La Venezuela de Chávez

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Iris Fundora es una mujer pulcra y severa con una gruesa trenza de cabello rizado y un levísimo trazo de bigote. Cuando la conocí, Iris se hallaba cómodamente reclinada en su silla, en una clínica provisional de Caracas donde trabaja como doctora. Era un día húmedo y, en la sala de espera, algunas mujeres abanicaban a sus bebés con sus manos o con folletos informativos de vivos colores que yacían dispersos en el suelo. Desde un baño sin puerta emanaba un olor a orina y pañales sucios.
     Esta clínica fue antes una estación de policía, una construcción de dos habitaciones que corona la carretera que en ella termina y el cerro en cuya cima se encuentra. En 2003, el gobierno donó la construcción a un programa llamado Barrio Adentro, que proporciona servicios de salud a millones de venezolanos pobres. El edificio es blanco y sencillo, el frente está adornado con una imagen de la Virgen María hecha con ramas. Afuera, unos cuantos hombres esperan en cuclillas bajo la sombra y fuman. Desde allí, podrían ver la extensa carretera que serpentea hacia el corazón del barrio Los Frailes —a través de filas de apartamentos que se apilan uno sobre otro, a través de estancos donde se sirve expresso en tazas del tamaño de un dedal y botellas gigantes de Coca-Cola, a través del humo de una camioneta que espera ahuyentar a un hato de viejas— y más abajo, hacia el fondo del valle, donde las cuestas de Caracas se yerguen como piernas de las nubes en el cielo de la mañana. En cada una de las dos habitaciones, un doctor cubano se ocupa auscultando a los pacientes. Iris Fundora es uno de esos doctores y, cuando la conocí, había trabajado en ese lugar durante casi un año.
     Muchos de los pacientes de Fundora son niños que padecen las enfermedades propias de un área urbana densamente poblada, y muchas de esas enfermedades son resultado de las condiciones ambientales de Los Frailes. Entre los niños, la diarrea está generalizada, al igual que las afecciones de la piel. Estas últimas se deben en gran medida a las grandes cantidades de basura que se acumula en las calles del vecindario, y que a menudo forma pilas justo frente a la clínica misma. Recientemente, Fundora ha visto mucha hipertensión entre sus pacientes mayores; me dijo que no sabía a qué atribuirlo. Al principio, Fundora, que tiene 33 años, no quería hablar conmigo, y cuando le pregunté por qué había venido a Venezuela, me dijo que no tenía derecho a inmiscuirme, que preguntarle eso equivalía a que ella me preguntara sobre mi familia, mis hijos o mi vida personal. Así que le pregunté sobre Cuba. Comenzó a sonreír y me contó sobre una parte de la isla llamada Cabeza de Cocodrilo y sobre el pueblo de Granma, de donde es originaria y donde Fidel Castro, a quien simplemente llamó Fidel, desembarcó cuando regresó de México en 1956. Algunas de las personas que vienen a ver a Fundora no están de acuerdo con la llegada de cerca de veinte mil doctores cubanos que el gobierno de Venezuela hizo venir —muchos de ellos veteranos de guerras en Angola y otros lugares—, ni con los entrenadores y dentistas que llegaron en los últimos dos años. Fundora me comentó que ha tenido que lidiar, a veces, con el “rechazo”.
     Al escuchar esto, una mujer llamada Enayide Lozano, quien está a cargo del Comité Médico que supervisa a los cubanos, se unió a la conversación. Lozano tiene 49 años y ha vivido en este barrio toda su vida. Apoya con entusiasmo tanto a los doctores cubanos como al presidente que los trajo. “Estábamos hartos de doctores que no querían tocar a sus pacientes”, gritó. “Eran horribles. Nuestros propios doctores venezolanos temían tocar a los pobres, como si fueran a contagiarles una enfermedad o algo, como si los fuéramos a picar. Al final tuvimos que traer a estos doctores extranjeros.” Mientras Lozano hablaba, Fundora se recargó en su silla y sonrió, casi con benevolencia. “Mírela”, dijo Lozano señalando a Fundora, “hablando bien de Cuba. También deberíamos decir cosas buenas sobre Venezuela. Yo tengo cosas buenas qué decir sobre mi país”. Cuando Lozano se fue, le pregunté a Fundora qué pensaba sobre los doctores venezolanos con los que había trabajado. Dijo que la mayoría eran buenos y que estaban dispuestos a ayudar. Existía, no obstante, un problema. Entonces me contó una historia sobre cómo los doctores venezolanos exigían análisis a sus pacientes incluso antes de recetarles algo para sentirse mejor. Los análisis requieren dinero, o seguros, o ambos, y la mayoría de la gente, según me dijo Fundora, no podía costear esos análisis. “Estos doctores tienen que quitarse de la cabeza la idea de que no forman parte de la sociedad.” Antes de irme, le pregunté si eso —borrar algunas ideas que tienen los doctores en la cabeza— era parte de la revolución denominada “Bolivariana” por su propio creador, el presidente Hugo Chávez. Fundora hizo un gesto burlón, asintió y escogió sus palabras cuidadosamente: “Esto va a llevar tiempo”, dijo, “es parte de la tarea de transformación que se necesita aquí.”
