A José Acévez
Hasta hace poco, el color era la pequeña provincia de pintores y ayudantes, tintoreros y restauradores. Solo ellos se afligían por el efecto del aire y el tiempo en la pintura –algunos azules, al oxidarse, se volvían verdes. Muchos pasaban las horas de la mañana, la tarde y la noche frente a sus cuadros, observando cómo la luz iba traicionando los tonos que cuidadosamente habían elegido. Solo ellos discutían las ventajas de una marca de colores contra otra, mientras su obsesión por el azul ultramarino o por el rojo los llevaba a derrochar tiempo y dinero en traerlos de regiones tan remotas como la Nueva España o Afganistán. Consultaban compendios de recetas para preparar colores y se fatigaban en elaborados experimentos para dar con el tono preciso. ¿Cuántos se habrán desvelado, más de una noche por semana, por seguir al pie de la letra las instrucciones para preparar el blanco de san Juan?
Toma cal apagada, ponla pulverizada en un barreño durante ocho días, cambiándole el agua a diario para que expulse toda su impureza. Después, haz panecillos pequeños y ponlos al sol sobre un tejado. Cuanto más viejos sean los panes, mejor será el blanco. Cuando estén secos, tritúralos y añade agua. Vuelve a hacer nuevos panes y ponlos a secar. Haz esto dos veces y obtendrás un blanco perfecto.[1]
Parece mentira que las humanidades hayan pasado por alto a los colores. Peor aún, el panorama no mejora en la historia del arte. Georges Roque, historiador del arte pero también filósofo, ha tomado nota de la manera en que sus colegas evitan cualquier conversación al respecto. Muchos consideran que el color es un aspecto decorativo, y por lo tanto menor, de la pintura. Otros creen que los artistas eligen su paleta por medio de la intuición.[2] Así, por decorativos y subjetivos, los colores se toman a la ligera.
Mientras tanto, la mayoría de nosotros piensa que el asunto se reduce a la luz y al ojo, a una simple relación universal entre causa y efecto. Sin embargo, hay mucho más en juego que la longitud de onda y la operación de los conos y los bastones de la retina. El color rebasa los campos de la óptica y la fisiología. A John Gage, ex director del departamento de historia del arte en Cambridge, por ejemplo, le interesaba más la historia de los conceptos cromáticos. No todas las sociedades, advirtió, comparten la noción de que existen colores fundamentales y ha cambiado, de una época a la siguiente, la manera en que se ordenan los millones de tonos que el ojo humano percibe. Para ilustrar el meollo, Gage puso a Newton de ejemplo. Si bien es cierto que el científico inglés descubrió que la luz blanca, refractada a través de un prisma, se descompone en diferentes colores, también lo es que decidió aislar solo siete de ellos. Newton, siguiendo a Gage, creó siete categorías de color porque le interesaba que fueran equivalentes a las notas musicales.[3] El rojo, el naranja, el amarillo, el verde, el azul, el índigo y violeta son una selección incompleta y circunstancial. Así, los conceptos de los colores y su arreglo nunca han sido una noción verdadera en un sentido atemporal o universal. A ello precisamente se debe que las humanidades hayan podido reclamar, al fin, el estudio del color.
No se puede redactar un manual rápido de colores. Roque, quien investiga sus usos sociales, apunta que un mismo tono suele tener significados contrarios. Quizás sirva pensar a los colores de una pintura como a las palabras de un poema. Además del significado registrado en el diccionario, hay que considerar los usos cotidianos de la palabra, así como los sentidos que adquiere cuando se le relaciona con el resto de las palabras del verso, la estrofa y el poema completo.
Para dar cuenta de todo ello, los recientes estudios del color tendrán que involucrar varias disciplinas. Habrá que recurrir a la semiótica y a la lingüística, como ha comentado Roque. Pero también, tendremos que repasar la historia de la ciencia y la tecnología –considerando tanto a la botánica como a la química– e, incluso, a la del imperio español y los virreinatos en América (no olvidemos que la grana cochinilla, producida en Nueva España, enriqueció la paleta europea de colores). Deberemos desempolvar las leyes y ordenanzas que han regulado el uso de ciertos tonos y tendremos que ponerle atención a la propaganda, porque el color también pasa por la política. Y habrá que pensar en los valores raciales, nacionales y de género que solemos atribuirles. Por lo tanto, no se podrá escribir la historia del color, mejor aún, se escribirán las muchas historias de los colores.
[1]Cennino Cennini, El libro del arte, Akal, Madrid, pp. 106-107.
[2]Georges Roque (coord.), El color en el arte mexicano, México, unam, iie, 2003, pp. 16 y 17.
[3]John Gage, Color and Meaning. Art, Science, and Symbolism, Berkley y Los Angeles, University of California Press, 1999, pp. 14-15 y 26.
(Ciudad de México, 1986) estudió la licenciatura en ciencia política en el ITAM. Es editora.