Silencio, por favor

Hay quienes no reparan en que su música puede o no gustar al prójimo o incluso molestarle: el otro no existe. 
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Los domingos por la noche salimos a cenar para amortiguar la caída en lunes. El objetivo de este pequeño ritual es también probar la comida de los lugares cercanos a la casa, un mapeo de la gastronomía local y de paso una licencia semanal para comer con despecho, como si por tener que trabajar al día siguiente recompensáramos la desmañanada con grasas saturadas.

Hace unas semanas, sentados en una mesa de cierto restaurante del Centro Histórico, mientras saboreábamos una cochinita pibil casi obscena, una estudiantina se acomodó en un rincón. Seis o siete personas en mallas y capas comenzaron a tocar canciones como "La bikina", haciendo vibrar el lugar por gracia de un amplificador, e interrumpían irremediablemente la ceremonia dominical entre el susodicho, los tacos y yo.

¿Qué se supone que debemos hacer ante invasiones como esta? ¿Es inconveniente responder? ¿Qué es lo correcto: atender a la música, aunque, ni modo, no le guste a uno?, ¿aunque ensordezca?

¿Es mi amargómetro a punto de reventar, o hay infinitas formas de violencia: las estudiantinas, por ejemplo, cuando tocan mientras cenas?

La antología del mal gusto es también infinita y desde luego subjetiva. La mía enlista ese vicio lamentable de los restaurantes, tiendas y salas de espera de musicalizar el espacio con versiones chill-out de los grandes éxitos de la música occidental –Michael Jackson o La lambada–, versiones sinfónicas de los mismos, casi todos los villancicos y un largo etcétera. Algunas veces podemos sortear la imposición musical, algunas no. Me parece muy abusivo que las personas lleven potentes bocinas a la playa o que las farmacias hagan de la calle una pista de baile. No reparan en que su música puede o no gustar al prójimo, incluso molestarle: el otro no existe. Ese complejo de DJ parece apropiarse de muchos lugares públicos. Somos una sociedad escandalosa. Me parece muy opresivo que al bajar al andén del metro, si uno no lleva audífonos, tenga que chingarse una canción entera de Anahí. Muy poco respeto por el silencio ajeno.

En Confesiones de un burgués terrorista, novela de Mario González Restrepo, un trío de “soldados de la belleza” comienzan a ser noticia en Bogotá por destruir las obras de arte que ellos consideran feas. El grupo alcanza a convertirse en un mito de la justicia poética que atrae a muchos habitantes de la capital colombiana. Más adelante en la trama, el extremo de la crítica destructiva los convierte en asesinos y los conduce a la cárcel.

Obviamente, no se me ocurre atentar contra las estudiantinas o cualquiera que exagere compartiendo sus gustos musicales, pero no niego que de pronto fantaseo con llevar conmigo unas tijeras para ir por la vida cortando cables de bocinas.

 

 

 

 

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