     El clima revolucionario en Venezuela extrae su aliento vital, en parte, de Aló Presidente, el mensaje semanal que transmite Chávez todos los domingos a la nación. Millones de venezolanos escuchan a Chávez transmitir el discurso semanal por radio. Otros tantos millones pasan días enteros frente a la televisión mirando el rostro ancho y endurecido de Chávez, en el que la historia de los indios, los negros y los blancos pobres se ha fundido por completo. Chávez puede verse lindo y tierno, o astuto y seductor, como si el contenido de su pesado cuerpo necesitara moverse ocasionalmente sólo para mantenerse cómodo. Chávez tiene pasión por lo teatral, y por la emoción del poder que puede construirse de manera fascista, o sin duda populista. Es esto último lo que ha encontrado resonancia entre sus más estridentes admiradores. Cuando él les dice, o parece decirles: “Yo soy los pobres, y los pobres son yo”, a menudo se gana su atención, pues no es la primera vez que los venezolanos han escuchado esto. Cuando les dice, con su rostro ancho e inquisitivo, que se unan a él, Chávez puede ser sumamente convincente.
     El domingo en que llegué, Aló Presidente fue inusualmente corto, ya que duró tan sólo cuatro horas, y algunos especularon que podría deberse a que Chávez había sido anfitrión del presidente de Irán, Mohammed Khatami, durante toda la semana. Poco tiempo atrás, ante la decisión de Irán de desarrollar su programa nuclear, Chávez declaró su apoyo incondicional y en esta ocasión aprovechó la visita de Khatami para subrayar ante el mundo que Venezuela se yergue hombro con hombro al lado de Irán y frente a la hegemonía estadounidense. Esta vez, Chávez comentó con gran detalle algunos programas gubernamentales recientes, bromeó y charló con el público en vivo en Miraflores, el palacio presidencial, e intercambió anécdotas con algunos de sus ministros y asesores. La transmisión en cadena nacional de Aló Presidente #215 a través de las estaciones estatales de radio y televisión también mostró al presidente cantando con una banda que había venido a la capital desde Valencia.
     Pese a su naturaleza vaga y a veces sin sentido, los discursos de Chávez son más que simples —aunque confusos— recuentos de acontecimientos actuales. Se suele considerar a Chávez como un hombre en verdad carismático, que cuenta con una extraordinaria habilidad para dirigirse a los venezolanos comunes en un nivel personal utilizando un lenguaje que ellos entienden.
     Pero también es cierto que la retórica de Chávez ha penetrado en el lenguaje de la oposición venezolana, una oposición que se ha encontrado a sí misma en lo que considera la absurda posición de reaccionar a un lenguaje que a menudo no comprende. Un día, fui a almorzar con el poeta venezolano Eugenio Montejo en un restaurante afamado, Tarzilandia, que se halla en las laderas de los cerros, justo sobre el barrio caraqueño de Altamira. El restaurante alberga varios loros de colores brillantes, que habitan grandes jaulas dispuestas a la entrada. Varias estancias rebosan con una impresionante colección
de taxidermia. Montejo, de unos cincuenta años, usa bigote y lentes, y es cortés y escrupuloso hasta el extremo. En abril recibió el Premio Octavio Paz por una vida dedicada a la poesía. Sin embargo, cuando almorzamos, Montejo confesó que tenía dificultades para escribir su discurso de aceptación. La política, dijo, estaba consumiendo todo su tiempo creativo. “El otro día me encontré con el poeta Rafael Cadenas fuera de Caracas”, dijo “y le confesé, con algo de culpa: Rafael, estoy leyendo tres periódicos al día. Rafael me miró, se sonrojó un poco y puso sus manos en su cabeza y dijo, ‘Bueno, yo estoy leyendo todos’. Así que ahí estamos.” Montejo ha intentado plasmar en poesía sus reacciones ante la revolución, pero el resultado no ha sido nada publicable. Su sensibilidad poética se ha visto estremecida. Su persona entera, pulcra, de hecho, parecía algo desestabilizada. “Hay un abuso del lenguaje”, me dijo, con una cerveza Solera en la mano, “Simplemente no se puede decir nada. Hace dos años, el presidente afirmó que no debíamos poner atención a lo que decía, sino a lo que hacía. Esto es muy serio. Lo que nos distingue como especie es el lenguaje. No puedes sencillamente tirarlo a la basura. El presidente debe hablar después de pensar cada palabra que dice. ¿Por qué está descalificando el proceso de la comunicación? ¿Por qué lo está pervirtiendo?”

*
     Los venezolanos ya iniciaron su sexto año bajo el mandato de Hugo Chávez y su partido, el Movimiento de Quinta República, mvr. Las siguientes elecciones presidenciales están previstas para el 2006 y es casi seguro que gane Chávez. A él le gustaría seguir en el poder hasta 2021, año para el cual estima que la revolución ya estará bien avanzada y quizás, sugiere, ya no requiera de su constante cuidado y atención. Casi desde el principio, cuando resultó electo en 1998, Chávez ha hermanado su revolución con prácticamente cualquier movimiento social o político importante de la historia reciente. Lenin suele figurar de manera prominente en sus discursos semanales a la nación. La palabra democracia también destaca en la Constitución de 1999, que Chávez ha comenzado a citar como el texto oficial de la revolución. En febrero, Chávez se declaró socialista, lo cual originó una ráfaga de inquietas especulaciones. Sin embargo, por sobre todo, Chávez define la revolución como “bolivariana” y es claro que vincula su pensamiento y personalidad con el hombre que venera abiertamente más que a ningún otro, Simón Bolívar, el Libertador. La moneda de Venezuela —su nombre oficial y su sabor estético—, están de cierto modo ligados a Bolívar. Así pues, la revolución es una especie de homenaje viviente al populismo del hombre real filtrado a través de cálculos políticos modernos y crudos. Tal vez sea por la intensidad con la que ha logrado elegir algunos elementos de la sociedad venezolana que, a su parecer, requieren no sólo de un cambio gradual, sino de medidas correctivas radicales, como la revolución bolivariana ha pesado en el país de una manera tan excepcionalmente rígida y brutal.
