La firma de Borges

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El mejor cuento del libro Cuentos breves y extraordinarios, la antología de Borges y Bioy Casares, viene firmado por O. Henry y me huele a gato encerrado. Se llama “El sueño” y es breve y borgeano. Siempre oí decir que Borges hacía esas cosas, que inventaba citas, autores. No sé por qué el asunto me intriga. Insisto: me huele a gato encerrado. Hasta que me atrevo a importunar a mi amigo Lucas Sierra, que está en Cambridge, escribiendo ocupadísimo una tesis doctoral sobre Habermas. Le pido que me ayude y busque ese cuento, “El sueño”, de O. Henry. Lucas, que es una persona real, es decir que efectivamente existe, como lo demuestra el hecho de que obtuvo una beca real y fue admitido al doctorado de una universidad tan real, seria y respetable como Cambridge, me contesta de inmediato por e-mail, sin imaginar, claro, lo que le espera, y dice que sí, que por supuesto, que lo buscará en la biblioteca de Cambridge, donde está todo, absolutamente todo. No le costará nada. De hecho, se pasa entre esas estanterías interminables todo el día y algo de la noche.

A Lucas le ocurre algo borgeano: O. Henry no está en el catálogo manual de la completísima Universidad de Cambridge. Tampoco en el fichero computarizado de la biblioteca. ¿Será, entonces, el famoso O. Henry un autor inventado por Borges? Pero cómo, ¿los cientos de cuentos de O. Henry que circulan por el mundo serían de Borges? No, por cierto.

Lo que pasa, simplemente, es que ni él ni yo nos habíamos enterado de que O. Henry había nacido como William Sydney Porter en Greensboro, Carolina del Norte, en 1862, y que en los catálogos aparecía como Porter Sydney, William (O. Henry). Despejado ese enigma, tranquilo y un poco decepcionado, Lucas, interrumpiendo a Habermas, se lanzó a la búsqueda de “El sueño”, “The Dream”.

 

 

Entre tanto, vía Amazon, conseguí dos antologías de cuentos de O. Henry –una publicada por Modern Library con treinta y ocho cuentos y otra por Signet Classics con cuarenta y uno. Las leí página por página y ese cuento extraordinario, “El sueño”, no estaba. Lucas tampoco lo había encontrado en los doce volúmenes de las obras completas de O. Henry, editadas por Doubleday, en Nueva York, en 1917, ni en la Biographical Edition de 1929 en dieciocho tomos, ni en el volumen rojo de 1,396 páginas de letra muy chica que apareció en 1932 por Doubleday y Doran & Company, Inc. Y en la edición de sus obras completas en dos gruesos volúmenes, de 1957, tampoco.

Días después está en Londres y, por supuesto, llueve. “El sueño” no está tampoco en la biblioteca de la University College ni en la mismísima British Library. Lucas queda perplejo. Borges nos transforma en sus personajes. Lucas revisa Postscripts, editado por Florence Stratton en 1923, y O. Henry Encore, publicado en Dallas en 1936. Nada.

Un sábado cualquiera, para protegerse de la lluvia, yes, it’s raining cats and dogs, se le ocurre entrar a la biblioteca municipal de Camden, cerca de la estación Swiss Cottage. Por hacer algo mientras pasa el chaparrón, aprovecha y ve qué hay allí de O. Henry. La probabilidad de encontrar “El sueño” es, claro, cercana a cero, pero ¿qué más da si está en esa biblioteca sólo mientras espera que la lluvia amaine?

Lo único de O. Henry que hay allí es una antología que, por cierto, él ya había visto antes en los catálogos consultados, pero que no había considerado necesario revisar por ser una selección entre tantas y no una edición de obras completas. La publicación está fechada en 1937 y editada por Hodder and Stoughton Ltd. Sucede lo imposible: “El Sueño” –“The Dream”– está ahí. Borges no ha inventado, ha sido un antologador honesto.

