“Esta es la última vez en que nos encontramos. Con esa convicción digo adiós”. Era 14 de octubre y aquella sería la última vez que Miguel Ángel Granados Chapa publicaría su columna en Reforma.
Granados Chapa había dedicado sus últimos 34 años a escribir su “Plaza Pública”, luego de haber sido pieza fundamental en proyectos periodísticos como Excélsior, además de fundador de otras aventuras editoriales hoy moribundas como Proceso y La Jornada. Dos días después de aquella breve despedida, el periodista falleció en un hospital de la ciudad de México.
Vicente Leñero elogiaba sus cualidades de analista, su capacidad para hacer que la información impusiera las certezas y su total distancia de la “noticia comentada”, ese género servil consolidado en los setenta por locutores-periodistas elevados a la categoría de líderes de opinión.
El periodista afirmaba que los medios no son causantes del cambio, pero pueden ser un factor de cambio si están en sintonía con este. Aquel Excélsior de Julio Scherer —explicaba— no provocó un despertar de la conciencia, pero la acompañó, fue su testigo. Congruente con ello, su ejercicio profesional y sus textos cotidianos en “Plaza Pública” fueron justamente eso: acompañantes de las transformaciones del país.
En algún lugar de su personalidad había también algo oscuro e indescifrable que lo obligó a embarcarse en una aventura fallida dentro de la política, la cual llegó a su fin en 1999, cuando en su intento por convertirse en gobernador de su natal Hidalgo, fue arrasado por el PRI y su maquinaria electoral. Según otro periodista, José Reveles, en la negación que la realidad le propinó a sus deseos extraperiodísticos hay un cierto fatalismo, casi poético, que condenaría a Granados Chapa a seguir ejerciendo el periodismo.
Lo hizo donde se lo permitieron, con el rigor, honestidad y libertad que le dictaban su principios, de modo que cuando un desmentido lo alcanzó al final de su trayectoria, se sometió al juicio de sus lectores, sin los cuales —decía— la información pública es piedra lanzada al vacío.
Admito avergonzado que cometí dos errores profesionales. En primer lugarme dejé llevar por el afán de dar a conocer una primicia, una noticia exclusiva en un ámbito de gran importancia pública, línea infrecuente en mi habitual trabajo de investigación y análisis. En segundo lugar, como lo señalan los desmentidos a los que en ese punto, reconozco con plena razón, no inquirí a las partes sobre el hecho […] Al mismo tiempo que acepto la gravedad de este desliz profesional, solicito a los lectores me disculpen.
El día de su muerte, Granados Chapa fue presencia en la primera plana de los dos principales diarios del país. Decenas de columnistas en El Universal, Reforma, Milenio, El Financiero, El Economista, Excélsior y otros, tuvieron una frase de cariño y reconocimiento para él, se había ido uno de los mejores periodistas de la historia moderna del país.
Pocos medios fueron tan miserables con él como La Jornada, periódico que fundó y del cual fue subdirector hasta 1992, año en que un grupo que buscaba hacerse del control del diario impidió su ascenso a la Dirección General, modificando los estatutos internos para perpetuar a Carlos Payán y a sus incondicionales en la conducción de la línea editorial.
Los ocho años empeñados por el periodista en la construcción del proyecto y su casi medio siglo de carrera, merecieron apenas una nota en la página 15. En La Jornada olvidaron que Granados Chapa escribió el primer Editorial del diario, de la misma forma en que terminaron por olvidar los dos conceptos que le daban título a ese texto: El deber y la vocación.
En su última columna, el periodista deseó el renacimiento de la vida en México que parecía (parece) naufragar, seguro de que la pudrición no es destino inexorable. Desgraciadamente, su partida aceleró el naufragio de proyectos periodísticos que no han sabido estar a la altura. ~
Periodista. Autor de Los voceros del fin del mundo (Libros de la Araucaria).