     La última vez que Chávez consolidó su poder —y fortaleció su control sobre casi todos los instrumentos de gobierno— fue el 11 de abril de 2002, durante el golpe de Estado que lo destituyó de la presidencia por dos días y sumió al país por momentos en el caos. Ahora, el gobierno hace referencia al golpe como una “alteración temporal del orden constitucional”. Chávez no tardó en recuperar el poder. Y el intento por destituirlo violentamente le abrió el paso para castigar a los medios, a sectores del ejército y a la compañía estatal petrolera, Petróleos de Venezuela o pdvsa.
     Durante años, pdvsa había sido una especie de gobierno fantasma, pues daba cuenta de aproximadamente 80 por ciento de la economía venezolana. Aun bajo las peores circunstancias, pdvsa había seguido funcionando, de manera casi independiente. Un mandatario tras otro temía siquiera tocar lo que constituía, en esencia, la institución más sagrada de Venezuela. Pero pdvsa también había fungido como bastión del sentimiento antichavista, así que en el invierno de 2002 miles de trabajadores petroleros iniciaron una huelga para protestar por lo que consideraban una política de intrusión por parte del gobierno en el negocio del petróleo. La huelga paralizó al país. Chávez la vio como una afrenta personal y despidió a dieciocho mil trabajadores —casi la mitad—, entre ellos algunos de los ingenieros y técnicos más calificados. Los despidos masivos se contaron entre los más numerosos de la historia. Se estima que la huelga le costó al país unos siete billones de dólares. Terminados los despidos, Chávez tomó el control de la compañía.
     Sin embargo, poco después Chávez enfrentó la perspectiva de verse cesado democráticamente cuando la oposición venezolana convocó a un referendo en torno a su presidencia en marzo de 2003. En ese momento, sus niveles de aprobación en las encuestas nacionales habían alcanzado un mínimo histórico de alrededor de 35 por ciento. Chávez retrasó la fecha del referendo —que en un principio era noviembre de 2003— durante más de un año, tiempo suficiente para implementar una serie de medidas que habrían de definir la Venezuela moderna.
     Entre éstas destaca una serie de “misiones” financiadas por el gobierno. Costeadas con los billones generados por las ventas petroleras a Estados Unidos, el principal cliente de Venezuela, las misiones son básicamente programas abiertos de subsidio que buscan aliviar problemas que van desde los bajos índices de alfabetización hasta los desastrosos sistemas de salud y educación. Las misiones tienen nombres como Robinson, Reto o Barrio Adentro, y millones de venezolanos pobres han aprovechado el repentino y sorprendente flujo de dinero que a menudo reciben bajo una escasa o nula vigilancia. A veces, el gobierno se refiere a estas inyecciones de efectivo como “becas” y acepta abiertamente que el dinero no siempre se gasta en lo que debería gastarse. Con todo, sostiene que estos fondos contribuyen a una buena causa siempre y cuando sirvan para disminuir la pobreza, aliviar el sufrimiento o ayudar en la compra de ropa o alimentos. Al mismo tiempo, Chávez creó la Universidad Bolivariana, que comenzó aceptando a miles de venezolanos sin cobro alguno. Entre marzo de 2003 y agosto de 2004, año en que se efectuó el referendo, millones de venezolanos recibieron becas sin que nadie les pidiera casi nada, salvo pruebas de su lealtad política.
     Finalmente, el referendo se llevó a cabo en agosto de 2004 bajo un clima de extrema tensión y rencor, y Chávez ganó por un reducido margen. El Centro Jimmy Carter, que vigiló las elecciones, consideró el referendo legítimo, aunque hasta ahora no ha querido dar detalles sobre las restricciones que el gobierno le impuso. Y aunque la mayoría de los venezolanos opositores a Chávez ya consideran los resultados con resignación, persiste el sentimiento de que el gobierno ganó el referendo sólo gracias a una abrumadora campaña de intimidación, sobornos y presión.
     Desde entonces, la revolución bolivariana se ha acelerado a un ritmo que pocos habrían imaginado. Chávez llamó a esta fase “el gran paso adelante” —un guiño en la dirección de Mao Zedong. La planeación para este gran paso comenzó en noviembre pasado, cuando Chávez convocó a una reunión secreta del gabinete en la que se esbozaron las líneas generales del plan. Chávez llamó a crear “unidades de defensa popular” como parte de la reestructuración de la estrategia de defensa nacional. También comenzó un programa acelerado de expropiación de tierras y creó un consejo móvil de ministros que permitiera, o al menos así lo esperaba, descentralizar el gobierno. Desde el referendo, se han creado más misiones, y las ya existentes se han extendido. El efecto acumulativo de estas reformas ha conducido a un hito político y social sin precedentes en la sociedad venezolana. Tanto así que la mayoría de los venezolanos,
sin importar su ocupación, pareciera estar consumida hasta la obsesión por Chávez y sus políticas. Difícilmente existe algún sector en la sociedad venezolana actual que no esté sumergido de uno u otro modo en la política.

