Este texto aparece publicado en el número de septiembre de nuestra edición española.
Estos últimos años han visto distintos esfuerzos del nacionalismo por cambiar de ropajes, aggiornarse, y adoptar un vocabulario más actual que lo inmunizara de analogías con el nacionalismo de mediados del siglo XX y sus catástrofes: había que anunciar que “esta vez es diferente”. Así surgió por ejemplo el peculiar “independentismo no nacionalista” que abanderaba Esquerra no hace mucho. Así hemos visto también la búsqueda de un argumentario racional y alejado de las emociones, encabezado por académicos de impecable currículum, lleno de sumas y restas y referencias a la jurisprudencia internacional (cifras y sentencias que se han demostrado cuando menos equívocas y a menudo falsas, como las balanzas fiscales alemanas o el inexistente tope constitucional del 4% en la rfa). Son incontables las apelaciones a un movimiento inclusivo, integrador y democrático, que solo quiere la libertad, la prosperidad y la felicidad de los suyos.* Es lo que podríamos llamar un “nacionalismo de baja intensidad (emocional)”, que ha sido sabiamente combinado con oportunos recordatorios de las esencias y la superioridad de un pueblo, con mástiles de 17,14 metros, marchas multitudinarias y seminarios a medida.
En este esfuerzo legitimatorio del separatismo catalán ha habido adalides más estridentes, tanto por el color de sus chaquetas como por la claridad de sus postulados, y otros más discretos, elaboradores de teorías más sofisticadas desde una aparente equidistancia. El ejemplo más reciente quizá sea la columna de Josep Ramoneda del pasado 31 de julio, que tras una reflexión sobre las ficciones que estructuran la sociedad, y sobre cómo han cambiado con la globalización y las nuevas tecnologías, termina diciendo: “Hay muchas razones y argumentos para discrepar del independentismo catalán, pero la fácil descalificación como retrógrado, propio de tiempos pasados, fuera de las corrientes y tendencias del momento, es sencillamente no quererse enterar de por dónde va el mundo.”
Los caminos del mundo son complejos, y no necesariamente recomendables. La eugenesia, el tráfico de esclavos o los totalitarismos fueron corrientes y tendencias en distintos momentos, no por ello menos criticables, y lo difícil, no lo fácil, fue criticarlos entonces. Porque una cosa es por dónde va el mundo y otra por dónde nos gustaría que fuera: esa “descalificación” no tiene porqué ser fácil ni desinformada.
Es curioso que si en la cita anterior sustituimos “independentismo catalán” por “fundamentalismo religioso”, se sostiene perfectamente (quizá sean las “nuevas formas de organización religiosa” que menciona Ramoneda en su artículo como ejemplo de nuevas ficciones). El fundamentalismo religioso, igual que el nacionalismo, es un movimiento esencialmente moderno. Ambos nacen en la modernidad como reacción a ella, aunque apelen a un mundo anterior, a un paraíso perdido que en gran medida inventan. En los últimos treinta años muchas sociedades laicas han girado hacia un integrismo religioso cada vez más acentuado. Mujeres que a los veinte años llevaban minifalda en Iraq, Irán, Turquía o Siria han cumplido los cincuenta cubiertas de la cabeza a los pies. Por no hablar del Estado Islámico. El mundo, al menos una amplia parte de él, va por ahí, es indudable, pero parece evidente que hay que oponerse a esa ficción por reaccionaria y peligrosa.
Es obvio que Mas no es Al-Baghdadi, y que los (pacíficos) métodos y fines del prusés no son los (sanguinarios) del nuevo califato. Pero el nacionalismo, por más de nuevo cuño que sea, y el fundamentalismo religioso sí comparten esa categoría de nueva ficción, por usar la idea de Ramoneda. Ambas confirman que cabe que ideas retrógradas y propias de tiempos pasados vuelvan a estar en boga, y que aunque nos demos cuenta de por dónde va el mundo, no nos parezca bien. Es admirable la operación de limpieza de cara llevada a cabo para que parezca elegante y cabal declararse independentista, y la impresionante pirueta que supone lograr que todos sus detractores sean tildados de nacionalistas (españoles), y eludir sin embargo esa misma etiqueta. Pero una mona muy bien vestida sigue siendo una mona, una frontera nueva es una frontera y no un puente, y una sociedad menos plural es más pobre.
Yeats habló de la vieja que pasó llorando para describir el atractivo del nacionalismo. Quizá haya cambiado el tono del llanto, a lo mejor ahora es una jovencita faldicorta que marca el camino por donde va el mundo. Y si logra convencer a suficientes catalanes durante suficiente tiempo logrará su objetivo. Pero será un retroceso para Cataluña, para España y para Europa, y el triunfo de una vieja y nociva idea. ~
* Un buen ejemplo es el artículo “No ens assenyaleu” de Jordi Muñoz.
Miguel Aguilar (Madrid, 1976) es director editorial de Debate, Taurus y Literatura Random House.