Lucas lee el cuento a toda carrera poseído por una excitación nerviosa, como si realmente hubiera descubierto un secreto, el mapa que permite dar con el gran tesoro que enterró un pirata. Y, claro, nota algo raro. El cuento es y no es el mismo. Me lo envía por fax. Debajo del título, entre corchetes, hay una nota explicativa del editor de esa antología:

 

Esta fue la última obra de O. Henry. La revista Cosmopolitan se lo había encargado y, después de su muerte, se encontró el manuscrito inconcluso en su pieza, sobre su polvoriento escritorio.

 

 

¿Por qué “polvoriento”? No se dice. No se dice nada más. A continuación sigue el relato al que O. Henry llamó “The Dream”.

 

 

William Sydney Porter, es decir, O. Henry, trabajó de joven en un rancho, en Texas, y vivió, después, diez años en Austin, donde se casó y compró un diario, The Rolling Stone. Pero el periódico quebró en 1894 y, perseguido por los acreedores, huyó a Honduras. Osó regresar a los tres años porque su mujer estaba muy enferma. Alcanzó a llegar y ella murió en sus brazos. Entonces fue arrestado. Lo encarcelaron en la penitenciaría de Ohio. Ahí nació el pseudónimo “O. Henry”. Salió de la cárcel en 1901 y se fue a Nueva York, donde empezó a ganarse la vida contando cuentos. Publicaba uno por semana; al comienzo en el diario The World y, luego, en diversos periódicos y revistas. Su primera y exitosa colección de ficciones se editó en 1904. A su muerte habían aparecido trece libros más, y luego hubo material todavía para otros tres.

En uno de sus relatos hay un preso que después de años y años cumple su condena. Recupera su ropa, su llavero, su billetera y se echa a caminar por la calle lleno de buenos propósitos. Respira feliz el aire libre y él está libre, por fin. Al otro día, inexplicablemente, roba de nuevo, lo descubren y vuelve a la cárcel.

Otro cuento suyo –muy antologado– es una maravillosa historia de Navidad, “The Gift of the Magi”. El 14 de octubre de 1933 la Revista Multicolor de los Sábados lo publicó, en Buenos Aires, bajo el nombre de “Los regalos perfectos”. La traducción se atribuye a Borges. En su Introducción a la literatura norteamericana Borges afirma que “O. Henry nos ha dejado más de una breve y patética obra maestra, como ‘The Gift of the Magi’”. O. Henry conoció la fama y ganó bastante dinero que despilfarró sin tregua. Según los críticos, su producción fue muy dispareja.

Murió empobrecido y alcoholizado el 5 de junio de 1910. Había cumplido cuarenta y siete. Estaba escribiendo “El sueño”. En el número de septiembre del mismo año apareció en Cosmopolitan ese cuento inconcluso hallado en su pieza, en su escritorio polvoriento. El cuento trata de un criminal condenado a la pena de muerte, Murray.

 

 

 

La primera línea de “El sueño”, tal como apareció originalmente en la revista Cosmopolitan y reproduce la antología encontrada por Lucas en la biblioteca municipal de Camden, dice así: “Murray soñó un sueño.” Este relato, precisa el narrador, “no quiere ser explicativo: no es más que el registro del sueño de Murray”.

Murray está solo en su celda de condenado. Hay una mesa y sobre ella un foco de luz blanca. La electrocución será a las nueve en punto. Una hormiga camina en la mesa. Murray, con un sobre blanco, le bloquea el camino. La hormiga desesperada corre de aquí para allá y el sobre blanco siempre le cierra el camino. Murray sonríe.

En el pabellón quedan siete condenados. Cuando Murray llegó había diez. El primero salió gritando y peleando como un lobo, llevado a empujones y golpes por los guardias. El segundo se volvió devoto y se comportó como un cordero. El tercero se desmayó y debieron llevarlo a la silla en un tablón. Murray se pregunta qué pasará con él, si le responderán los músculos de las piernas, los nervios del estómago, la cara. Porque esta es su noche.