*
     Una tarde, tomé una copa con un hombre tranquilo que solía ocupar una posición elevada en el gobierno de Chávez hasta que fue echado hace tres años. Con el tiempo, Chávez se ha ido deshaciendo de muchos ministros, asesores y consejeros, incluidos varios que lo apoyaron en su frustrado intento de golpe en 1992. Aceptó hablar conmigo bajo la condición de que no mencionara su nombre. Le pregunté qué es lo que caracterizaba al chavismo y cómo había cambiado en los últimos seis años.
     Me contestó que la revolución tenía dos objetivos primordiales: un agresivo programa de desarrollo e inclusión para los pobres del país y un programa de reforma radical de la tierra. “La gente dice que esto no es un conflicto de clases —dijo—, pero sí lo es. Puedes tratar de entenderlo de otro modo, pero la exclusión social aquí era tan profunda que debes tomar en cuenta el conflicto de clases. Cuando Chávez le habla a la gente de un mundo de desigualdad, la gente pone atención y ellos se sienten escuchados. Él es sincero en lo que dice. Cuando dice que sufre por los pobres, es verdad. Es auténtico.”
     Cierto es que los gobiernos venezolanos que precedieron a Chávez desatendieron en gran parte la situación de los pobres, que constituyen entre 60 y 80 por ciento de la población, según los cálculos. Durante décadas, el abuso y la explotación masiva del pueblo pasaron en gran medida inadvertidos por los círculos oficiales. A tal grado que Chávez habría de heredar mucho más que una pura frustración. Un estadounidense que conocí en Venezuela me contó de su encuentro reciente con una figura del gobierno que le dijo: “Hemos esperado este día durante casi media década, así que no pienses que lo vamos a entregar tan fácilmente.” El ex oficial con quien hablé dijo que Chávez tenía un interés personal en la revolución. “Si existe una palabra que caracteriza a Chávez, creo que es el resentimiento. Creo que el resentimiento guía todo lo que hace.”
     No obstante, el efecto conjunto de estas dos líneas estratégicas —reducir el espacio para el desacuerdo democrático al tiempo que se desarrolla una estrategia política brutalmente efectiva— ha llevado a un aumento constante en los índices de aprobación del gobierno de Chávez, y a un control cada vez más rígido de la maquinaria gubernamental. En encuestas recientes, Chávez ha ganado adeptos sin falta, incluso aunque los índices de criminalidad y pobreza sigan vigentes. Naciones Unidas considera que la mitad de los venezolanos aún es pobre, una cifra que no ha cambiado en lo esencial desde 1999, cuando Chávez juró erradicar la pobreza de Venezuela. Se estima que el año pasado murieron unos once mil venezolanos de muerte violenta, la mayoría en los barrios irregulares a las afueras de Caracas, donde vive más de una quinta parte de los veinticuatro millones de habitantes del país. Las pandillas han proliferado bajo el mandato de Chávez, así como los abusos policíacos. Recientemente, han aparecido varios reportes en los periódicos venezolanos sobre las sanciones oficiales de estos abusos, sobre todo en las áreas rurales. La mayoría de los criminales no son juzgados y los que sí, no son castigados. Un día, saliendo de un elevador, me topé con Max Biella, un carnicero venezolano que vive en Toronto. Hace un año, su padre fue asesinado, él cree que por la policía. Max regresa de vez en cuando a Venezuela para dar seguimiento al caso. Y se va tan rápido como puede. Como es de esperar, teme por su seguridad.
     Otro día, una historia de El Nacional, uno de los dos periódicos más importantes, llamó mi atención. Trataba sobre el “turismo político”. Como gran parte de la prensa venezolana, El Nacional es un periódico de oposición, y se regocija en publicar artículos sobre las debilidades y los absurdos del gobierno. Esta nota hablaba de cómo el Ministerio de Turismo estaba promocionando un programa para atraer turismo intelectual a Venezuela. El ministro Wilmar Castro Soteldo apostaba por que intelectuales de todo el mundo querrían visitar Venezuela para ver cómo se gestaba la revolución. En uno de los giros más lisonjeros del momento, el ministro concluyó diciendo que el mayor bien que Venezuela poseía en términos de turismo era Hugo Chávez.
