La mala memoria de Allende

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Para los chilenos el once de septiembre sigue recordando otro ataque. El viejo palacio presidencial de La Moneda, en Santiago, ardiendo ese día de 1973 bajo los cohetes de los cazas Hawker Hunter. Y en él un puñado de hombres encabezados por el sexagenario presidente Allende defendiéndose de los aviones y los tanques. Luego, la voz de Salvador Allende transmitiendo su despedida y su decisión de no rendirse —tan diferente a otros presidentes latinoamericanos derrocados—. El gobierno de la Unidad Popular había durado mil días antes de hundirse sobre un país profundamente dividido por odios extremos. Solo, en medio de esa hecatombe, Allende se suicida con la ametralladora que le había regalado Fidel, mientras las tropas lanzan el asalto final al Palacio.
     En ese incendio y esas ruinas humeantes, como en las tragedias griegas donde el rey se inmolaba en su palacio, se forjó la estatua de Allende, que ya para entonces era un símbolo de las izquierdas mundiales. En las últimas décadas nombres de calles y plazas y monumentos, alrededor del planeta, han consagrado a esta especie de reverso de la medalla del Che. El socialismo marxista que el médico guerrillero quiso imponer por la violencia, el doctor Allende intentó hacerlo democráticamente. Ambos galenos acabaron en el martirio. Y de esos martirios nacieron las figuras míticas que tantos veneran hoy día.
     Por eso el escándalo ha sido mayúsculo —aunque también significativamente soterrado—, cuando un conocido profesor chileno de filosofía, docente en la Universidad Libre de Berlín, ha publicado un estudio cuyo título lanza un nuevo misil, esta vez a la base del icono. “Salvador Allende: contra los judíos, los homosexuales y otros degenerados” (Áltera, Barcelona, 2005), se llama la monografía en la que Víctor Farías acusa de esas, y otras cosas no menos graves, a Allende.
      
     Interno con los locos
     El libro de Farías —famoso y discutido por su denuncia del nazismo de Heidegger— se basa en dos fuentes. La primera es la memoria de prueba —nunca antes publicada— que el joven candidato a doctor en medicina, Salvador Allende, defendió ante la Universidad de Chile en 1933: “Higiene mental y delincuencia”. La otra fuente es un anteproyecto de ley elaborado por una comisión aparentemente designada por el mismo Allende, cuando pocos años después era ministro de Salubridad. El título de ese estudio —que no llegó a presentarse al parlamento— lo dice casi todo: “Ley de esterilización de los alienados”. Un rasgo común a ambas es la sombría experiencia de Allende como estudiante en práctica, interno en el Hospital Psiquiátrico de Santiago (y qué buen tema literario tendríamos allí).
     Una pequeña tormenta de desmentidos furibundos —y satisfacción apenas disimulada entre sectores derechistas— se levantó de inmediato. La Fundación Allende, con sede en Madrid, reaccionó rápidamente y publicó la memoria aquella con un formidable aparato de tres prólogos, intentando rebatir las lecturas hechas por Farías en su “libelo difamatorio”.
     Farías revisa la tesis del joven médico —que por esa época tenía 25 años— y encuentra un par de frases que sustentarían su acusación de antisemitismo. En cierto pasaje Allende, revisando las teorías al uso entonces sobre el origen de las conductas delictivas, menciona el factor “raza” (palabra antaño en boga entre reaccionarios y progresistas, aunque hoy sea casi impronunciable). Y dice: “Los hebreos se caracterizan por determinadas formas de delitos; estafa, falsedad, calumnia y, sobre todo, la usura. Por el contrario los asesinatos y los delitos pasionales son la excepción”.
     Ese breve párrafo dedicado a las razas como factor criminal termina con una advertencia: “Estos datos hacen sospechar que la raza influye en la delincuencia. No obstante, carecemos de datos precisos para demostrar este influjo en el mundo civilizado”.
     La frase sobre “los hebreos” no se presenta como una cita, no lleva comillas ni atribución explícita a otro autor. No obstante, Allende encabeza el acápite mencionando a Cesare Lombroso, el famoso criminólogo italiano. Y al revisar la fuente se advierte que es una paráfrasis de sus ideas.
     Como método expositivo es pésimo. Además de ser una triquiñuela típica del estudiante que debe inflar una tesis para recibirse pronto —y esa debe ser la razón por la cual esta memoria mereció una modesta calificación media—. Pero lo peor es que al consignar esa frase el joven Allende roza un tema ya terrible en su época, y no se toma el trabajo de discutirlo mayormente. Seguramente Allende —que era vicepresidente de la Federación de Estudiantes y participaba con los socialistas en los combates contra los nazis en las calles de Santiago— tendría la mente puesta en cosas más urgentes que su memoria. Pero acá están las consecuencias: ¿cómo iba a adivinar que algún día se convertiría en un ídolo político mundial al cual un minucioso profesor le buscaría los pies de barro? Otros pasajes, en donde Allende presenta la homosexualidad como una “enfermedad”, o uno donde consigna que el clima influye en los españoles “haciéndolos emocionalmente irresponsables, porque el mar y el calor estimulan la actividad tiroidea”, son asimismo citas más o menos encubiertas de autoridades médicas de la época. Y merecerían figurar en el diccionario de ideas recibidas y tonterías, que recopilaban Bouvard y Pécuchet.
     Pero no dan para calificar a Allende —como quiere Farías— de “racista extremo”, o hablar de su “cruzada antisemita”. Como mucho, esas citas sugieren que el joven y apasionado reformador social no era precisamente un científico acucioso ni profundo —lo que se refleja en esta mala memoria—. Sino que fue desde sus inicios un político práctico que, junto con la ideología socialista marxista que empezaba a suscribir, compartía sin mayor examen algunos prejuicios corrientes en su tiempo. O sea, y aunque le pese al mito, un hijo de su época, lleno de defectos —como todos—. Lo importante, sin embargo, es que nada en su carrera política de más de cuarenta años hasta su trágica muerte, iba a sustentar tamañas acusaciones (desde luego, no el cargo absurdo de que como Presidente protegió a un criminal nazi refugiado en Chile, que le agrega Farías).

