aby Warburg. El โdescubrimientoโ del โauraโ de
Botticelli fue mรกs bien una construcciรณn, lo mismo que
su convalidaciรณn moderna, cosa que no tiene por quรฉ
sorprendernos: lo cierto es que no hay tal aura, ni carisma, a menos
que creamos en los espรญritus (lo que no es el caso).
La
fama no es la exposiciรณn o el efecto de ningรบn aura.
ยฟQuรฉ entonces? ยฟHay acaso una cualidad innata
que convierte en afamado a un individuo y a su obra en sobresaliente,
una condiciรณn que los antiguos identificaban con lo elevado
(to hypsous,
fรณrmula que Boileau tradujo con la idea de lo sublime) y que
se manifiesta en unos pocos tanto como escapa a las facultades de la
mayorรญa? Quizรก, pero no hay manera de comprobarlo. Del
fundamento de la fama no podemos saber casi nada, entre otras
razones, porque su desencadenante es funciรณn de los millones
de miradas que se concentran en el famoso y, por lo demรกs,
quienes no han alcanzado la fama jamรกs lograrรกn
dilucidar su misterio mientras que, quienes ya son famosos, guardan
celosamente el secreto de su รฉxito, o estรกn tan
ocupados en disfrutar de su condiciรณn que no tienen la
disposiciรณn de รกnimo para ocuparse del asunto.
Los
griegos antiguos, que lo pensaron casi todo y eran ademรกs muy
dados a celebrar las muchas dimensiones de la fama, usaban tres
categorรญas diferentes para hablar de ella: distinguรญan
entre kydos,
especie de lustre o
manรก que se
gana por haber alcanzado el รฉxito en alguna empresa; kleos,
mรฉrito que no es del hombre sino de su trabajo o de su
esfuerzo y que convierte ese trabajo en algo que merece ser narrado;
y timē,
es decir, el honor o el estatus que hace a un hombre diferente de los
demรกs. Asรญ pues, los griegos pensaban que la fama llega
a quien posee cualquiera de estas condiciones, que siempre son
sancionadas y cantadas por los poetas; y aunque es obvio que un
personaje afamado puede poseer alguna o todas estas cualidades al
mismo tiempo, la clasificaciรณn resulta especialmente
interesante para nosotros porque no sรณlo nos permite
discriminar entre modelos de fama sino entre formas de rendirle
culto, o sea, entre diferentes
maneras de mirarla. Se dirรญa que a cada fama
corresponde un tipo de mirada, un estilo en la admiraciรณn. Y,
si echamos una vista hacia el pasado, comprobaremos que hay รฉpocas
en que una manera de lograr la fama predomina sobre las otras, aunque
siempre sucede que el personaje famoso que es mirado โo sea:
odiado, vigilado, imitado, envidiado, escrutadoโฆโ es
ad-mirado por sus actos, o por su jerarquรญa
descollante o por haberse transformado en otra persona en virtud de
circunstancias excepcionales.
En
el carisma del famoso reconocemos sobre todo su sombra. Sea kydos,
kleos o timē,
la fama es una sombra, pero a diferencia de la sombra corriente, no
sigue sino que precede y anuncia al individuo famoso. Rudyard Kipling
en The man who would be king
nos da una versiรณn plausible de este fenรณmeno
cuando describe la portentosa transformaciรณn que sufre Daniel
Dravot, el aventurero inglรฉs que, tras salvar la vida por
casualidad en un combate, se convierte en una especie de semidiรณs
para las tribus afganas. Igual que le sucediรณ hace veinticinco
siglos a Alejandro Magno, en la novela de Kipling el temerario masรณn
inglรฉs Dravot gana batallas sin necesidad de librarlas, por la
sola resonancia mรกgica que, a los ojos de los primitivos
afganos, acompaรฑa todos sus movimientos. Es la versiรณn
desencantada de la gesta del macedonio que, tras derrotar a los
persas en Gaugamela, se lanza a la conquista de Asia. Nada impide el
avance de Dravot que, precedido por su fama, recibe constantes
vasallajes y tributos sin realizar un solo disparo. Sus hazaรฑas,
como las de Alejandro, ya no son correlato de ningรบn portento
ni reflejo o resplandor de ningรบn aura. No es la estela de un
paso ni una composiciรณn ex-post
creada por admiradores sino una condiciรณn casi transcendental
como la que se alude en el conocido adagio envidioso: โHazte fama y
รฉchate a dormirโ. La historia de Dravot, como la de
Alejandro Magno, podrรญa servir como parรกbola: se llega
a ser famoso cuando ya no es preciso demostrar nada, cuando la fama,
sombra prodigiosa que nos precede, nos exime de toda realizaciรณn.
No es preciso probar lo que somos: una vez alcanzada la fama basta
con dejarse anunciar por ella.