Oye de la celda del otro lado la inconfundible voz de Bonifacio, el siciliano que mató a su novia y a los dos policías que fueron a arrestarlo. También Murray mató a su mujer por celos y el rival se le escapó por un pelo. Le pregunta si se siente bien. Murray dice que sí. Bonifacio le recuerda que fue él quien ganó la última partida de damas. Murray se ríe: es verdad. Bonifacio le dice que tal vez allá vuelvan a jugar de nuevo. La carcajada lo anima. Al siciliano le queda una semana.

Se oye el ruido seco de los cerrojos al abrirse la puerta del corredor. Luego, pasos. Son tres hombres: dos guardias y el capellán. Murray sonríe. Quiere decir algo pero no sabe qué. “Calle del Limbo” llaman los presos al pasillo de este pabellón, el pasillo de su última caminata. El guardián del Limbo saca un porrón de whisky.

“Es costumbre”, le dice.

Murray bebe un trago largo.

Hay siete condenados que oyen esos pasos. Pero sólo tres le gritan adiós: Bonifacio, Marvin, que intentando escapar de la cárcel mató a un guardia, y Basset, que en el asalto de un tren mató a un inspector que no quiso levantar las manos. Los otros cuatro callan humildemente. No se atreven. Son seres inferiores que mataron sin un instante de esplendor. “Hay una aristocracia del crimen.”

Murray se maravilla de su propia indiferencia y perfecta frialdad. “En el cuarto de ejecuciones hay unos veinte hombres, entre guardias, periodistas y curiosos que habían conseguido…”

 

 

 

El relato se corta. A continuación hay un espacio en blanco. En el siguiente párrafo, en la misma tipografía y sin ninguna señal ni advertencia, se lee lo que transcribo textualmente:

 

Aquí, en mitad de la frase, la mano de la Muerte (the hand of Death) interrumpió la narración del último cuento de O. Henry. Había planeado hacer una historia diferente de las anteriores, el comienzo de una nueva serie en un estilo que no había intentado antes.

 

 

¿Quién habla aquí? ¿O. Henry? No. O. Henry ya ha muerto. El párrafo anterior –debemos deducirlo porque no hay una nota que lo aclare– está escrito por los editores de Cosmopolitan. Luego agregan esto, del propio O. Henry:

 

Quiero mostrarle al público que puedo escribir algo nuevo –nuevo para mí, quiero decir–, una historia sin slang alguno, un argumento directo y dramático tratado de tal modo que se acerque a mi idea de lo que es realmente la escritura de un cuento real.

 

 

Antes de empezar a escribir este cuento –siguen los editores de Cosmopolitan–, O. Henry reseñó brevemente cómo pensaba desarrollarlo:

 

Murray, el criminal acusado de asesinar brutalmente a su mujer –un homicidio provocado por la rabia de los celos–, al comienzo enfrenta la muerte con calma y, visto desde fuera, parece indiferente a su destino. Pero al acercarse a la silla eléctrica se le revuelven los sentimientos. Queda desconcertado, embobado y petrificado. Toda la escena de la muerte –los testigos, los espectadores, los preparativos de la ejecución– le parece irreal. Por su cerebro un pensamiento atraviesa como una llamarada: se ha cometido una equivocación terrible. ¿Por qué lo amarran a esa silla? ¿Qué ha hecho? ¿Qué crimen ha cometido? Mientras le ajustan las amarras tiene una visión. Sueña un sueño. Ve una casita de campo, brillante, llena de luz. Hay una enredadera en flor. Hay una mujer y un niño pequeño. Les habla y, claro, es su mujer, es su hijo. Está en su casa. Así es que, después de todo, hubo realmente una equivocación. Alguien cometió un terrible error. La acusación, el juicio, la sentencia de muerte, la silla eléctrica, todo eso es un sueño. Abraza a su mujer y besa a su hijo. Sí, la felicidad está aquí. Entonces, era un sueño. A la señal del guardia dan la corriente.

