La implosión Republicana

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Alguna vez le escuché decir a Fernando Marcos que la política es la única cosa más impredecible que el futbol. Don Fer, que sabía mucho de ambos, tenía razón. Hasta hace unos años, la opinión pública en Estados Unidos coincidía en anunciar el principio de una larga hegemonía del Partido Republicano. Los bestsellers en las listas de libros de non fiction trataban el advenimiento de la derecha como fuerza dominante en la lucha electoral. Las ideas liberales se habían reducido, advertían, a un puñado de élites pedantes en las costas del país: California y Nueva York como últimos bastiones de la conciencia moderada.

Lo cierto es que, hasta 2005, sobraban argumentos para pensar que el partido del ex presidente Bush llevaba todas las de ganar y así sería por un buen tiempo. Después de todo, la política de cuchillo entre los dientes de Karl Rove había funcionado a las mil maravillas, al manipular al electorado utilizando el miedo al terrorismo como un argumento electoral irrefutable. Peor aún resultaba el análisis de la participación electoral. Mientras que los demócratas parecían incapaces de alentar el voto de sus partidarios —los jóvenes, por ejemplo, sufrían de una abulia sin solución—, los republicanos habían consolidado el voto de una minoría pequeña, pero fanáticamente activa. La derecha evangélica se había presentado a votar en masa en las elecciones de los años 2000, 2002 y 2004 para mantener en el poder a sus representantes en Washington. Para colmo, a los demócratas les faltaba un líder de auténtico carisma. Tras el fiasco de Gore y el de Kerry, el partido parecía dirigirse de manera irremediable a buscar refugio en Hillary Clinton, figura polarizadora como pocas. Del otro lado estaba un presidente aplaudido con fervor casi religioso por la minoría que decidía las elecciones. Con ese poder bajo el brazo, los republicanos convocaron a un largo festín político. Comenzaron a modificar el Poder Judicial, consolidaron al Ejecutivo y soñaron con una mayoría absoluta en el Legislativo. En muchos casos actuaron con una soberbia inaudita. Pero les importó poco. Creyeron, en suma, que la política en Estados Unidos había dejado de ser veleidosa.

¡Vaya diferencia que hace un lustro!

Hoy, Estados Unidos vive la que puede ser, increíblemente, la implosión definitiva del Partido Republicano. La llegada de Barack Obama acabó con el mito del poder de la minoría conservadora. Muchos analistas de la política estadunidense –un servidor, incluido– vivieron la última década temiendo que la ecuación electoral republicana (una minoría políticamente activa derrotará siempre a una mayoría apática) fuera invulnerable. Al final, los errores de los republicanos y el carisma de un político de época se encargaron de resolver el problema. Aunque es difícil decir qué factor tuvo un peso mayor en la conciencia del electorado, lo cierto es que, después de la derrota en las presidenciales del año pasado, el Partido Republicano está fracturado. Quizá, incluso, lo esté sin remedio. El número de votantes que se identifican como republicanos ha disminuido de manera constante desde hace cinco años. De acuerdo con el análisis del Pew Research Center, al día de hoy sólo 23% de los votantes diría que es republicano, ocho puntos porcentuales menos al nivel de identificación que había en 2004. Mientras tanto, el porcentaje actual de votantes que dicen ser demócratas rebasa 35 por ciento.

La diferencia es enorme, pero resulta mucho peor si se le suma otro par de factores. Los republicanos viven en un estado de orfandad. Ni tienen un líder ni se vislumbra nadie que pudiera serlo. De los posibles candidatos para la elección de 2012, sólo Mitt Romney, el ex gobernador de Massachusetts, parece un aspirante serio. Por desgracia, el porcentaje de votantes que dice no estar dispuesto a votar por un mormón era, hasta hace un par de años, el que registraba una cifra mayor en las encuestas. Del resto hay poco que decir. ¿De verdad Sarah Palin le hará frente a Barack Obama? Es de risa.

Y, ahora, la puntilla. El único consuelo para los republicanos en estos tiempos de zozobra era el haber evitado que los demócratas también obtuvieran una mayoría absoluta en el Senado en la elección de 2008. Hasta hace unos días, los demócratas presumían de contar con 59 escaños (eran 58, pero el triunfo final de Al Franken en la extraña contienda de Minnesota es cuestión de días). Así, con esa cifra, al partido le hacía falta un senador más para alcanzar la mayoría plena, algo nunca visto desde los tiempos de Carter. La esperanza demócrata estaba puesta en la elección de medio término de 2010. Ahora no tendrán que esperar tanto. En la semana, el veterano senador Arlen Specter, quien ha estado en la Cámara alta desde hace casi 30 años, dejó el bando republicano. “Me encuentro cada vez en mayor desacuerdo con un partido que no ha dejado de moverse hacia la derecha”, explicó, lapidario, Specter. En la conferencia de prensa, a la derecha de su nuevo partidario, Barack Obama no dejaba de sonreír.

Ahora, Obama y los demócratas tendrán la oportunidad de construir su propia estructura de gobierno, con una libertad que no tuvieron ni Clinton ni el propio Bush. Por lo pronto, con la salida de David Souter, Obama podrá nombrar a su primer miembro de la Suprema Corte. La selección le llega muy temprano. Si elige bien –yo apostaría por la jueza de origen puertorriqueño Sonia Sotomayor– podrá comenzar a desmontar el bastión más celosamente resguardado de la derecha de su país. Después, el único reto será domar la soberbia de sus correligionarios. Bien dice el dicho que nada corrompe como el poder absoluto. Si lo consigue, Obama quizá será recordado como un auténtico San Jorge: el hombre que obligó al Partido Republicano a reconstruirse de una vez por todas.

– León Krauze

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(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.


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