Los nombres de la guerra

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En la línea más famosa de su obra maestra De la guerra, publicada en 1832, Carl von Clausewitz definió la guerra como “una mera continuación de la política con la intervención de otros medios”. Y siguió diciendo (siempre vale la pena leer lo que sigue de una cita famosa): “¿Acaso no es la guerra sólo otra forma de escritura y lenguaje para el pensamiento político? Ciertamente posee una gramática propia… El Arte de la Guerra en su punto más alto es política, pero sin duda, es una política que libra batallas en lugar de tomar notas… La guerra es un instrumento de política… y por tanto es en sí misma política, una que esgrime la espada en lugar de la pluma.”
     ¿Batallas en lugar de notas? ¿Espadas en lugar de plumas? A partir del 11 de septiembre la política exterior estadounidense ha adquirido un inconfundible sabor clausewitziano. Al parecer, la guerra ha regresado este año como una herramienta legítima para la “continuación de la política”. En junio, en West Point, el presidente Bush revivió la tradicional doctrina decimonónica de la guerra “preventiva”, lo cual argumentaría la Casa Blanca tres meses más tarde y de manera más detallada en un documento de 33 páginas llamado “Estrategia de seguridad nacional de Estados Unidos”. Como “las armas de destrucción masiva en manos de una red terrorista o de un dictador asesino…. constituyen la peor de las amenazas”, Estados Unidos ha exigido el derecho de iniciar las hostilidades para prevenir cualquier “amenaza mortal” a su seguridad. A lo largo del 2002, varias figuras clave en la administración Bush han mencionado la conveniencia de un “cambio de régimen” en Iraq, y la guerra es el único medio posible para lograr dicho cambio.
     La pregunta es qué tipo de guerra. Clausewitz bien puede ofrecer una justificación para la guerra en la actualidad, pero la naturaleza de la guerra misma ha cambiado profundamente desde que él escribió. Durante las guerras napoleónicas, Clausewitz presenció una transición de la guerra “real”, o limitada, en la que pequeños ejércitos peleaban escaramuzas obedeciendo corteses leyes bélicas, a lo que él llamó la guerra “absoluta”, en la que el nacionalismo expandía y motivaba a los ejércitos europeos. Pero desde entonces hemos vivido las eras de guerra total (1914-1945), que tuvieron un papel importante para desacreditar a Clausewitz, y de guerra fría (1947-1987), que parecieron tornarlo irrelevante. Finalmente, sus categorías decimonónicas tienen poco que ver con las nuevas formas de guerra que caracterizan el siglo XXI.
     En últimas fechas se ha puesto de moda comparar el poder estadounidense actual con el poder del Imperio Británico durante el apogeo victoriano. Pero quienes resistieron el imperialismo británico lo hicieron en la periferia colonial. El Mahdi sudanés no podía fletar un barco de vapor y arremeter contra las Casas del Parlamento. De igual modo, los terroristas locales de la época victoriana estaban armados con pistolas y bombas primitivas: no tenían acceso a los gases neurotóxicos letales. La mayor amenaza al poder mundial británico provenía de otros ejércitos europeos. En cambio, actualmente la amenaza proviene de las sombras. Necesitamos nuevas categorías para entender la guerra que están librando en nuestra contra y la guerra que debemos sostener contra ellas.
     Consideremos la guerra desencadenada por los terroristas. ¿Acaso tienen objetivos políticos en el sentido clausewitziano? Difícilmente. El lenguaje de Al Qaeda es una mezcolanza que confunde el islam wahabí y el sentimiento antiestadounidense, a la vez socialmente conservadora y políticamente revolucionaria. Tan amplios son sus fines —el triunfo mundial del islam— y tan diseminados están sus enemigos, que los terroristas pueden llevar a cabo su guerra donde y cuando quieran: desde Manhattan hasta Mombasa. Y todos somos sus blancos —blancos “fáciles”, pues (de manera similar a las fuerzas aéreas de la Segunda Guerra Mundial) prefieren matar civiles. Ahora el frente se extiende hacia los lugares de descanso, donde vamos precisamente a bajar la guardia: ya no Beirut, sino Bali. Ésta es, pues, una guerra de azar. Resulta casi imposible predecir dónde atacará el enemigo.
     La guerra de azar es posible porque también es una guerra de bajo costo. El bajo costo y la disponibilidad de la tecnología militar facilitan más que nunca el inicio de una guerra. Todo lo que se necesita es un puñado de jóvenes violentos, algunas armas pequeñas y unos cuantos explosivos. En palabras de la nueva estrategia de seguridad nacional, el nuevo enemigo consiste en “redes nebulosas de individuos [que] pueden traer un gran caos y sufrimiento a nuestras costas por menos de lo que cuesta comprar un solo tanque”. Ésta es la era del misil antiaéreo portátil y la navaja para cartón que mató a tres mil personas: la guerra tipo hágalo usted mismo, por decirlo así.
     Indudablemente, los poderes de Occidente —incluido Estados Unidos— son en parte responsables, por la facilidad con que los terroristas y los regímenes opresores que los financian pueden hacerse de armamento de punta. Existen empresas que hoy día operan en algunos países miembros de la otan y que bien podrían llamarse Arms R Us. Pero establecer restricciones a los exportadores de armamento (o al menos disminuir los subsidios) no resolvería el problema. Los vendedores de explosivos conseguirán pasar, de la misma manera que los hombres bomba siempre lo hacen. Entonces, ¿cómo podrán los representantes de la guerra tradicional —Estados nación como el nuestro— imponer su voluntad sobre los representantes de la nueva guerra tipo hágalo usted mismo?
