La vaca que quería ser presidente

¿Qué sucede cuando retraerse de las convenciones civilizatorias se vuelve una razón de ser y orgullo?
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Su candidato había sido derrotado por más de 40 puntos porcentuales. Andrés Manuel López Obrador rechazaba, sin embargo, tener responsabilidad alguna por los resultados adversos de aquella elección en la que el PRI les había pasado por encima, pese a haber bloqueado toda alianza política que hubiera favorecido una mayor competencia. La responsabilidad, dijo, era “de la mafia del poder”, de Carlos Salinas de Gortari, de Elba Esther Gordillo y de Televisa, a quienes acusó “de aprovecharse de la pobreza del pueblo y de la ignorancia de amplios sectores de la sociedad para terminar de implantar una dictadura encubierta”.

Aquellos comicios de julio de 2011 en el Estado de México, permitían concluir a López Obrador que “en nuestro país es prácticamente inexistente la democracia”; equiparó el triunfo electoral del PRI con el retorno del dictador Antonio López de Santa Anna y aseguró, “con todo respeto a las vacas” que bajo las condiciones actuales de competencia electoral hasta una vaca gana

En El pueblo que no quería crecer, Ikram Antaki menciona que en México nos hemos “acostumbrado a leer las páginas izquierdas de la historia con el ojo izquierdo”, como si no existiese por lo menos una cantidad similar de páginas derechas. Nos pasó que un día el chantajista se volvió amo de la historia y amo del juego, y sus reglas consisten en la revaloración del pasado sobre el presente y la ruptura sobre la negociación. “Ese chantajista es el que se ha apoderado de lo muerto de la historia para hacernos creer que sin el culto a ese muerto embalsamado todo se destruirá”.

Definido por el escritor Juan Villoro como un caudillo anticuado que no conoce la autocrítica, un viejo texto publicado en The Washington Post por Enrique Krauze identifica quizás uno de los más grandes defectos de López Obrador: su empecinamiento en tratar de sostener lo insostenible, que el México de hoy es el mismo que el México de los días en que el PRI gobernaba.

En La transición democrática en México, libro de reciente aparición, José Woldenberg hace el recorrido entre los años 1977 y 1997, tiempo en el que, afirma, nuestro país fue capaz de desmontarun sistema autoritario y construir una democracia germinal. Y fue lo que se hizo en esos 20 años, lo que permitió el cambio por la vía electoral; es decir, que existió una genuina transición democrática que precedió a la alternancia en el Poder Ejecutivo.

“El nuestro —explica Woldenberg— era un sistema autoritario (no dictatorial, menos totalitario) al que le faltaban dos piezas para transmutarse en democrático: un sistema plural de partidos representativo de las diversas corrientes políticas en el país y un sistema electoral capaz de ofrecer garantías de imparcialidad y equidad a los contendientes y a los ciudadanos”.

México ha sido capaz de construir un espacio para que la diversidad política se pueda expresar y recrear; hemos creado contrapesos y los datos están ahí. Comparemos el número de gobiernos estatales y ayuntamientos en manos de la oposición en 1977 y luego en la víspera de la elección de 2000, hagamos lo mismo con la composición del Senado al final de esos 20 años.

La historia avanza y retrocede vacilando; ignorar el pasado nos expone a repetirlo, decía de nuevo Ikram Antaki sobre la nación que somos, de ahí que debiéramos exigir a nuestros mejores hombres alzarse por encima de los órdenes antiguos, conocer todo el pasado, luego dejarlo y recomenzar. Sin embargo, en México, la tradición carroñera ha logrado postularse como proyecto de nación.

En octubre de 1988, cuando el ingeniero Cuauhtémoc Cárdenas llamó a aquella multitud en el Zócalo a fundar un nuevo partido (el PRD), persuadido de que había que procesar de alguna manera  la rabia por el maquillaje de cifras de la elección presidencial de aquel año, planteó que la nueva organización debería ser en su vida interna y, sobre todo, en la conducta personal de cada uno de sus miembros, la imagen tangible de aquello que buscaban para el país y la sociedad.

Una década después, con Andrés Manuel López Obrador en la dirigencia nacional, el PRD se había convertido ya en el partido de los Martí Batres, de los políticos clientelares que usaban las necesidades sociales para comprar la voluntad y el voto de la gente a la que le entregaban a precio de regalo, litros de Leche Betty, aunque estuviese contaminada con caca y su consumo no fuera en lo absoluto recomendable.

Ese pasado no está en la memoria selectiva del chantajista que medra del malestar con la democracia, que se opone diametralmente a lo que el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) llama malestar en la democracia. En ese sentido, el caudillo del atávico rencor al pasado enfrenta a los votantes a una tentación peligrosa: “el rápido remplazo de un explotador por tirano y de un vencedor por su antigua víctima”. La naturaleza de esto, explica José Woldenberg, se encuentra en que “queremos la eficacia del autoritarismo sin entender que el pluralismo por definición es más tortuoso”.

En agosto de 2012, derrotado por el PRI, Andrés Manuel López Obrador se presentó a los medios en su casa de campaña con un chivo, tres gallinas, un cerdo y cuatro patos que más tarde ofreció al Tribunal Electoral como prueba de la compra y coacción del voto en la elección presidencial del 1 de julio. Al resto de su recurso de impugnación —dicho por quienes le dieron su voto— le faltaban dos elementos importantes: lógica y soporte fáctico.

El pueblo no es tonto y tonto es el que piensa que el pueblo es tonto”, dice él, aunque también cree que ese pueblo es capaz de votar por una vaca si Carlos Salinas de Gortari y Televisa lo desean. Él, los suyos, son el ejemplo más acabado de aquel pueblo que no quería crecer, siempre víctima y tan bien dibujado por la escritora siria como “un pueblo creador de tinieblas, no de luz, capaz de dar valor universal a una proposición que no tiene más que un valor artificial, que considera como concluyentes unas aserciones que no lo son”.

Ahí el riesgo. Cuando retraerse de las convenciones civilizatorias se vuelve una razón de ser y un orgullo, entonces poco queda por salvar.

 

 

La transición democrática en México. José Woldenberg. El Colegio de México, 2012.

El pueblo que no quería crecer.Ikram Antaki. Editorial Océano, 1996.

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Periodista. Autor de Los voceros del fin del mundo (Libros de la Araucaria).


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