Ahora
bien, esta sombra que anuncia al famoso suscita un tipo diferente de
prestigio: la fama de la
fama, que es lo que atrae poderosamente la atenciรณn
de quienes desean medrar a toda costa. Los que dedican ingentes
esfuerzos y energรญas y cometen toda clase de iniquidades para
ascender en su posiciรณn relativa o para alcanzar mรฉritos
y reconocimientos que, por naturaleza, no les estรก dado
detentar, adoran la fama de la fama. No procuran alcanzar una
condiciรณn que les darรก renombre sino que buscan la fama
que los entronizarรก en una posiciรณn. Son los que inflan
sus curricula, los
que verifican el centimetraje en el espacio que les dedica la prensa
o comprueban si lo que han publicado estรก en pรกgina par
o impar y llaman una y otra vez a la redacciรณn para apoyar sus
artรญculos, o bien se esmeran en adular al poderoso o al
personaje influyente que, en su imaginaciรณn y en su esperanza,
puede darles la notoriedad que sus propios actos o virtudes no
consiguen reportarles. En todas las รฉpocas y en todos los
medios ha habido individuos asรญ, pero sรณlo en nuestras
sociedades, donde ya no hay jerarquรญas naturales y se han roto
todas las estirpes y las tradiciones, los patrones de la notoriedad y
de la fama han sido sustituidos por la lista curricular de los
mรฉritos o por el culto a la celebridad. De este modo se da
pรกbulo, profesiรณn, aliento y esperanza a una verdadera
hueste de advenedizos. De ahรญ que, aunque en cierto modo
nuestras sociedades, que abominan de las esencias, son mรกs
justas y equitativas, al mismo tiempo, son mucho mรกs
vulnerables a la acciรณn de estos individuos inesenciales que
carecen de escrรบpulos; y sucumben al arribismo, la demagogia y
la trivialidad, porque los ardides de los arribistas y de los que
medran a toda costa casi siempre dan resultado. El escenario entero
de la vida moderna: la polรญtica, la cultura, la economรญa,
el arte, las instituciones acadรฉmicas y cientรญficas,
los deportes, los medios de comunicaciรณn, etcรฉtera,
allรญ donde haya pรบblico, estรก colmado de esta
especie de individuos, lo que muestra sin lugar a dudas que el
medrador tarde o temprano se sale con la suya. La archicitada boutade
de Andy Warhol (โA todo el mundo le llegan en algรบn momento
los quince minutos de celebridadโ) no hace mรกs que
sintetizar, en forma de eslogan, una pauta vigente en todos los
รณrdenes de la existencia contemporรกnea.
Pero
ยฟes รฉsta la fama de la que hablaban los griegos? Yo
dirรญa que no; que, como sagazmente ha observado Zygmunt
Bauman, nosotros llamamos โfamaโ a su variante plebeya: la
celebridad,
versiรณn democrรกtica y populista que, como fenรณmeno
social, resulta harto notable en Espaรฑa, una sociedad que ya
era plebeya antes incluso de que se hiciese democrรกtica. Quizรก
sea en la sociedad espaรฑola donde se muestra la celebridad en
toda su obscena, flagrante y rotunda presencia. A diferencia de lo
que sucede con la fama, que precede y, por esto mismo, redimensiona a
quien la detenta, la celebridad es como un reguero o el eco que
produce el murmullo ensordecedor que sale de los comistrajos de la
plebe. La sociedad y la cultura espaรฑolas conocen muy bien
este ruido cuya resonancia mรกs notoria se difunde a travรฉs
de la denominada prensa rosa o del corazรณn, pero cuya pauta
llega a todos los รกmbitos, incluso a la forma en que se
resuelven las querellas polรญticas y la discusiรณn de los
asuntos pรบblicos, trรกtese de quiรฉn ha cometido
un atentado cruel o de especular acerca de un noviazgo en la Casa
Real o de una complicada operaciรณn financiera. El precio de la
celebridad lo pone una habladurรญa y se inscribe en la
conciencia de las gentes en forma de chรกchara de tertulia. Que
estas tertulias sean hoy en dรญa pรบblicas, televisivas,
radiofรณnicas o que se propaguen en los chats
o en el marco de algรบn blog
muy visitado, es lo de menos. La tertulia espaรฑola es casi una
matriz constitutiva del trasiego de la opiniรณn y el cotilleo y
en cierto modo, la expresiรณn de la autoconciencia nacional mรกs
autรฉntica, de donde la condiciรณn de ser cรฉlebre
en Espaรฑa sรณlo llega merced a alguna habladurรญa.
โQue hablen de mรญ, aunque sea malโ, decรญa (segรบn
he oรญdo, por cierto, de una habladurรญa) Dalรญ,
astuto instrumentador de los mecanismos que rigen la notoriedad y
personaje cรฉlebre entre todos los personajes cรฉlebres.
Sin
embargo, la fama es, como decรญa Jon Elster, un estado que es
โesencialmente subproductoโ, como el sueรฑo o la lujuria.
No acontece como resultado de un acto deliberativo, de una decisiรณn.