     Hasta cierto punto, podríamos responder en formas que Clausewitz habría aceptado. Veamos de nuevo el paralelo entre Estados Unidos y el Imperio Británico. El terrorismo es un fenómeno mundial y también lo es, necesariamente, la guerra en su contra. Como consecuencia del 11 de septiembre, la ilusión de que los estadounidenses podían retirarse a gozar los frutos de su productividad tras un escudo de defensa antimisiles quedó destrozada para siempre. Pues el terrorismo crece justo en los Estados opresores y las zonas de conflicto que algunos republicanos, antes del 11 de septiembre, creían que podíamos eludir. La intervención para imponer el reinado de la ley en estos sembradíos de terror no es un proyecto carente de realismo. Precisamente en eso sobresalían los victorianos.
     Como Estados Unidos en la actualidad, Gran Bretaña regía su mundo económica, tecnológica y militarmente (al menos en el aspecto naval). Más aún, no temía utilizar su poder para derrocar los regímenes que consideraba opresores. Tomemos un ejemplo: la aniquilación de los mahdistas sudaneses, fundamentalistas islámicos que asesinaron al general Gordon en Jartum en 1885, en lo que fue un 11 de septiembre victoriano. En total, hubo 72 diferentes campañas del ejército británico durante el reinado de Victoria —más de una por cada año de la llamada Pax Britannica. Casi todas ellas se llevaron a cabo a miles de kilómetros de las Islas Británicas. La esencia de la vigilancia mundial era —y sigue siendo— la guerra remota.
     Las intervenciones constantes en países lejanos y completamente desconocidos para los estadounidenses parecerían tener un atractivo limitado. Los liberales, sobre todo, se preocupan por la violación de la soberanía nacional, venerada en la Constitución de Estados Unidos. Pero funcionó para los británicos. Después de Napoleón, el siglo XIX vio menos guerras, más cortas y pequeñas, que las tres centurias anteriores, sin mencionar la que vendría. La existencia de un “hiperpoder” militar que actúe en serio —es decir, que pueda y quiera usar su fuerza superior— podría funcionar mejor para conseguir la paz mundial que cualquier cantidad de tratados internacionales. Amenaza con la guerra y de pronto regresan los inspectores de armas a Iraq. Cumple la amenaza y el régimen talibán pasa a la historia. Ésa es la “continuación de la política” clausewitziana llevada al extremo.
     Ya lo dijo claramente el escritor romano Flavio Vegecio Renato, mucho antes que Clausewitz: Qui desiderat pacem, praeparet bellum. Quien desee la paz, que se prepare para la guerra. Lo contrario podría parecer aun más paradójico, si no es que orwelliano: quien quiera la guerra, que se prepare para la paz. En otras palabras, la forma más segura de que la guerra se vuelva más frecuente es que Estados Unidos siga el ejemplo del desarme europeo, o que simplemente haga caso del viejo llamado aislacionista de traer a “nuestros muchachos” de vuelta a casa. Pues los enemigos de Estados Unidos saben muy bien que el talón de Aquiles de la política exterior estadounidense es la tradicional renuencia del electorado a arriesgar la vida de sus militares en conflictos distantes.
     Esta nueva guerra es remota también en otro sentido. No todas las batallas de esta guerra pueden verse en cnn. Las campañas para penetrar y romper las redes terroristas se llevan a cabo en secreto, utilizando una combinación del espionaje tradicional con la vigilancia de alta tecnología. En su mayoría, las batallas de esta campaña no son espectaculares —un arresto en el aeropuerto o en un hotelucho miserable en Pakistán, tal vez algún asesinato de la cia o el Mossad. Es un poco como el espionaje de la Guerra Fría, pero sin el armamento ostensible: nada de filas apiñadas de misiles y tanques. Sólo cámaras, micrófonos ocultos, espías. Pero esto, también, tiene un carácter decimonónico. En realidad, se trata de un “gran juego” —alguna vez jugado por Gran Bretaña y sus rivales en Medio Oriente, Asia Central y Afganistán— con artilugios.
     Así, Clausewitz —y, de hecho, el imperialismo que floreció en el siglo posterior a su muerte— puede enseñarnos cómo conciliar la guerra de azar con la guerra remota. Los liberales deberían mostrarse más relajados al respecto. Después de todo, la última línea en De la guerra es un axioma liberal perfectamente aceptable: marca el predominio de la toma de decisiones políticas sobre la experiencia militar. “La subordinación de la perspectiva política a la militar se opondría al sentido común —escribe Clausewitz—, pues la política es la que declara la guerra; es la facultad inteligente, mientras la guerra es sólo el instrumento.” (Por decir algo a su favor, Clausewitz no se hacía ilusiones sobre la naturaleza de ese instrumento: su violencia, su impredecibilidad, su emotividad.)
     Cierto, la guerra contra el terrorismo tiene un nuevo carácter —es remota tanto geográfica como tecnológicamente. Sin embargo, será clausewitziana por principio: la búsqueda tenaz de un objetivo político legítimo a través de —lamentable pero necesariamente— medios violentos. ~

     © 2002 by Niall Ferguson.
     — Traducción de Adriana Santoveña

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