     La historia estaba bastante oculta dentro del periódico, en la página 20. Sin embargo, no escapó a los ojos de un entendido profesor de ciencia política y experto en cuestiones sociales de Venezuela, Luis Pedro España. Un día lo visité en la Universidad Autónoma Católica, en el extremo oriental de Caracas. En febrero de 2002, España recibió la visita de un alto oficial cubano, cuyo nombre no quiso revelarme, que estaba encargado de formular una política social coherente para el gobierno venezolano. Dada la experiencia de España en cuestiones sociales, el cubano buscaba su consejo. “Este gobierno es muy incompetente —comenzó a decirme España—, se regula por lo que cree, sin importar si sus políticas funcionan o no. Y la situación está empeorando. Por eso Chávez pidió a los cubanos que le enseñen cómo manejarla. Los cubanos no trajeron la ideología de Castro a Venezuela, pero sí trajeron mucho pragmatismo. Después de todo, los cubanos han tenido que implementar programas en Cuba y saben cómo hacerlo. En dos ocasiones me reuní con estos cubanos. El más importante de ellos me dijo: ‘Mire, este gobierno es un desastre.’ Así comenzó la reunión.” En el transcurso de las siguientes reuniones, España recomendó que el gobierno se concentrara en unos cuantos puntos clave, como la educación, la salud y la alfabetización. Con el tiempo, a través de la influencia de los cubanos, las recomendaciones de Pedro España constituyeron la base para lo que serían las “misiones”. El efecto de las misiones entre los pobres de Venezuela es debatible. Cierto, como medidas de emergencia han tenido efectos positivos, sobre todo en las áreas de alfabetización y, en menor medida, en la salud. No obstante, la evolución de la agenda social de Chávez no ha rebasado las misiones. No ha habido una institucionalización de las políticas sociales más allá de la estructura de las misiones, y la política actual no es sino un remedio temporal.
     Al mismo tiempo, con el fin de impulsar estos programas —y de asegurar que los beneficios políticos generados permanezcan a su favor—, Chávez ha comenzado a exponer abiertamente sus tendencias autocráticas. La inclinación de Chávez por seguir los pasos de otros caudillos latinoamericanos de la vieja escuela es ya notoria. Pero a últimas fechas el chavismo ha tomado un marcado giro negativo. Teodoro Petkoff es editor del diario satírico Tal Cual. Como muchos de los críticos más prominentes de Chávez, Petkoff es un izquierdista de la vieja escuela. Era amigo del vicepresidente de Venezuela José Vicente Rangel, objeto de un desdén particular por parte de la oposición de izquierda, según la cual Rangel traicionó sus raíces al alinearse con el gobierno populista de Chávez. Petkoff ha publicado editoriales mordaces y feroces sobre casi todos los aspectos del gobierno de Chávez. Incluso el periódico que dirige es producto de sus políticas. Hace cinco años, Petkoff tuvo que dejar otro periódico, El Mundo, por sus críticas al gobierno. Sin embargo, el tema que más enoja a Petkoff es “La lista Tascón”, o lo que en Venezuela se conoce como “la lista”.
     En 2003 y 2004, millones de venezolanos firmaron peticiones. Un “sí” significaba que el firmante quería el referendo y, en la mayoría de los casos, votaría en contra de Chávez. Un “no” implicaba un voto por el gobierno. Hoy día, las paredes, los edificios y las carreteras de Caracas están llenas de la palabra: la simple palabra
“no” —como un presagio— está garabateada por todos los muros de la ciudad. Después de la votación, el gobierno conservó las listas de la gente que había firmado las peticiones pidiendo el referendo. En lo subsiguiente, unos cuatro millones de nombres fueron compilados en una lista maestra que ahora el gobierno está usando como herramienta defensiva de facto. Según Petkoff, este suceso es el giro más peligroso de la época chavista. “Es fascismo nazi puro. Uso el término fascismo nazi porque esto va más allá de la tradición venezolana. Claro, siempre ha habido abusos, abusos institucionales, pero esto va mucho más lejos. Es una especie de apartheid político. Mira, yo soy un hombre de izquierda. Soy crítico de Chávez, aunque no me opongo a él de manera tan visceral como otros. Pero esto es una monstruosidad.” Recurriendo a esta lista, el gobierno ha negado a miles de venezolanos un empleo conveniente, por la simple razón de haber firmado la lista y haberse convertido así en personas incapaces de desempeñar un puesto gubernamental. A otros se les han negado pasaportes o documentos de identidad. A través de la lista, el gobierno ha alcanzado lo más profundo de la vida de los venezolanos comunes, de una manera que pocos conocen. La lista también ha servido para polarizar más a la sociedad. En la carrera hacia el referendo, el gobierno anunció que quienes habían firmado la lista podían pedir que sus nombres fueran borrados. El gobierno llamaba a estas personas “los arrepentidos”. Hoy día aún existe esa opción, pero tiene un precio, y lo de quitar el nombre de la lista es ahora un negocio familiar entre los funcionarios del gobierno. Sin embargo, en lugar de compensar a quienes firmaron la lista, el gobierno les ha otorgado un sobrenombre, una especie de apodo para los antirrevolucionarios. Chávez los llama los “escuálidos” o “sucios”.
     El gobierno también ha tomado represalias en contra de presuntos traidores al régimen. María Corina Machado fue una de las principales organizadoras del frustrado voto de destitución en agosto pasado. Pero cuando el gobierno descubrió que había recibido 31,000 dólares de la Fundación Nacional Estadounidense para la Democracia (us National Endowment for Democracy), la acusó de traición y de “haber conspirado para destruir la naturaleza republicana del país”. Esta fundación ayuda a financiar movimientos democráticos en todo el mundo, como recientemente en Ucrania, pero también ha otorgado fondos a grupos prochavistas en Venezuela. No obstante, de ser condenada, Machado podría pasar hasta dieciséis años en prisión.

