Tienen nombres como Zsuzsa Bánk, Sherko Fatah, SAID, Emine Sevgi Özdamar, Yoko Tawada, Ilija Trojanow o José F.A. Oliver; nacieron en Estambul, Tokio, Budapest, Teherán , Sofía o tal vez en Berlín o en la Selva Negra pero en sus venas corre sangre kurda, española, turca, persa, húngara… y si algo los reúne es el idioma que han elegido para ejercer su literatura: escriben en alemán aunque son hijos de otras lenguas y culturas. Desde hace por lo menos dos décadas han aparecido en el horizonte de la literatura alemana autores de diversos orígenes, y mientras la academia se quema las pestañas para definirlos a partir de la llamada literatura “nacional”, ellos fabulan con una vitalidad y frescura poco comunes en estas tierras. ¿Cómo catalogar lo que escriben? ¿Literatura de inmigrantes? ¿Intercultural? ¿Multicultural…? En 1985 se creó un premio para galardonarlos. Me refiero al Adelbert von Chamisso, que la Fundación Bosch otorga desde entonces a escritores alemanes que provienen de otras lenguas, y ello en homenaje al naturalista y poeta galo (París, 1781) que vivió en Berlín, donde murió en 1838, y aunque el francés era su lengua materna, escribió la mayor parte de su obra en alemán.
“Hace años dije que la literatura de los países centrales europeos iba a ser transformada desde la periferia. Desde la inmigración…” me comentó Juan Goytisolo durante una de sus visitas a Berlín. “Los hechos me dieron la razón: el idioma francés ya está mediatizado por la literatura de los inmigrantes de origen árabe, y en Alemania se está consolidando la literatura de los turcos de la segunda generación…” .
En efecto, el mismo fenómeno que en Francia cobró cuerpo en los ochenta cuando los descendientes de las ex colonias, además de jugar bien al fútbol (gloria, oh, Zidane), comenzaron a escribir y publicar en francés, se está reconociendo ahora en Alemania. En la última Feria del libro de Leipzig, en marzo pasado, la novela Der Weltensammler –El coleccionista de mundos– de Ilija Trojanow, escritor nacido en Bulgaria y que vive en Berlín, fue elegida como la mejor novela alemana.
“Estamos cada vez más cerca, pero sólo cuando algún escritor nacido fuera de Alemania o hijo de padres no alemanes reciba el Premio George Buechner [la distinción literaria más importante en lengua alemana, que se otorga desde 1951] pues entonces habremos entrado definitivamente al canon”, asegura José F.A. Oliver. Nacido en la Selva Negra en 1961 e hijo de trabajadores andaluces, Oliver ha sido catalogado por la crítica como uno de los mejores poetas alemanes de estos tiempos. Con una docena de poemarios publicados y autor de la prestigiosa editorial Suhrkamp, este trovador moderno transformó la lírica alemana contemporánea, recuperó la estética de la lengua popular al traducir sus libros al dialecto –allemanis– de la Selva Negra donde nació y vive, inventa palabras, escribe todos los nombres en minúscula, como ya lo habían hecho los concretistas, y su poesía se canta y se baila. “Dos mundos viven en mí” sintetiza el poeta. “Escribir en alemán sin ser alemán, ése es el tema. Me toca resistir […] porque en mis versos y en mis sentimientos yo soy judío, turco, gitano y cholo”.
En el marco del último Congreso Internacional del PEN Club realizado en Berlín en mayo pasado, seis de estos autores y autoras fueron “presentados en sociedad” en una mesa redonda bajo el lema “Ah, pero ¿usted escribe en alemán…?” Allí hablaron de su relación con el idioma, de sus motivos, de sus pasiones, del viaje gramatical de una lengua a otra, y como cierre leyeron sus textos con todos los matices de una sinfonía.
Nada delataba su origen al oírlos: es literatura alemana. Y punto. Nada más ni nada menos. Pero al verlos, la huella de las sangres y otros soles y hemisferios marcan ciertos rasgos, los ojos, el tinte de la piel, la forma de moverse o gesticular. En algo sin embargo son nuevos, frescos y únicos: en su forma de abrazar el idioma, dirigir la mirada, moldear la escritura. Ya no se trata de excepciones sino de una verdadera corriente que renueva, transforma y enriquece la lengua de Goethe y Schiller atravesando fronteras, demostrando que los inmigrantes son algo más que una estadística incidente –para mal o para bien– en lo económico y lo social: también han puesto sus pies en la fuente de la cultura y relajan el alma en el agua del idioma.
Ilija Trojanow, por ejemplo, nacido en Sofía y residente en Berlín, es dueño de una capacidad de fabulación y un estilo lúdico en la escritura como pocos. Su último libro Der Weltensammler, que se mantiene en las listas de best sellers desde marzo, es la historia del colonizador relatada desde la mirada del colonizado, en un claro diálogo con ese otro alemán que se llama Georg Christoph Lichtenberg y que en uno de sus geniales aforismos escribió.
“Cuando los aborígenes descubrieron a Colón, hicieron un amargo descubrimiento”.
–Cuando estoy como turista en Nueva York me tratan como si fuera americana, en cambio en Hamburgo, donde vivo desde hace quince años, siempre soy extranjera –reflexiona Yoko Tawada, una talentosa japonesa que a los veintiuno eligió vivir en Alemania, escribe poesía, ensayo, novela y teatro, en alemán y japonés. Su última obra, Sancho Panza, fue estrenada en Barcelona por el grupo de teatro Lasenkan.
–¿Y a qué se debe esto? ¿Es que para los alemanes un extranjero siempre es extranjero?
–Bueno, para verlo positivamente, yo diría que los alemanes son más curiosos que los norteamericanos, prefieren preguntar para entender –responde Tawada después de pensarlo un poco. Y sonríe, como los textos que acaba de leer. ~