Después de muchísima especulación –poco vista para un atleta, a tono con el metaespectáculo dentro del mundo de las estrellas del cine y de la música– Tiger Woods se paró frente a las cámaras y pidió disculpas. Según el análisis de Esquire –referencia más que adecuada para una situación tan grave y tan risible como los tropezones de una superestrella deportiva–, Woods ha pronunciado 1,808 palabras sobre el tema; 1,522 hoy sumadas a las 288 correlonas y eufemísitcas que había publicado en su página de internet.
Ataviado con traje oscuro y sin corbata, frente a un fondo de cortinas aterciopeladas azules, el golfista más talentoso de la historia, el más dominante, leyó un texto durante casi quince minutos en el que pedía disculpas, aceptaba que había engañado a su mujer y confesaba que, como cuando se trata de las Grandes Flaquezas de los Grandes Nombres, está en terapia para lidiar con sus “problemas”.
Por lo demás, fueron casi quince minutos de lo mismo: disculpas, el listado de agraviados, la petición de privacidad, la invocación de alguna especie de espiritualidad –después de muchas infidelidades que terminan en un acercamiento a Jesucristo, por fin un poco de diversidad: Tiger explicó que está echando mano del imperativo de refrenamiento y otras prácticas del budismo.
El affaire quintaesencial, el del presidente Clinton y la señorita Lewinsky, sigue siendo el demonio tutelar de tanto adúltero: si Clinton pudo relanzarse, redimirse, tener una segunda vida, por qué ellos no podrían. Tiger Woods es un caso especial: del puñado de escándalos, la mayoría han sido protagonizados por políticos: que si un senador solicitó sexo en el baño de hombres, que si un gobernador conservador desapareció por varios días para visitar a su amante argentina. El golfista, en cambio, no llegó a donde está por votación popular ni uso dinero de los contribuyentes para solicitar los servicios de ninguna masajista exótica. Pero tampoco es un desplome marital enteramente privado. El suyo es corporativo: en un salón, “amigos”, “familiares”, y un selecto grupo de periodistas a escuchar a Tiger. Si el medio es el mensaje, entonces esta disculpa no podía ser más parecida al lanzamiento de un nuevo producto, o la presentación de resultados cuatrimestrales ante los accionistas mayoritarios.
Quien orquestó la disculpa y su transmisión televisiva guarda todavía una carta bajo la manga: aún no aparecen, en el encuadre de nuestras pantallas, el golfista y su engañada esposa. Eso, quizá, vendrá en el siguiente cuatrimestre.
De último minuto
Si la expresión de pena y arrepentimiento del golfista fue un remedo de nuestras prácticas corporativas, entonces el reclamo que hiciera unas horas después –también por televisión– una de sus amantes, es la inmemorial rutina de la suegra metiche. En este caso, la suegra es la abogada Gloria Allred, representante de la actriz porno Joselyn James. Con gesto adusto y dentro de lo que parecen los estudios de una estación de radio –para infortunio de las indignadas mujeres, un logotipo de los Dodgers en el fondo mina un poco la seriedad que intentan imprimirle al numerito–, la abogada dice que su clienta no se merecía eso: por lo menos una disculpa personalizada, pide, y mejor aún, una disculpa cara a cara. “¿Por qué no la ha llamado?”, se pregunta. Con la disposición más maternal de la que es capaz, le toma la mano y la consuela porque ella, la amante, “no pudo evitar enamorarse”.
– Pablo Duarte
(ciudad de México, 1980) es ensayista y traductor.