Murray había soñado el sueño equivocado.

 

 

Hasta ahí lo escrito por los editores de Cosmopolitan, que transcriben, entonces, no sólo una parte del cuento inconcluso sino también el boceto que escribió O. Henry; por así decir, el proyecto del cuento que no alcanzó a llevar a cabo.

 

 

 

Luther S. Luedtke y Keith Lawrence, especialistas en William Sydney Porter, es decir, O. Henry, comentan escuetamente que, dado que el argumento de este último cuento de O. Henry “fue recreado por los editores de la revista Cosmopolitan, uno no puede saber las intenciones precisas de Porter”. Eso explica por qué no ha sido incluido en la mayoría de las antologías ni en las obras completas que revisó Lucas. “Es claro”, sin embargo, dicen los estudiosos ya mencionados, “que su obsesión con el crimen, las prisiones, la culpa y el castigo –con su propio pasado– se conservó intensamente en él hasta el momento final. Aunque no lo quisiera, Porter parece resignarse al hecho de que ‘había soñado el sueño equivocado’.” Hasta ahí el comentario de los comentaristas.

Borges lo leyó todo de corrido en la revista Cosmopolitan. ¿En un número de la revista Cosmopolitan de 1910? ¿No sería, más bien, en la antología publicada por la editorial Hodder and Stoughton Ltd. en 1937? La primera edición de Cuentos breves y extraordinarios de Borges y Bioy Casares apareció en 1955 en la “Colección Panorama” que dirigía Ernesto Sábato para la Editorial Raigal. Mas tarde, en 1973, Losada hizo una reedición. Borges y Bioy agregaron cuentos. Borges conocía bien los relatos de O. Henry. En una sección de la revista Hogar publicada en Buenos Aires el 26 de junio de 1935 se le preguntó cuál era el cuento más memorable de todos los que había leído. Borges vacila y recuerda, por ejemplo, “El escarabajo de oro” de Poe, “La mejor historia del mundo” de Kipling, “La pata de mono” de Jacobs y “Bola de sebo” de Maupassant. Se queda al final con “Donde su fuego nunca se apaga” de May Sinclair. Pero antes menciona a O. Henry, aunque no refiere ninguno de sus cuentos.

El original del manuscrito de O. Henry fue rematado por la casa Anderson Galleries, según informa The New York Times, el 16 de abril de 1922. También se vendieron en esa subasta cartas de Dickens y de Kipling, entre otros. El título del artículo de The New York Times anuncia: “To sell O. Henry’s Last Manuscript”. El subtítulo dice: “Death prevented finish”. Más adelante se nos informa que se trata de un manuscrito de ocho cuartillas en papel de manila.

 

 

 

Borges y Bioy traducen el cuento tal cual lo publicó la revista Cosmopolitan, permitiéndose, a mi juicio, atinadas licencias. Al siciliano Bonifacio le cambian el nombre por “Carpani”. Quizá les pareció que “Bonifacio” es para nosotros el nombre de un bueno. “Carpani” sonaba más de acuerdo con su papel en la historia. ¿Se puede hacer eso con un cuento ajeno? Borges lo hizo.