A pesar del individuo
     Una de las tantas tragedias en la vida política e intelectual latinoamericana es la tendencia de nuestros debates hacia lo sensacional en vez de lo fundamental. Farías se agrega a esta triste tradición orillando un asunto más importante, que insinúa en el prólogo de su monografía como el “horizonte teórico” contra el cual proyecta esta investigación, pero que luego no desarrolla. Así, enuncia la tesis de que marxismo-leninismo y fascismo comparten cierto vértice: un “brutal y extremo naturalismo”. Pero esta conocida intuición se ve mal demostrada por su apasionado y violento empeño en poner el caso particular de Allende como ejemplo de ese vértice común, especialmente en su aspecto más grosero: el racismo.
     La lectura mesurada de la memoria de prueba de Allende —y es un mérito del libro de Farías habernos obligado a hacerla— no confirma ni lo “extremo” ni lo “brutal” de ese naturalismo. En cambio, sí que sugiere otro rasgo intelectual bastante perturbador para su futuro —y la historia latinoamericana—. El joven médico se revela como un reformador bien intencionado que, ante el dolor de la miseria y el crimen —observado tanto en las experiencias de los alienados y delincuentes que atiende en el hospital psiquiátrico, como en el estudio de las condiciones sociales que contribuyen a deformarlos— confía en que la “Higiene Mental” sea una “nueva ciencia de perfeccionamiento de la especie humana”, cuyas “disposiciones protegen al individuo a pesar del individuo mismo, y sólo con miras sociales” (énfasis añadido).
     “Ciencia de perfeccionamiento de la especie” —que recuerda al utopismo histórico marxista y su hombre nuevo—. “A pesar del individuo mismo” —que nos recuerda el colectivismo que suelen exigirnos los revolucionarios de todo pelaje—. Creo que estas frases —entre varias de ese tipo— son más importantes que aquellas acusaciones de racismo. Sencillamente porque en ellas sí habría una continuidad en su pensamiento.
     Allende —tal como su colega el Che, indignado ante el dolor y la miseria en la leprosería del Amazonas peruano casi un cuarto de siglo después—, se muestra dispuesto a anteponer sus ideales abstractos a los individuos concretos. Así, consigna en su memoria: “El hombre ha dejado de constituir una individualidad independiente, y se le considera tan sólo como un eslabón, un engranaje del conglomerado social; armónico en apariencia; desarmónico, polimorfo y proteiforme en el fondo”. Y a continuación insiste en que la sociedad puede “coartar” esa libertad desarmónica del individuo “orientando sus pasos, a pesar suyo, por el amplio sendero de la solidaridad humana” (y con qué tristeza estas tempranas palabras evocan aquellas finales: “se abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre”).
     Esa medicina social no es muy distinta de la que el Che prescribiría: “Para construir el comunismo uno debe, junto con las bases materiales, crear un Nuevo Ser Humano”. En ambos casos, son médicos frustrados en la sanidad de los individuos los que se ilusionan con la posibilidad de sanar a todo un “cuerpo social”. Este antropomorfismo médico del impulso utópico merecería ser más estudiado, aunque sólo fuera por su ilustre prosapia revolucionaria. No en balde el propio Allende, en otra contradicción interesante de esta tesis, da como ejemplo de psicóticos sociales a algunos revolucionarios. E inevitablemente uno piensa en Robespierre, decapitador entusiasta durante la madre de todas las revoluciones —y el padre de todos los terrores— quien fue Presidente del “Comité de Salud Pública”.
     La sociedad como un cuerpo, cuya enfermedad un grupo de médicos ilustrados y filantrópicos podría diagnosticar, comparar con un patrón sano, y mejorar —aunque alguna parte de ese cuerpo se resista—. Quizá esa es la contradicción de fondo en esta mala memoria de Allende. Sus evidentes buenas intenciones admiten algunas recetas sociales drásticas, supeditando los individuos que son como un “eslabón”, a la cadena de la colectividad. La sociedad es concebida como un paciente al cual es posible vacunar, operar o amputar. De esa clase, precisamente, son las medidas “óptimas” que Allende propone para el tratamiento, por ejemplo, de los tuberculosos, segregándolos en granjas de aislamiento, sobre todo, dice, para “separarlos de sus hijos” (aunque reconociendo que sería difícil hacerles tragar este remedio óptimo, el médico social se conforma luego con aislar “sus expectoraciones”). Y de esa especie, terriblemente inquietante, fue el anteproyecto de ley sobre esterilización de alienados estudiado en su ministerio de 1939. El cual Allende nunca llegó a suscribir —pero que sí anunció como parte de su programa ministerial—.