*
     La lista es simplemente un síntoma de lo que muchos críticos ven como la opresión absoluta sobre las instituciones más sagradas del país. Los medios se encuentran bajo un ataque particular. En diciembre, el Congreso aprobó la Ley de Responsabilidad Social en Radio y Televisión. Aunque su objetivo aparente es proteger de contenidos obscenos a los niños, este ordenamiento ha limitado significativamente las libertades de los medios. Dicha ley permite imponer castigos a cualquiera que, desde la perspectiva del gobierno, incite al “odio” o a la “rebelión militar”. Ahora el Congreso está debatiendo una reforma al código penal que, de ser aprobada, podría institucionalizar restricciones aún más severas. Esta reforma considera una sentencia de doce meses de cárcel por calumnia. Los periodos de cárcel por calumnia aumentarían de dieciocho a 48 meses. Cualquier intento de “causar pánico”, incluidos los correos electrónicos, podría resultar en cinco años de cárcel. Una vibrante fábrica de rumores en Caracas produce informes de abusos casi a diario. El más reciente versa sobre un proyecto de ley actualmente en el Congreso que cambiaría de manera radical la naturaleza del sistema educativo en el país. Entre las propuestas está la introducción, en los sistemas escolares de primaria y secundaria, de “supervisores itinerantes” cuya labor sería garantizar la correcta enseñanza del mensaje revolucionario de Chávez. Otra exigiría que los maestros de algunos niveles tomaran un “curso revolucionario”. La universidad gratuita más grande y la más apreciada por Chávez, la Universidad Bolivariana, tiene por rector a un militar y quince de los directores principales son asimismo figuras militares.
     Chávez también ha atacado la autonomía del Poder Judicial. En mayo de 2004, presionó al Congreso para aprobar una ley que aumentara el número de jueces de la Suprema Corte de veinte a 32, con lo que pretendía básicamente llenar la Corte con jueces cuyos votos estuvieran asegurados. De esos doce jueces, ninguno es un jurista de la altura que definió a los magistrados anteriores. Uno de ellos arrastra una sentencia criminal. Mientras que los nombramientos a la Suprema Corte solían requerir una mayoría de dos tercios en el Congreso para su aprobación, el Congreso dominado por el mvr requiere sólo mayoría relativa. El mes pasado, en una decisión fundamental, la nueva Corte sentenció que las decisiones de la antigua Suprema Corte podrán ser revaloradas bajo la nueva disposición prochavista de este tribunal. La ley se aprobó con el fin de volver a enjuiciar a los generales que encabezaron el golpe del 11 de abril. El efecto de esta decisión fue nulificar la protección contra el doble enjuiciamiento, un principio judicial inamovible en el mundo occidental. Un juez elegido recientemente sugirió hace poco que la Constitución venezolana de 1999 se enmendara para eliminar los límites de periodo de los presidentes en turno, permitiéndoles así reelegirse por tiempo indefinido.
     Javier Elecheguerra era procurador general de Chávez hasta que fue echado del gobierno hace un par de años. Le pregunté qué significaban los cambios al Poder Judicial. “Ya no existe un Poder Judicial independiente —suspiró—, ya ni siquiera existe una pretensión de autonomía en nuestro sistema. Está completamente controlado por el gobierno, de arriba abajo, y la figura central en toda la estructura es Hugo Chávez.”

*
     Mucha gente me ha dicho que si Chávez ha tenido logros, éstos han consistido en poner a la gente a hablar de política. En realidad, es más que eso. La revolución de Chávez ha politizado a la sociedad en formas que nadie imaginaba posibles. Algunas familias se han dividido por diferencias políticas. Algunas amistades se han perdido durante discusiones sobre Chávez y su revolución. Una noche cené en casa de Fernando Rodríguez y su esposa, Carolina. Rodríguez es editor en Tal Cual. Carolina estaba en la cocina preparando una cena tradicional venezolana y desde el cuarto de atrás se escuchaban los graznidos de varios pájaros tropicales. Una parte de su sala es abierta, de modo que en la estación de lluvias el agua cae en la sala y fluye hacia un desagüe en el piso de loseta azul. Cuando eso ocurre, Fernando y Carolina simplemente mueven la mesa a otra parte de la sala y esperan que termine la tormenta mientras comen.
     “Nunca antes había tenido esta sensación —dijo Fernando, que fuma cajetillas enteras de cigarros Kent y mide sus palabras de acuerdo con sus inhalaciones—, nunca había sentido este tipo de odio. La gente ya no se habla. Ya no se saluda en la calle. Existe un nivel elevado de odio, entre las familias, incluso entre parejas.” Le pregunté a Fernando sobre la reacción personal de la gente frente a Chávez. “Es como si hubiéramos estado viviendo en una especie de locura frenética durante años. En cierto modo, todo tiene sentido. Por un tiempo, la gente comenzó a decir que no quería hablar de Chávez, pero terminó hablando de él más que nunca. El tema ha bloqueado nuestras mentes por completo.”
     *
     Existe cierta estética que caracteriza la revolución de Chávez. Sin duda, no es la explosión creativa que fue en su momento la Revolución Cubana. Pero existe. Un día escuché a un locutor de Radio Nacional de Venezuela citando a Lenin en el marco de una breve lección sobre los imperios, pasados y presentes. Por supuesto mencionó a Gran Bretaña y Francia, pero sólo de paso. Lo principal era presentar a Estados Unidos
como la mayor amenaza contra la humanidad que enfrenta el mundo actual. Chávez se ha referido a Estados Unidos como el “imperio del mal” y una “amenaza permanente” a la soberanía de Venezuela.