Un individuo se hace
famoso pero no decide o escoge serlo, tan sรณlo puede decidir
hacerse cรฉlebre.
En efecto, puedo echarme a descansar pero el sueรฑo, como un
dios, viene o no viene (y no digamos, la lujuria). La celebridad, en
cambio, puede ser y es objeto de programa y de estrategia, incluso a
veces consiste en inventarse a uno mismo como personaje. Asรญ
confiesa haberlo hecho, por ejemplo, Carlos Barral cuando describe
con detalle en sus memorias la forma en que dispuso transformarse en
โCarlos Barralโ. No dejรณ nada a la improvisaciรณn:
escogiรณ su vocabulario personal y su indumentaria, hizo suyas
las referencias marineras, la pipa, la barba recortada, la capa
negra, la melena ensortijada, la camisa desabotonada en el pecho que
dejaba a la vista varios collares dorados desparramados. Hasta el
Capitรกn Argรผello,
su pequeรฑo barco, pasรณ a formar parte del personaje que
Barral habรญa creado para sรญ con tanta eficacia como sus
poemas.
El
desplazamiento de la fama por obra de la celebridad es un fenรณmeno
tรญpico de la sociedad individualista e igualitaria en la que
vivimos y, como proceso, es irreversible. Es nuestra manera de
elaborar la vanagloria, puesto que fama o celebridad se sostienen en
una misma enfermedad del deseo, la vanidad,
aquel vicio que los viejos moralistas griegos y romanos no se
cansaban de desaconsejar en sus mรกximas pero que, como prueba
la experiencia de todos los tiempos, no puede separarse de la
condiciรณn humana, quizรก porque sirve a la afirmaciรณn
de uno mismo en medio de la nada. La vanidad nace en la experiencia
del amor materno, como la mayor parte de los defectos y los vicios
que abruman la vida adulta de hombres y mujeres sin distinciรณn;
y siempre dice lo mismo: se manifiesta como un reclamo obstinado de
llamar la atenciรณn โcuando mamรก no nos ha querido
tanto como hubiรฉsemos deseado; o como pulsiรณn de
repeticiรณn โcuando mamรก nos ha mal acostumbrado a
gozar de unos favores que sรณlo ella es capaz de dispensarnos;
y como hay muchas maneras de ser madre tambiรฉn hay muchas,
infinitas, maneras de ser vanidoso. Unas son divertidas o buenas y
otras son insoportables para los demรกs, pero lo cierto es que
sin vanidad no habrรญa ni arte ni escritura, no habrรญa
erotismo ni mรบsica, las mujeres tendrรญan vello y bigote
y los hombres mal aliento y muy probablemente no habrรญa nada
cรณmico ni irรณnico en nuestros intercambios. Nadie
escapa al influjo de la vanidad, poderoso temple que surge de ese
amor por uno mismo que en รบltima instancia es lo que nos
sostiene con vida y nos hace esperar que alguna vez nos
sobrepondremos a la desgracia de haber nacido. De manera que mรกs
vale desconfiar de quienes se reclaman libres de su influencia. Con
toda razรณn observa Montaigne que es inรบtil luchar
contra la vanidad de la fama, porque incluso quienes se enorgullecen
de haberse sobrepuesto a ella no suelen resistir la tentaciรณn
de hacerse famosos por haberlo conseguido, lo declaran o lo escriben
o lo hacen saber por cualquier gesto, ya que ningรบn placer
tiene sabor si no se encuentra a alguien a quien comunicรกrselo.
Por
otra parte, el deseo de hacerse famoso es tambiรฉn un intento
desesperado, aunque callado, de escapar a la muerte, en la inรบtil
esperanza de que mรกs tarde estaremos de alguna forma en
condiciones de verificar cรณmo hemos escapado a ella. Mรกs
aรบn, creemos que una vez alcanzada la inmortalidad a travรฉs
de la fama, seguiremos gozando de ella.
No
obstante, en el anhelo de fama, no en el afรกn de celebridad,
hay algo mรกs que la caracterรญstica vanidad o la
ambiciรณn infantil del trepador. Puesto que la fama es tambiรฉn
una forma especial de la experiencia de uno mismo, alcanzarla implica
representarse a travรฉs del conocimiento real o imaginario que
de uno tienen los demรกs. En este sentido, quien desea la fama,
por una parte la anhela como compensaciรณn a su finitud, ganado
por la certera conciencia de que va a morir, pero tambiรฉn como
parte de un extraรฑo deseo
de objetividad. En efecto, al famoso le cabe el premio de
haber conseguido escapar, por una vez, a esa cรกrcel
inexpugnable que es el yo.
Quizรก
sea eso lo que muestra Cary Grant, hombre inconmensurablemente
famoso, cuando se dispone serena y displicentemente a la mirada de
los otros. ~
(Buenos Aires, 1948) es filรณsofo, escritor y profesor de estรฉtica en la Universidad de Barcelona. Es autor de, entre otros tรญtulos, 'Filosofรญa y/o literatura' (FCE, 2007).