La grieta en el granito
     Hoy, quien visite La Moneda, en Santiago de Chile, se encontrará con un palacio blanqueado, ocupado por un presidente socialista que dirige un gobierno libremercadista, y verá una estatua de Allende más o menos frente a las ventanas del salón donde se suicidó. Ese monumento se asienta sobre un pedestal partido por una grieta en el granito. No tengo idea qué quiso representar el escultor. Probablemente, la profunda división entre los chilenos donde se hundió el programa revolucionario marxista de su gobierno, tocando fondo en las atrocidades de la dictadura de Pinochet.
     Pero también sería posible ver en esa grieta la contradicción del propio Allende y la alianza de gobierno que él encarnó. La brecha entre los revolucionarios pro-cubanos que sembraron vientos y los viejos demócratas chilenos que cosecharon la tempestad. La grieta en su propio programa de gobierno que pretendía experimentar con recetas y remedios radicales, y hasta crear un “hombre nuevo”, a pesar de tener no sólo algunos pacientes sino más de medio país en contra. La contradicción de querer transformar a una sociedad clasista en otra marxista, sin clases, y esperar que ella se allanaría sin la fuerza de las armas (como se lo advirtió Fidel). En suma, el oxímoron político de ser democrático y revolucionario a un tiempo. Y la antinomia utópica de tratar a la sociedad como a un enfermo al que es imperativo curar, aunque el propio paciente no esté muy seguro de desear tragarse el remedio que le prescriben.
     Algo de esas contradicciones ya estaba anunciado, en clave, al modo de un terrible presentimiento, en esta memoria de juventud que Allende escribió acuciado por los horrores del hospital psiquiátrico de Santiago. Como si el joven médico social, dispuesto a aplicar recetas colectivistas “a pesar de los individuos”, nunca hubiera dejado de habitar en el político ducho, viejo zorro en las componendas democráticas, acostumbrado a pactar y transar. Uno llega a sospechar que llegaron así, divididos, hasta la misma mañana gris de esa batalla final. La cual, hasta cierto punto, fue un combate entre “ellos” mismos.
     Quizá sólo en la receta radical del suicidio estuvieron unidos por fin. –

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Es escritor. Si te vieras con mis ojos (Alfaguara, 2016), la novela con la que obtuvo el premio Mario Vargas Llosa, es su libro más reciente.


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