     Por todo Caracas pueden verse grupos ambulantes de trabajadores con camiseta roja haciendo el trabajo que solía corresponder a los sindicatos, antes de que Chávez los desmantelara. Supuestamente, estos trabajadores “cooperativos” limpian las calles y recogen la basura, aunque casi nunca los vi trabajando. Cuando me encontré con un oficial menor en un pequeño centro comercial, él y toda su camarilla de asistentes llevaban camisas rojas de algún tipo, y el rojo es el color de la revolución. “Sí, supongo que todos llevamos algo rojo —dijo—, nunca antes lo había notado.” Así como Chávez apoyó al ejército en su momento, ahora un militarismo más proletario se ha introducido furtivamente en la revolución. En fechas recientes, el gobierno comenzó a reunir y entrenar las llamadas unidades de “defensa popular”. Durante un discurso en febrero pasado para conmemorar el fallido intento de golpe de 1992 que consolidó su reputación de revolucionario y lo llevó a la cárcel por dos años, Chávez dijo: “En la vecindad, en la fábrica, en la cooperativa, deben surgir unidades de defensa popular, unidades de diferentes tamaños.” Chávez dijo que las llamaría para defender a la “madre patria” si Estados Unidos atacara Venezuela.

*
     Entre esos vendavales, el más sorprendente es el énfasis en los valores agrarios y campesinos. Desde un principio, la reforma a gran escala de la tierra fue uno de los ejes de la revolución chavista. De hecho, una cualidad agraria, casi nostálgica, anima la estética de las políticas de Chávez, como si una nación más pura, más despreocupada y sencilla estuviera por llegar. Para fines de este año, Chávez espera expropiar unos tres millones de hectáreas de tierra privada y entregárselos a campesinos sin tierra. Hoy en día, unas quinientas mil granjas privadas venezolanas están en revisión con miras a ser expropiadas por el gobierno, y el criterio es el uso eficiente de la tierra por parte del dueño o el administrador. En los casos en que el gobierno decide que la tierra no se explota adecuadamente, invita a los campesinos sin tierra y a los paracaidistas a tomarla. Cientos de miles de hectáreas han sido confiscadas, usurpadas o simplemente abandonadas por este medio. Si toda política es local, la reforma agraria de Chávez es la expresión más básica y telúrica de la revolución en Venezuela. En un discurso del 10 de enero, Chávez le declaró la “guerra a las grandes propiedades”. Alrededor de 60 por ciento de la tierra cultivable de Venezuela es propiedad de menos de 1 por ciento de la población. Chávez ha dicho que las reformas de la tierra forman parte de un intento por repoblar el campo y mejorar la producción agrícola. No obstante, algunas personas han percibido la solución de Chávez como un asalto visceral y físico.
     Un día visité el pueblo de Yagua, en el estado de Carabobo, unas dos horas al oeste de Caracas. Un joven consejero municipal aceptó mostrarme los asentamientos. Nos subimos a su sedán azul y me preguntó lo que pensaba de la revolución, sólo para darme la respuesta casi de inmediato. “Nada que ver con las dictaduras y el gobierno autocrático de los que hablan en la prensa, ¿verdad?”
     El asentamiento de Valles de Yagua es una barriada donde las casuchas de madera se yerguen bien espaciadas entre cultivos de mango y plantas de yuca, y donde los grandes árboles de samán y tamarindo ofrecen amplias sombras que abrigan del calor tropical. La calle principal es la Avenida Bolívar. En 2001, unas 315 familias se mudaron a estas tierras y comenzaron a construir sus casas. En ese entonces, aún era propiedad privada y pertenecía a una familia china. Sin embargo, la familia tenía un contrato de hipoteca con un banco estatal y, cuando se atrasó en los pagos, un alcalde local alentó a algunos los campesinos locales a mudarse a estas tierras. En ese momento se trataba de una vulgar maniobra política para ganar votos, pero la tierra sigue ocupada y la familia china abandonó el país. El jefe de la comunidad es un hombre de 59 años llamado Gilberto Montes. Cuando lo conocí llevaba unos vaqueros azules, sandalias y una camiseta que decía “Círculos Bolivarianos”. Su casa era de tablas de madera y estaba rodeada por una bardita blanca. Un pequeño árbol en el patio le proporcionaba sombra. Montes me dijo que se oponía a cualquier ocupación ilegal de la tierra. El gobierno le dijo que ese terreno siempre había pertenecido al Estado. Aunque lo ha solicitado durante meses, ningún trabajador del gobierno ha visitado la comunidad para regularizar el asentamiento, lo cual les permitiría tener acceso a servicios como electricidad regular, agua corriente y algunos otros derechos. Montes espera que esas tierras no tarden en ser incluidas en el plan nacional de Chávez para “urbanizar” amplias extensiones del campo venezolano.
