Breve nota aclaratoria.
La revista Alma Mater, órgano de la Federación Estudiantil Universitaria de la Universidad de La Habana, pidió a un grupo de escritores y artistas cubanos, antiguos graduados de esta institución, algunas breves páginas de recuerdos. Intenté que las mías fueran sencillas y poco virulentas, aunque también lo más honestas posibles. Intenté no mentir ni edulcorar la realidad. Mis páginas nunca aparecieron en revista de tan latino nombre. Ni siquiera fui informado de que no aparecerían. Existe un tópico para esto: "la callada por respuesta". Así que, amable lector, parafraseando al príncipe de Lampedusa, puedo decir que todo ha cambiado para que todo siga igual.
A. E.
Me han pedido que recuerde un tiempo que yo, con toda obstinación, he tratado de olvidar. Y no sólo lo he tratado, sino que en gran medida lo he conseguido. Ahora, después de veinticuatro años de graduado, debo detenerme y realizar un esfuerzo, muchas veces infructuoso, por intentar disponer, en determinado tiempo, en determinado espacio, los detalles de sucesos precisos que mi memoria ha convertido en imprecisos, que mi memoria ha necesitado, ha querido borrar. Tengo la dicha de tener mala memoria para los malos recuerdos.
Pero me han pedido que recuerde. Y puedo casi volver a experimentar la alegría de aquella mañana, en el Instituto de Segunda Enseñanza de Marianao, en que supe que me habían otorgado la primera de las únicas dos matrículas que, para la entonces Escuela de Artes y Letras, habían llegado al Instituto. Era una de las cosas que más deseaba. En aquellos años tenía la ingenuidad de creer que estudiar una carrera de humanidades constituía el mejor trayecto para llegar a la literatura. Hoy sé que a la literatura se llega por múltiples y diferentes caminos, y que, cuando uno de verdad lo desea, todos los caminos conducen a la literatura. Aunque, por supuesto, esto se aparta de la universidad y de mis recuerdos sobre ella.
Ignoro cómo será la universidad de ahora. Sí sé, en cambio, que la universidad a la que yo tuve el infortunio de acceder, era la del "quinquenio gris", como se ha llamado con bastante candor, y mayor eufemismo, a la década del setenta en que tan terriblemente mal fueron en Cuba las cosas del espíritu. La alegría que provocó en mí el otorgamiento de la matrícula se vio poco a poco oscurecida por los datos de la realidad. Algunos meses antes de entrar, un estudiante de los últimos años, importante dirigente de la Federación Estudiantil Universitaria e "insertado" (se llamaba "inserción" al trabajo con el que compaginábamos los estudios), insertado, digo, como profesor en el Preuniversitario de Marianao, pasó su brazo sobre mi hombro, adoptó una pose deliberadamente paternal, y con la mejor de sus voces me aconsejó: "Tienes que endurecerte".
En efecto, había que endurecerse o sucumbir. Yo no me endurecí (al menos en el sentido en que me lo estaban exigiendo): tampoco sucumbí. El asunto es que no puedo ahora explicar cómo logré semejante proeza: la sobrevivencia. Por extraña paradoja (o acaso por lógica aristotélica, no lo sé) un país donde tanto abunda la homosexualidad ha resultado un país de marcada homofobia. Las claves de semejante complicación quedan también fuera de lugar en estos breves recuerdos.
Yo, un joven homosexual de dieciocho años, matriculado en un centro de enseñanza superior en La Habana de los setenta, no podía pasarla demasiado bien. Así, creo recordar que, siendo uno de los mejores alumnos de Historia de la Filosofía (a la sazón, me fascinaba ese otro lado de la imaginación humana), no fui seleccionado para integrar el extenso grupo de alumnos-ayudantes (especie de lectores). En clases especiales, esos alumnos profundizaban en los estudios de los grandes pensadores (desde Sócrates hasta Sartre). No ser seleccionado, sin embargo, no fue lo más grave. Lo peor vino cuando sí fui elegido para pintar las paredes de ese mismo centro. Mientras mis compañeros estudiaban filosofía, yo pintaba, con pintura de vinil verde, las paredes de las aulas donde ellos estudiaban filosofía.
También me acuerdo de que muchos de mis amigos heterosexuales no recibieron el carné de la Juventud Comunista por ser amigos míos. Cuando me volvieron la espalda, al año siguiente, se les entregó puntual el carné rojo que tanto anhelaban.
Asimismo supongo que puedo evocar el escándalo que provocaron unos ingenuos versos presentados a un concurso de la FEU. Eran versos horribles que ya ni recuerdo, pero no fue por desgracia la mala calidad literaria la que provocó el revuelo. A un señor llamado Luis Toledo Sande, ahora sesudo director de la revista Casa de las Américas, y a la cabeza en esos años de Comité de Base de la Unión de Jóvenes Comunistas de la Facultad de Artes y Letras, le molestó el tono equívoco, sospechoso de aquellos versitos.
También mi amistad con Virgilio Piñera tuvo consecuencias bastante desastrosas. Sólo que este asunto también rebasa la pretensión de estos expeditos recuerdos.
No todo fue malo, por supuesto. Estaban las clases maravillosas de la doctora Beatriz Maggi. La inolvidable incursión en la Historia del Arte Español de la doctora Rosario Novoa. Las exigentes clases de Historia de Gustavo Du Bouchet. Las clases de Arte de Amado Palenque, de Teresita Crego. La literatura cubana que nos impartía con desenfado Denia García Ronda. En medio de todo, hubo como siempre momentos dignos de recordar.
En todo caso, siempre me gusta decir que ese paso por la Universidad de La Habana fue para mí, en rigor, una escuela de paciencia y humildad, dos cualidades que el futuro escritor (el futuro profesional) debe tener muy en cuenta.
Si del tránsito por semejante infierno el estudiante no termina lleno de resentimiento, ha sido una victoria no del infierno, sino del estudiante.
No conozco la universidad de hoy. Estoy seguro de que, sin embargo, si los jóvenes pueden leer estas desagradables evocaciones en las páginas de la revista Alma Mater, quiere decir que el cambio ha sido considerable. Y verdadero. –La Habana, junio de 2001