En su escritura, después de los puntos suspensivos y el espacio en blanco que cortan la narración, se lee:

 

Aquí, en medio de una frase, el sueño quedó interrumpido por la muerte de O. Henry. Sabemos, sin embargo, el final: Murray, acusado y convicto de asesinato de su querida, enfrenta su destino con inexplicable serenidad…

 

 

El original del Cosmopolitan hablaba del relato de O. Henry. Borges y Bioy traducen “el sueño”, indicando con la cursiva que aluden al nombre del cuento. El original decía: “al comienzo enfrenta la muerte con calma y, visto desde fuera, parece indiferente a su destino”. Se la sustituye por “enfrenta su destino con inexplicable serenidad”. Es más conciso. El original decía: “Mientras le ajustan las amarras tiene una visión. Sueña un sueño.” Borges y Bioy escriben: “Lo atan. De pronto, la cámara, los espectadores, los preparativos de la ejecución le parecen irreales. Se despierta: a su lado están su mujer y su hijo.” Se ha suprimido el sueño de la casa de campo llena de luz y flores. Bastan la mujer y el hijo. Ese “Se despierta” es más intenso y poderoso que el “tiene una visión. Sueña un sueño”. Y la traducción continúa así. Son cambios que dan más sobriedad, precisión y vivacidad al relato. La versión libre de los argentinos es más tersa, directa y mejor, pero todavía es una versión. Sin embargo, al término, en el último momento nos espera una verdadera sorpresa:

 

Se despierta: a su lado están su mujer y su hijo. Comprende que el asesinato, el proceso, la sentencia de muerte, la silla eléctrica, son un sueño. Aún trémulo, besa en la frente a su mujer. En ese momento, lo electrocutan.

La ejecución interrumpe el sueño de Murray.

O. Henry

 

 

Borges y Bioy eliminan la última frase del proyecto del cuento que escribió O. Henry, la que decía “Murray había soñado el sueño equivocado” (Murray had dreamed the wrong dream). La sustituyen por “La ejecución interrumpe el sueño de Murray”, que es más fiel a lo que ocurre.

Y justo al final hacen la clásica voltereta borgeana y queda su marca, su toque. La ficción comienza a rebotar en el espejo de otra ficción, y se devuelve como un eco, como una muñeca rusa que se abre y da origen a otra muñeca, y así ad infinitum. Un juego en el que la realidad en que se para el lector se tambalea y los límites de la ficción, como le ocurrió en grado sumo a Alonso Quijano, el bueno, se borronean.

Porque quien nos ha contado todo esto es un narrador en tercera persona que sabe lo que está sintiendo Murray en su celda y, luego, hasta llegar a la silla. Quien narra es, obviamente, O. Henry tomándose las libertades de un narrador omnisciente que emplea un estilo libre e indirecto. Pero después de la súbita interrupción del relato, ¿quién escribe esos puntos suspensivos, quién deja ese espacio en blanco en el que muere O. Henry y anota, luego, la explicación? ¿Quién es el que nos sigue hablando ahí? Ya no son más los editores de Cosmopolitan sino el propio muerto, el escritor O. Henry. Porque es su firma al pie la que cierra el cuento (de Borges) y pasa a ser la última línea de O. Henry (escrita por Borges).

Lo que escribieron los editores de Cosmopolitan pasó en la antología de los argentinos a ser, sin más, un trozo del cuento mismo de O. Henry. Es entonces un cuento sobre un cuento soñado y trunco. Un cuento en que el sueño de un condenado es interrumpido por el estremecimiento de la corriente de la silla eléctrica, sólo que ahora ese cuento a su vez queda interrumpido por la muerte del autor del cuento, O. Henry, lo que nos cuenta el mismo O. Henry. ¿Pero cómo pudo escribirlo el propio O. Henry si ya había caído muerto dejándolo a medias?

Es, realmente, un cuento breve y extraordinario que O. Henry, sentado en su escritorio real y polvoriento, desde luego nunca imaginó. Un cuento sobre un cuento imposible. Porque en lo inverosímil está su ironía y, al mismo tiempo, esa velada, sutil alusión al infinito que gira contemplándose a sí mismo, como si todo existiera en la forma de un sueño en el que alguien, un Segismundo divino, soñara que está soñando que sueña, y así siempre. El mejor cuento de O. Henry no lo escribió O. Henry: Borges le puso su firma. ~

 

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es un novelista chileno. Su รบltima novela es La vida doble (Tusquets).


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