La nación bumerán

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El tapón del Ejército

 

 

Lo asombroso en una nación como Pakistán, acostumbrada al terrorismo, los conflictos territoriales y los golpes militares, es que no haya saltado por los aires. De hecho, casi lo hizo en 1971 cuando perdió más de la mitad de su población al independizarse Bangladesh, hasta entonces conocido como Pakistán Oriental. Pero la frustración popular nunca ha alzado a los integristas al poder: hasta 2002, ninguna alianza islamista ha conseguido más del 5% de votos en unos comicios. Buena parte de la culpa la tiene el Ejército: tapón de radicales y de demócratas.

Los dictadores militares se han erigido como líderes demiúrgicos predestinados a salvaguardar la fortaleza islámica de la amenaza india y de la “ineficiencia” de los Gobiernos civiles. Cada general pertenece a una escuela: mientras que Pervez Musharraf no esconde su admiración por el líder secularista turco Ataturk, el dictador Zia-ul-Haq (1977-1988) apostó por la islamización de la sociedad. Son sólo las capas de pintura del fortín que ha construido la casta militar con una idea fundamental: el Ejército es el único capaz de proteger sus puertas. Ésta es una de las grandes contradicciones del Pakistán del siglo XXI. Su origen ideológico, enraizado en el talante secular de su fundador, Alí Jinnah, contrasta con el experimento político militar, auténtico sustrato de la idea contemporánea de Pakistán: un brebaje cuyo único ingrediente visible es una cierta visión del país como un pueblo de musulmanes moderados.

La errática psique de una potencia que se podía haber convertido en la Turquía del sur de Asia se manifiesta también en la paranoia conspirativa de sus líderes. No es algo extraño. Nawaz Sharif perdió su cargo como primer ministro en 1999 tras un incruento golpe de Estado de Musharraf, quien había sido nombrado jefe del Ejército por el propio Sharif. El padre de Benazir, Zulfikar Alí Bhutto –el Nasser de Pakistán–, fue derrocado y después ejecutado por su jefe de las Fuerzas Armadas, Zia-ul-Haq. La lista es interminable. El primer ministro paquistaní es quizá el cargo con más check and balances del mundo: el presidente puede disolver su Gobierno siempre que quiera y el jefe del Ejército siempre tiene un ojo puesto en el jefe de Gobierno para organizar un golpe de Estado cuando su Ejecutivo se debilite. Aunque estos tres cargos conforman la tríada del poder político, el orden socioeconómico está dominado por otro triángulo: el omnipresente Ejército, los terratenientes y la burocracia. Es lo que se conoce como establishment paquistaní; un organismo invisible y etéreo que haría las delicias de Zygmunt Bauman. Incrustados en las Fuerzas Armadas pero con ramificaciones en la sociedad civil, los servicios de inteligencia paquistaníes (isi) son otro cuerpo líquido que dicta los designios del país. Cumplieron su mayoría de edad cuando armaron a los talibanes con la ayuda de Estados Unidos durante la invasión soviética en los años ochenta. Los mismos contra los que ahora tiene que luchar el Ejército en la volátil Provincia de la Frontera del Noroeste (nwfp).

 

Identidad y terrorismo

 

¿Copiará Pakistán el modelo revolucionario iraní? El país surasiático se ha convertido en una madriguera de terroristas en los últimos años, refugia a líderes talibanes y la inteligencia estadounidense sospecha que en sus tripas tribales se esconde Osama Bin Laden. Pakistán, que tiene uno de los sistemas educativos más desastrosos del mundo, cuenta con entre 10.000 y 45.000 madrasas, de las cuales al menos un 10% entrena a integristas. El Frankenstein paquistaní se ha construido gracias al fundamentalismo islámico localizado sobre todo en las áreas tribales fronterizas con Afganistán: tierra de pastunes, la etnia de los talibanes. Pero no desestimemos la ayuda de Estados Unidos y el Ejército paquistaní, ajedrecista amante del corto plazo que es incapaz de mirar dos jugadas más allá. Confluyen aquí las tres famosas “a” que rigen el país: Allah, the Army and America.

A medio plazo, los islamistas no conseguirán tomar las riendas del país. El eje ideológico que determina el poder reposa en las diferentes versiones del islam en el seno de sus pueblos, pero sobre todo en las intrincadas identidades regionales. La caligrafía de Pakistán (“la tierra de los puros”) contiene la “p” de los punjabis, que dominan el país; la “a” de Afganistán, que corresponde a la mayoría pastún que habita hoy en la nwfp; la “K” de Cachemira (Kashmir) y el sufijo de Baluchistán, otra de las cuatro provincias. La última región es Sindh, de donde es originaria Bhutto. Los sindis han formado el movimiento independentista más importante del país. Habitaban esta región antes de la creación de Pakistán y vieron cómo los mohajir, inmigrantes musulmanes de la India, de lengua urdu, hicieron suya la capital, Karachi. Ambas facciones permanecen enfrentadas desde entonces: los sindis se sienten desplazados por los mohajir, minoría influyente que ha visto cómo su idioma se convertía en la lengua oficial del país. Son ellos los más enfervorizados defensores de Pakistán como nación. El presidente Musharraf, alejado ya de las palancas del poder tras los comicios, es un buen ejemplo.

