Hace poco más de diez días, The New York Times publicó un texto que recibió poca atención en los medios mexicanos. Obsesionados como estamos con nuestro lado de la ecuación en la lucha contra el narco (hermoso será el día en que México deje de mirarse el ombligo en todo y para todo), pocos analistas repararon en el caso que, de manera escalofriante, contó el reportero James McKinley en las páginas del periódico neoyorquino. McKinley explicó la escandalosa dinámica detrás del tráfico de armas de Estados Unidos a México, factor central para entender la espiral de violencia en la que está metido nuestro país.
De acuerdo con la Secretaría de Relaciones Exteriores, 97% de las armas que utiliza el crimen organizado para librar la batalla contra sus antagonistas dentro de la ilegalidad y contra el propio Estado mexicano, proviene de Estados Unidos. Esa sola cifra revela por qué es urgente entender la manera como funciona la entrada ilegal de armas de norte a sur en la frontera. Eso es precisamente lo que consigue James McKinley. Y la historia debería avergonzar a las autoridades estadunidenses.
Palabras más palabras menos, McKinley describe un sistema indefenso frente a los mecanismos del crimen. En el lado estadunidense de la frontera operan más de seis mil armerías. Muchas de ellas aplican las laxas leyes de su país con poquísimo rigor. McKinley ilustra el fracaso estadunidense en el control de la venta de armas con el caso de una tienda llamada X-Caliber Guns, propiedad de un tal George Iknadosian. El señor Iknadosian ahora enfrenta un juicio por ser el responsable de vender, a lo largo de dos años, 700 armas de alto calibre al cártel de Sinaloa. De tan sencillo, el sistema de venta de Iknadosian resulta escalofriante. A sabiendas de que tratar de introducir cuatro armas no es lo mismo que intentarlo con 15, Iknadosian y sus socios mexicanos sólo ingresaban a México con dos a la vez. Este tráfico hormiga les garantizaba un perfil suficientemente bajo. Al final, sin embargo, el resultado es el mismo: el crimen organizado armado hasta los dientes gracias a la generosidad de negocios como X-Caliber Guns. El reportaje de James McKinley cierra con broche de oro cuando compara la cifra total de armerías a la disposición de los narcotraficantes contra el número de agentes asignados por la Agencia de Alcohol, Tabaco, Armas de Fuego y Explosivos: 200 agentes para vigilar seis mil 600 tiendas. Una auténtica infamia.
¿Qué se puede hacer? Muy poco. La segunda enmienda de la Constitución estadunidense, que garantiza el derecho a la tenencia de armas, es dogma de fe para buena parte de la población de aquel país. Modificar o acotar ese derecho para detener el tráfico de armas en la frontera en el contexto de la lucha contra el narcotráfico es simplemente imposible. La Asociación Nacional del Rifle, el poderoso grupo de cabildeo que defiende a toda costa la tenencia de armas en Estados Unidos, ya se ha opuesto a cualquier tipo de control. El grupo —cuya testarudez fue evidenciada en el documental de Columbine, de Michael Moore— ha llegado al extremo de decir que un mayor control en la venta de armas de alto poder no tendría impacto alguno en la efectividad de la lucha contra el crimen organizado en la frontera. Wayne La Pierre, uno de los sofisticadísimos líderes del grupo, incluso se ha dado el lujo de comparar la línea fronteriza con la que divide a Pakistán de Afganistán. Opiniones como esta deben resultar profundamente exasperantes para el esfuerzo diplomático mexicano en Estados Unidos. Pero no tiene mucho caso tratar de llevarles la contraria. El propio James McKinley, con quien conversé en la radio hace unos días, lo explicó mejor cuando me dijo que la solución no está en las leyes para vender armas sino en la vigilancia de las armerías.
Por todo lo anterior, el embajador Arturo Sarukhan ha hecho bien en concentrar sus esfuerzos de cabildeo en impulsar una mayor supervisión de los miles de expendios de armas en la frontera. Por lo pronto, el trabajo de Sarukhan —y la realidad catastrófica que se vive en la línea fronteriza— ya le han ganado adeptos, al menos en la prensa. En las últimas semanas, The New York Times y otros periódicos como el San Diego Tribune han publicado editoriales exigiéndole al Congreso estadunidense que haga más por detener el tránsito ilegal de armas de Estados Unidos a México. La principal aliada de Sarukhan es la senadora californiana Dianne Feinstein, quien pretende introducir una legislación con la que tratará de prohibir la venta al público de armas de alto poder. Los intentos de Feinstein son loables y merecen todo el apoyo diplomático de México. Aun así, el éxito de la iniciativa resulta incierto. Pero no hay que desesperar: en cualquier caso, el tiempo y la dinámica sangrienta de los cárteles de la droga obrarán, eventualmente, en contra de la miopía estadunidense. Cuando la violencia comience a invadir no Ciudad Juárez sino El Paso, el Congreso en Washington tendrá que abrir los ojos. Las decisiones que tomará cuando esto ocurra son otra historia, otra historia completamente.
– León Krauze
(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.