     Le pregunté a Montes qué significaba para él la revolución. “Antes era casi imposible estudiar —me dijo—, pero ahora a los pobres se nos han abierto todo tipo de puertas. El sistema alimentario es mejor y todo lo paga el Estado. Antes no teníamos este tipo de ayuda. La asistencia médica es gratuita. Antes, si no funcionaba, el gobierno no le daba ninguna ayuda.” “Ha sido un cambio drástico y violento. Y ha sido muy benéfico para mí.” En julio, cuando las clases comiencen en el campus local de la Universidad Bolivariana, Montes planea inscribirse en clases de Derecho.
     Poco después, la hija de Montes, de nombre Rosmar, salió y se unió a nuestra conversación. Rosmar tiene 19 años y es miembro del Frente Francisco de Miranda, que es uno de los grupos más radicales que lucha por causas sociales dentro de las organizaciones avaladas por el gobierno. De enero a abril de 2003, Rosmar fue elegida para formar parte de un selecto grupo de jóvenes venezolanos que viajaron a Cuba para aprender más sobre los diversos aspectos del pensamiento revolucionario. Antes de ser elegida, Rosmar tuvo que presentar varias pruebas, que incluían preguntas sobre qué pensaba acerca de la revolución y el trabajo que el gobierno estaba haciendo en Venezuela. Dos semanas después de las pruebas, recibió su primer pasaporte y el permiso para viajar a Cuba. Fue uno de los dos mil estudiantes que pasaron 65 días asistiendo a la escuela en una especie de campamento revolucionario en el pueblo de Holguín. Durante la semana, sus clases empezaban en la mañana y terminaban en la noche. Los sábados hacía diversas tareas y los domingos todos se reunían para ver Aló Presidente. Vivía con miembros los Comités de Defensa de la Revolución (cdr). Rosmar me dijo que la experiencia de vivir con estas familias cubanas tuvo un efecto transformador en ella, y la inspiró a efectuar cambios radicales en su vida en Venezuela. Uno de los aspectos del estilo de vida de los cdr que más impresionó a Rosmar fue cómo las comunidades eran controladas y vigiladas desde dentro. “Tienen un control absoluto sobre todas las familias que viven alrededor de los cdr. Saben quién estudia, quién hace qué, quién trabaja y quién no. Eso es lo que necesitamos aquí. Debemos saber quiénes viven aquí, de dónde vienen y qué hacen. Debemos saber qué necesitan y cómo trabajan. Pienso que es una buena idea para nosotros aquí en Venezuela.” Rosmar y yo estábamos sentados bajo el árbol en su patio, y mientras hablaba jugueteaba con un celular Samsung plateado. Llevaba una camiseta anaranjada y unos aretes verde brillante. Más tarde supe que el teléfono cuesta unos 250 dólares. “Todos éramos iguales en Cuba —dijo—, no había discriminación. Todos íbamos con el mismo objetivo. Antes iba a fiestas todo el tiempo, pero ahora quiero ser un adulto.” Hace poco Rosmar presentó otra prueba, la aprobó y fue elegida para regresar a Cuba para tomar más clases. Partirá en agosto.

*
     Ángel Omar Bautista vive muy cerca de los Valles de Yagua. Me recibió en su patio y nos sentamos en unos bancos a la sombra de un gran árbol. Cerca de nosotros correteaban algunos pollos, un gallo y un gatito gris con blanco.
Bautista es un hombre tenso que lleva sus frustraciones en su respiración, la cual sólo sale en estallidos vacilantes. Mientras sudaba profusamente, me contó cómo había llegado a esta parte de Venezuela desde los Andes y cómo, a su llegada, hubo quien pensó que podría tener lazos con narcotraficantes colombianos. Pero se quedó, se casó y se estableció. Se involucró en la política de oposición cuando Chávez llegó al poder y el mvr se apoderó de la municipalidad local. No obstante, a partir del referendo Bautista comenzó a preocuparse. Me contó cómo el alcalde local le dijo que estaba planeando crear su propio gobierno.
     Me dijo que las invasiones han conducido en fechas recientes a un aumento en la criminalidad y a una especie de desborde urbano. Me habló de la corrupción floreciente y de la manera en que el mvr ha utilizado la reforma agraria como poco más que una manera de comprar y retener los votos de los pobres. También me dijo que los campesinos habían dejado de cultivar la tierra, pero la ocupaban en índices cada vez mayores. Y señaló con amargura que las figuras de oposición en Caracas, los intelectuales y los personajes públicos en los que había confiado para deponer a Chávez, habían malgastado su oportunidad y ahora no eran más que un grupo fragmentado de enemigos pendencieros. En algún momento comencé a perder el hilo de lo que Batista me contaba. Movía los brazos en todas direcciones, y lo que había comenzado como una vívida descripción de la vida bajo los nuevos parámetros de la revolución se convirtió en un desvarío. “Esto no es democracia —suspiró por fin—, esto no es el futuro que quiero para mi familia o mi nieta.”
     El sol comenzaba a ponerse y su esposa salió con varios vasos de jugo de frutas que nos ofreció. Hubo un momento de silencio y escuchamos algunos pájaros muy arriba en las ramas. Y luego, con su esposa y su hija y un grupo de amigos reunidos a su alrededor, Bautista se detuvo. Miró hacia el cielo y golpeó sus rodillas con las palmas con un gesto de resignación. Entonces, calladamente, comenzó a llorar. –
     

Traducción de Marianela Santoveña

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