Pero los mohajir se ven eclipsados por la población del Punjab, el corazón de Pakistán. Es el granero de votos de Sharif y una región fundamental para ganar las elecciones: quien no consigue buenos resultados aquí no puede acceder al poder. Los punjabis dominan también el Ejército al constituir más del setenta por ciento de sus tropas: el resto son mayoritariamente patanes (nwfp). Supone probablemente la única provincia que sería viable como Estado independiente. Su capital es la poblada Lahore, epicentro cultural del país y antigua capital del Imperio mogol. Lahore es uno de los focos de protesta contra regímenes dictatoriales, en especial gracias a su nutrida clase judicial. Los letrados y los magistrados celebran frecuentes reuniones en el Tribunal Superior de Lahore, convocan manifestaciones y exigen respeto a la Constitución. Los magistrados disidentes del Tribunal Supremo, que fueron arrestados el pasado noviembre tras la imposición de la Ley Marcial por parte de Musharraf, tan sólo han podido ser liberados tras la toma de posesión de Guilani. Sin embargo, aún no han sido rehabilitados en sus cargos. Si el más importante de ellos, Iftijar Chaudhry, volviera a la presidencia del Alto Tribunal, los días de Musharraf estarían contados.

 

El mito del constitucionalismo

 

Fue la alta judicatura la que puso en aprietos al régimen de Musharraf a principios de 2007 cuando aún gobernaba el país plácidamente. Como un dominó, los islamistas y el retorno del exilio de Sharif y Bhutto acabaron por erosionar la legitimidad del ahora presidente civil, que tuvo que dejar en 2007 el mando del Ejército, el cargo más importante del país: un signo incuestionable de debilidad política. Chaudhry hizo todo lo posible para evitar que Musharraf renovara su mandato presidencial, alegando su doble mando como jefe del Estado y del Ejército para impedirlo. Estuvo a punto de conseguirlo, pero Musharraf le defenestró tras la declaración del estado de excepción. Pero, ¿qué sentido tiene hablar de la Constitución en un régimen que hasta hace poco podía definirse como, al menos, autoritario?

La dictablanda de Musharraf contiene algunos elementos esenciales para entender cómo se fraguan las relaciones de poder en el país. El papel del Tribunal Supremo es uno de ellos. Puede convertirse en aliado o enemigo del Gobierno. La elástica tensión entre la alta judicatura y el Gobierno es una de las relaciones más complejas que mejor definen la cultura política paquistaní. A pesar de haber vivido más de la mitad de su historia bajo el yugo de regímenes autoritarios o dictaduras, el Tribunal Supremo siempre ha tenido mucha visibilidad. A menudo es el encargado de legitimar un golpe de Estado: de darle el sacramento constitucional. Esta aberración quedó institucionalizada cuando se estableció la conocida como doctrina de la necesidad. “Aquello que de otra forma es ilegal, la necesidad lo hace legal”, dijeron las cortes. Los tribunales han acudido a esta cita para justificar los golpes de Estado que se han ido sucediendo a lo largo de la segunda mitad del siglo xx en Pakistán. El estudioso Zulfikar Khalid Maluka lo llama “el mito del constitucionalismo”: la Constitución sanciona la dictadura, que se siente legitimada por esta pátina de legalidad, a menudo pisoteada por el vago “interés nacional”. “Pakistán es lo más importante” es una de las frases favoritas del general en la reserva Musharraf.

Todos estos actores actúan en la danza política paquistaní, donde el protagonista es el Ejército. El experto Stephen Cohen la describe en cinco pasos. Primero el Ejército advierte al Gobierno civil sobre su incompetencia. Después llega una crisis institucional y el golpe de Estado. El nuevo dictador cambia la elástica Constitución a su gusto. Pero entonces crece el descontento popular y el régimen se deslegitima. Según la lógica historicista, nos encontramos en el siguiente paso: en la fermentación de un nuevo Gobierno civil que pretende limpiar la casa. Un Ejecutivo formado por los hasta ahora principales partidos de la oposición, el ppp de Bhutto y la Liga Musulmana-n de Sharif, que apenas ha durado cuarenta días a causa de las diferencias sobre la restauración de la judicatura. El partido de Sharif se ha retirado del Gobierno y el ppp se ha quedado solo, en una nueva lección de inmadurez e irresponsabilidad por parte de la clase política del país. Aunque tras las elecciones de febrero las estructuras del poder paquistaní parecen más sanas y la comunidad internacional se ha tranquilizado, el bumerán paquistaní ya ha dado demasiadas vueltas y algún día podría romperse. ~

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