Hace unos años, en México D.F., en una avenida céntrica, en un hotel, en una habitación, en un televisor, en un video-clip, en una canción, vi por primera vez a Natalia Lafourcade. La canción del videoclip en la TV de la habitación del hotel del centro de la Ciudad de México se llamaba “En el 2000” y todo esto tuvo tiempo y espacio y sonido a finales del 2002. Me acuerdo de que terminé de escuchar y de ver y que tomé nota y que bajé corriendo y que –por una vez, a pesar de las siempre colosales distancias entre todo punto A y todo punto B en el D.F.– había una disquería cerca y me compré el CD titulado Natalia Lafourcade y volví al cuarto y apagué el televisor y encendí el discman.
En el videoclip de “En el 2000” (en los videoclips, porque hay una “video-versión” y una versión “Forquetina visita la Tierra”) aparecía Natalia Lafourcade con guitarra al pecho y rodeada de una banda indie y acompañada por coristas gordas y vestidas de color rosado quinceañero. Y lo cierto es que –más allá de su pasmosa y madura voz– todo parecía indicar que Natalia Lafourcade no podía tener mucho más que esa edad. Enseguida supe que tenía 17. Pero no los aparentaba ahí, saltando como una liliputiense con regocijo de giganta y rebotando como el menos cuerdo de los juguetes a cuerda. Un poco Björk, sí; pero sin la patológica y calculada al milímetro autosatisfacción de la fría esquimal, y sí con la muy saludable calentura de quien se la está pasando explosivamente bien sin importarle el qué dirán. Y en el álbum, Natalia Lafourcade tampoco parecía mini y sí maxi y desde entonces –cuando se la escuchaba hacer scat, suspirar un aniñado “Me choca cuando se me olvidan mis canciones” para desembocar en el percusivo y casi amenazante “Búscate un problema” (canción-pesadilla para padres donde se escucha eso de “Busca, busca, un problema allá/ Busca, busca, tu lo puedes encontrar/ Corre, corre a la cama de mamá/ Dile que esta noche no vas a llegar/ A la casa, a la casa” y “Entrar de puntitas nadie escuchará/ Tus zapatos a las doce de la noche /Corre y a la cama y ponte a pensar /Qué dirás al día siguiente a tu papá”) para enseguida conectar con “En el 2000” (canción-pesadilla para hermanas mayores donde se oye aquello de “En el 2000/ Mi hermana va a parir una célula/ que surge de una relación caliente/ y deprimida también ardida/ odiará a ese ser humano/ que se ha ido y la ha dejado” mientras la pequeña se queja de sentirse tan vacía, de no tener a Gael García y se ríe de las que recortan a Ricky Martin en las revistas mientras “el planeta gira, gira a la derecha” y ella siente que “Ya no soy, Ya no soy / la infantil criatura / la inocencia se acabó”– supe, sí, que me encontraba frente a una artista en serio y única. Poco y nada que ver con un clon de la factoría Televisa o con un modelo brotado de la retorcida línea de montaje de alguna Operación Triunfo. O con Shakira. O con Bebe. O con Avril Lavigne. O con cualquier otra Lolita progre y punkie y mística. Natalia Lafourcade era dueña de un sonido personal fluctuando entre la bossa y el grunge y la canción confesional y las virtuosas piruetas vocales de esa otra niña perpetua que es Rickie Lee Jones. Y sabía abrir la puerta para ir a jugar y a jugarse.
Después, yo volví varias veces a México pero –en sucesivas exploraciones a alguna de las disquerías Mix-Up de Guadalajara– no había noticias de un nuevo disco; por lo que me vi obligado a recabar informaciones varias y mantener el oído alerta. En los años que siguieron escuché algunas canciones en bandas sonoras o en álbumes recopilatorios, supe que Natalia Lafourcade había nacido el 26 de febrero de 1984 en la Ciudad de México, que es multi-instrumentista, que a los diez años ya cantaba con orquesta mariachi, que ganó tres premios MTV (Mejor Solista, Mejor Artista Pop y Mejor Artista Nuevo de México) en el 2003 y que perdió un Grammy ante el centrífugo David Bisbal, que Natalia Lafourcade fue grabado en Italia y llevaba vendidas cerca de 500,000 copias (y que, al parecer, existiría un disco anterior, como integrante de un efímero trío pop llamado Twist, que nunca pude conseguir, pero que no me huele muy bien), que era la sobrina del escritor chileno Enrique Lafourcade y la hija de músicos clásicos, que fue la primera mexicana en conseguir un número uno en España (con “En el 2000”), que la admiraban hasta la adoración periodistas y colegas de prestige y que había incorporado al terceto que la acompañaba a la fiesta y que de aquí en más sería conocida como “Natalia y La Forquetina”. A fines del pasado diciembre entré a la librería Gandhi de Guadalajara y fui a la sección discos y pregunté y respondieron: “Casa”.
Casa –15 canciones producidas por Emmanuel “Café Tacuba” Del Real y Aureo Baqueiro, uno de los responsables de Natalia Lafourcade– repite portada colorinche, incluye en su edición especial todos los videos ya mencionados más los nuevos y un de-
sopilante making the record marca MTV (donde Natalia Lafourcade aparece por momentos como la prima chilanga de la novia de Chucky). Y Casa no sólo no decepciona sino que obliga a subir la apuesta. Electrificado y eléctrico y desenchufado y atmosférico a partes iguales. Casa es acid house pero, también, es casita de muñecas con María Elena Walsh como ama de llaves y Tim Burton como mayordomo. Y con La Forquetina –Yunuén en teclados y acordeón, Chanona en bajo y guitarrón, Alonso en batería y programación– sonando a gloria. Por lo menos seis temas –“En tus ojos”, “El amor es rosa”, “Casa”, “Cuarto encima”, “Ser humano” y el bonus-track cover “O Pato”– son clásicos y hits desde la primera audición. Y el resto va entrando sin problemas y sin prisa y sin pausa. Y si en Natalia Lafourcade la cosa pasaba por los terremotos mexicanos en la vivienda de los padres y en la habitación de la hija, en Casa, pareciera, el asunto tiene que ver con los primeros sismos de vivir sola por primera vez y esas cosas que suceden en fiestas donde se “comen colores”, a la hora de arreglar el armario y ser atacada por calcetines y zapatillas y –verso admirable– descubrir que “las fotos me miran”, o al recibir condena a perpetuidad de ser un ser humano. Es decir: la chica y la música crecen.
Y desde el 2002 y en el 2006 y hasta el universo y más allá, valdrá la pena seguirla. Oyéndola y mirándola. Dando saltos más altos, sacando ronchas más grandes, lanzando besos más besos y cantando con esa voz de voces –como “En el 2000”– “A ver qué pasa en el siguiente”.
es escritor. En 2019 publicó La parte recordada (Literatura Random House).