Han pasado más de treinta años desde que en 1979 Isaac Stern visitó China y constató el enorme interés que la música clásica occidental despertaba entre jóvenes y niños. Más de diez años desde que regresó para impartir unas clases magistrales en que no sólo dio consejos técnicos y supervisó audiciones, sino que insistió en subrayar ante los aprendices de músico la necesidad de la simbiosis entre el intérprete y el instrumento, la desaforada pasión por la música que distingue a un músico de verdad de un aficionado, la tremenda exigencia de esta vocación y el temple y la personalidad requeridos. En ningún momento de su autobiografía Lang Lang. Un viaje de miles de kilómetros (Alba Editorial) menciona Lang Lang las visitas de aquel ilustre violinista, invitado por quienes entonces controlaban las instituciones musicales chinas, pero deja traslucir muchos de los rasgos que a juicio del maestro distinguen a los grandes artistas.
Junto a David Ritz –crítico musical, novelista y co-autor de las autobiografías de Aretha Franklin, B.B. King, Etta James y Ray Charles, entre otros intérpretes–, Lang Lang hace un relato trepidante de las experiencias que a lo largo de casi treinta años lo llevaron a convertirse en un pianista internacionalmente reconocido y un fenómeno de masas de la música clásica en su país de origen. Desde su nacimiento en Shenyan, un pequeño pueblo del norte de China, hasta los Estados Unidos, pasando por los seis años en Pekín, la etapa más dura del recorrido. Y por más que la prensa lo haya presentado como un niño de campo que hizo carrera musical de la nada, lo cierto es que a Lang Lang la tradición musical le viene de familia. Lo cual no le quita mérito, pero lo sitúa en otro contexto.
El camino que recorrió Lang Lang antes de iniciar el viaje profesional por la música fue personal, irrepetible, lejos de los centros de poder, a pesar de, e incluso en contra de la oficialidad del Conservatorio Central de Música de Pekín. Y lo hizo de la mano de un padre exigente y despótico que, al ser músico, descubrió muy pronto las excepcionales cualidades del pequeño, y de una madre que trabajó en la distancia para proveer avituallamiento.
Los padres de Lang Lang pertenecen a la generación marcada por la Revolución Cultural que azotó China de 1966 a 1976. Hasta que trasladaron al abuelo a trabajar en una granja para “aprender de los campesinos”, en la casa de la madre todo era música. El padre, por su parte, llegó a ser músico y, a pesar de que se le negó el acceso al conservatorio, formó parte como solista y concertino de la orquesta del Ejército del Aire en Shenyan, además de tocar por su cuenta el erhu, uno de los instrumentos tradicionales.
En aquella China que vivía las consecuencias de la Revolución Cultural, después de que el gobierno hubo instaurado la política del hijo único, la generación de Lang Lang “nació bendecida y maldecida por la atención absoluta de los padres y la ausencia de compañía fraternal”, presionada para alcanzar los objetivos y metas que les habían sido negados a los artistas de la generación anterior. Pero los referentes intelectuales y lúdicos del niño Lang Lang en Shenyan fueron limitados: los dibujos animados de Tom y Jerry, desde donde se familiarizó sin saberlo con la música de Liszt, y las aventuras del Rey Mono –en adaptación para televisión del clásico del siglo XVII, Viaje al Oeste, que trata de las aventuras de un monje budista que lleva los textos sagrados a China a través de la India–, de quien le entusiasmaba su capacidad para transformarse en otros animales y salir victorioso de cualquier tipo de obstáculos. El resto, sólo música, mañana, tarde y noche, y transferencia al teclado de los ritmos y movimientos que había incorporado en la escasa media hora de dibujos animados permitida por el padre. Y el deber imperioso de ser el mejor, el número uno, aunque para ello tuviera que dedicar entre seis y siete horas de piano al día y poner en peligro el espíritu.
A los cuatro años, la profesora Zhu, una pianista también víctima de la Revolución Cultural, le brinda la oportunidad de entender la música de una manera distinta y Lang Lang vislumbra que la música es algo más que destreza y rapidez en el recorrido de las teclas: “El instinto me decía que tocar era jugar, y que no importaba si se trataba de jugar con Transformers o con piezas de compositores cuyos nombres no era capaz de pronunciar”. Pero el objetivo del padre es claro. Tiene que presentarse a un concurso y ser el número uno. Y lo consigue, a los cinco años, lo cual le da pie para prepararlo para otro concurso y otro y otro. Y se trasladan a Pekín para que el niño entre en el conservatorio.
En Pekín encuentra una profesora hueso y oficialista, que después de tenerlo durante algunos meses como alumno, lo rechaza. La situación resulta insoportable para el padre y le pide que se suicide con una sobredosis de antibióticos, que él mismo le proporciona, o tirándose por la ventana. Lang Lang no se suicida, pero deja de tocar durante meses hasta que se da cuenta de que tocar el piano es algo vital. A través de la profesora Zhun encuentran a otro profesor, que lo prepara para entrar en el conservatorio y para un nuevo concurso nacional y, de ahí, a uno internacional, el Chaikovski, que le sirve para que se le abran las puertas de los Estados Unidos.
En la prestigiosa escuela Curtis, de Pensilvania, gracias a una beca y en compañía de su padre, se enfrentará a una nueva transformación musical. Se acabaron los concursos, la música no es sólo destreza. Hay que educar el alma, el espíritu, hay que saber transmitir emociones de verdad. No hay concursos, ni exámenes. Sólo conciertos. Y, a pesar del pasado, pero también gracias a él, Lang Lang consigue transformarse en un pianista sobre el que se depositan grandes esperanzas.
Sólo cabe preguntarse si Lang Lang no se trata de uno de esos productos publicitarios –“esos pequeños Mozarts”, según el compositor Daniel Blanco– que nos brindan las compañías discográficas, interesadas en hacer virtuosos de un modo industrial, para más y mejor vender una música hasta hace muy poco destinada a melómanos especializados.
Lang Lang. Un viaje de miles de kilómetros parece una “autobiografía” por encargo, pero lo cierto es que en sus líneas se lee pasión por la música, personalidad, dedicación, entrega al arte, mucha ambición y ganas de competir, todos esos rasgos de los que había hablado Isaac Stern a los aprendices de músico. Pero todavía quedan resabios de la infancia, en el afán por ser el número uno, y en la trepidante forma de tocar.
Como el Rey Mono, Lang Lang tal vez consiga el sosiego necesario para una nueva transformación que le permita asentar la técnica y dar vuelo a la sensibilidad. Impregnarse de otras lecturas y experiencias que le adentren en el mundo de la música clásica occidental. El silencio necesario para convertirse en transmisor de la voz interna de aquellos a quienes interpreta. De momento, hay que esperar porque, como concluye en su temprana “autobiografía”, el viaje de este pianista no ha hecho más que empezar. ~
(Barcelona, 1969) es escritora. En 2011 publicó Enterrado mi corazón (Betania).