No sé qué ocurrió: algún conflicto en la supercarretera neurológica, o un bloqueo de células descontentas en alguna ruta sináptica, o el temperamental triqui-traque en la nebulosa psique, en fin, no lo sé, pero algo hubo que me impidió fumar mota como toda la gente decente.
Por destino generacional, estaba predestinado a ser un eficiente consumidor de cuanto estímulo natural o artificial se hubiera puesto en mi camino, oriundo como soy de 1950, año cintura del siglo pasado, principal vertedero de la legendaria “generación de los sesentas” que hoy en día practicamos el deporte extremo de ir lentamente caducando, todos achaques y melancolías. En la década de los años sesentas, quienes éramos jóvenes deveras llegamos a calcular que por alguna razón inescrutable –una alineación inusitada de planetas propicios, o una hendedura en el continuum– se nos había otorgado dispensa especial y flotaríamos, forever young, en un perpetuo nirvana.
En todo eso –y las modas, y el rock, y el culto de la rebelión y las estentóreas hablas urbanas y todo lo demás de que ya dio cuenta una inabarcable literatura y una sociología fatigosa– estaba esta idea de que la mota era una suerte de ultrachamana sabelotodo a la que era menester venerar si realmente uno quería constancia de membresía en “los tiempos que están cambiando”, como cantaba Bob Dylan con su voz de espantasuegra.
Yo vivía en Monterrey, que era a todas luces un callejoncito lamentable en la urbe de la contracultura mundial. Una pequeña pantomima de la copia chilanga que, a su vez, era un conmovedor meme de la onda que exaltaba a San Francisco o a Londres. Los afanes por hacerse de un papelito, aunque fuera de extra, en ese escenario peace and love, no pasaron en Monterrey de una discoteca psicodélica que duró dos meses, unos pocos flecos beatle, los pantalones de campana y una trepidante lectura colectiva del “Howl” de Allen Ginsberg a la que asistimos dos personas.
Y fue entonces cuando un compañero apodado “El Cartujo” nos anunció, no sin un previo y solemne juramento de silencio, que se hallaba en posesión de una importante mariguana.
La tarde en que nos íbamos a tronar esa tal mariguana, trepamos el cerro circunvecino en el carro de un amigo ricachón que se apellidaba Garza. Cuando llegamos hasta donde lo permitió la brecha, revisamos cuidadosamente que no hubiese nadie ni en la cercanía ni en la lejanía. Luego, “El Cartujo” extrajo ceremonialmente un paquetito. Extendió en el cofre del carro un pañuelo sobre el que acomodó la yerba que procedimos a mirar con estupor numinoso. Con una torpeza total –que advertí luego, cuando tuve amigos capaces de forjar un impecable churro con dos dedos— “El Cartujo” confeccionó dos tubitos contrahechos. Luego explicó cómo succionar muy a fondo, guardar el humo hasta que chillaran los pulmones y luego dejarlo salir haciendo ¡uuuuf!
Yo estaba nervioso, pero emocionado. Pensé que la ancestral hierba sagrada me iba a tomar de la mano y me iba a llevar a conocer la otra cara del ser, que me metería a un espectáculo sensorial opulento, que vería al lobo estepario, que iba a ver fulgurar cada hoja de cada árbol y, al mismo tiempo, el bosque (aunque no hubiera bosque) y que, en suma, las puertas de la percepción se me abrirían de una vez y para siempre.
Y fumé. Allá abajo estaba Monterrey, abajo de su colcha anaranjada. De la bocina del carro salía una canción babosa que se llama “In a gada da vida”. Y fumé más.
Y no pasó nada.
Lo único que pasó fue que ingresé a un asombroso proceso psíquico-fisiológico que en la terminología científica especializada se conoce como la voladora. Como su nombre lo indica, la voladora consiste en la erradicación total del concepto burgués de lo qué es arriba y lo qué es abajo, fenómeno que acarrea como consecuencia la sensación de maromear hacia atrás y hacia adelante a la vez. Sentí morir. Una sincera regurgitación, a fe mía sumamente psicodélica, rubricó mi llegada a la era de acuario que, sin la menor conmiseración, me puso en la frente un letrero de rechazado.
Mala onda.
Es un escritor, editorialista y académico, especialista en poesía mexicana moderna.