āĀæMe dejarĆa contarle una historia? āpregunta sĆŗbitamente la enfermera, lanzando una mirada que logra rehuir la sombra de sus pestaƱas postizas.
āĀæUna historia? ārepite Silva, titubeanteā. Supongo que sĆā¦ Claro. āTuerce la muƱeca en la que trae el relojā. SĆ³lo que no tengo mucho tiempo.
āNo se preocupe, prometo que no lo aburrirĆ© ādice la enfermeraā. Es algo que llevaba aƱos sin recordar, y ahoraā¦ Con lo que ha pasadoā¦ De pronto volviĆ³ a surgir, Ćntegro, y necesito platicarlo con alguien. Mi madre nuncaā¦ siempre creyĆ³ que me lo habĆa sacado de la manga para llamar la atenciĆ³n. āSonrĆeā. Ya sabe que las madres a veces pueden serā¦
āDifĆciles ācompleta Silva.
āEscĆ©pticas, dirĆa yo ācorrige la enfermeraā. Nada del otro mundo, pero a veces asĆ son. EscĆ©pticas. āSuspiraā. MĆ”s que una historia es un sueƱo, una pesadilla que padecĆ cuando tenĆa nueve o diez aƱos.
Padecer, cavila Silva, quĆ© verbo tan curioso. HacĆa tiempo que no se topaba con una persona que padeciera algo.
āNo viajo en metro ni en tren ācontinĆŗa la enfermeraā. No me gustan, los vagones me dan un miedo espantoso. Hasta los trenecitos de las ferias y los parques de diversiones, los que dan vueltas y vueltas y tanto fascinan a los niƱos, me causan pavor. Por fortuna mi madre no eraā¦ no es fanĆ”tica de los parques; yo los evito hasta donde puedo, mĆ”s aun si sĆ© que hay un tren. TambiĆ©n procuro evitar las estaciones de metro; si voy caminando por la calle, pensando en otras cosas, y me doy cuenta de que estoy a punto de pasar frente a alguna, cierro los ojos hasta que la dejo atrĆ”s. Son como bocas, Āæcomprende?, bocas que se tragan a la gente y no la escupen sino hasta quiĆ©n sabe dĆ³nde y cuĆ”ndo. La Ćŗnica vez que fui a Europa, en uno de esos tours universitarios de mochila al hombro, sufrĆ como nunca porque mis amigas se movĆan en metro y en tren y yo era incapaz de hacerlo, las alcanzaba a pie o en autobĆŗs; era la Ćŗltima en llegar a todas partes, la neurĆ³tica, la metrĆ³foba, como una amiga me apodĆ³. Una experiencia horrible.
āLa culpa, por supuesto, es de la pesadilla. AhĆ estoy yo, a los nueve o diez aƱos, en el andĆ©n de una estaciĆ³n de metro; aunque jamĆ”s he pisado uno, sĆ© perfectamente que eso es un andĆ©n. Voy de la mano de mi madreā¦ no, de la mano de una mujer que supongo es mi madre porque por mĆ”s que levanto la cabeza no puedo verle el rostro; es como si estuviera envuelta en niebla, Āæcomprende?, como si una nube la cubriera del cuello hacia arriba para desdibujarle la cara. Espero, no, ruego que la mujer a mi lado sea mi madre porque el terror comienza a invadirme: un terror a todo y a nada a la vez, uno de esos miedos infantiles que de repente, sin razĆ³n, crecen dentro de nosotros y nos dejan congelados, como bloques de hielo que alguien recogerĆ” con tenazas.
āLe pregunto a la mujer que creo es mi madre a dĆ³nde vamos, quĆ© hacemos en ese andĆ©n rodeadas de desconocidos. Ella murmura algo, una explicaciĆ³n larga hasta donde recuerdo, pero la nube que le tapa el rostro distorsiona lo que dice. Imagine que alguien mete un radio a bajo volumen en una almohada de plumas y lo arroja al fondo de un pozo: Ć©sa es la sensaciĆ³n. La cosa es que no entiendo nada y eso contribuye a que mi terror aumente segundo a segundo.
āY entonces llega el metro. Sin previo aviso, sin ningĆŗn rumor: de pronto estĆ” frente a mĆ, una apariciĆ³n metĆ”lica, y las puertas de los vagones se abren en medio de un silencio que me pone a temblar. Nadie baja; la gente que aguarda en el andĆ©n sube a toda prisa, con una ansiedad que da asco. La mujer que suplico sea mi madre me jala de la mano, empujĆ”ndome hacia un vagĆ³n; yo me resisto, gimo y pataleo, pero la presiĆ³n es superior a mis fuerzas y acaba por vencerme. Antes de que las puertas se cierren, de nuevo sin hacer ruido, la mujer que ahora estoy segura de que no es mi madre se escurre al andĆ©n; se queda ahĆ, inmĆ³vil, observando cĆ³mo el metro sale de la estaciĆ³n mientras yo aporreo las puertas y el piso y grito y rompo a llorar. La nube que la cubre del cuello hacia arriba se ha disipado y puedo distinguir su cara: es la mĆa, mi propia cara tal como la verĆ© en los espejos cuando cumpla ochenta aƱos. Porque llegarĆ© a esa edad, no sĆ© cĆ³mo explicarlo pero algo en el corazĆ³n o muy cerca del corazĆ³n me dice que lo que vi fue un pedazo de mi futuro, una rendija que se ensanchĆ³ y permitiĆ³ que en un parpadeo me contemplara en la vejez, un umbral que atravesĆ© un momento para conocer a la que serĆ© cuando me recluya en un asilo de ancianos. Aunque suene ridĆculo desde entonces he vivido con la idea, no, con la certeza de que hay sueƱos que no mienten.
āEl primer tĆŗnel nos devora. No se me ocurre otro tĆ©rmino para describir la impresiĆ³n de ser masticada y tragada por un animal enorme, como la ballena de la Biblia o la de aquel cuento del muƱeco de madera. Los otros pasajeros, mis compaƱeros de vagĆ³n, parecen justamente muƱecos: viajan sin hablar, sentados o de pie, con la vista perdida, ajenos a mis gritos y patadas. Nadie trata de consolarme, nadie me calla ni me pregunta a quĆ© se debe el llanto pese a que soy la Ćŗnica niƱa en el metro; todos los demĆ”s, absolutamente todos, son adultos o personas mayores. No me calmo sino hasta que entramos en la siguiente estaciĆ³n, al cabo de una eternidad.
āAquĆ es donde empieza la verdadera pesadilla. La nueva estaciĆ³n es idĆ©ntica a la anterior salvo por algunos detalles: estĆ” menos iluminada, hay luces que titilan o de plano no funcionan. El reloj digital del andĆ©n marca una hora absurda: las veintisĆ©is con setenta y ocho, por ejemplo. La iluminaciĆ³n irĆ” de mal en peor conforme el metro llegue a otras estaciones; los relojes enloquecerĆ”n y registrarĆ”n nĆŗmeros romanos, palabras o trozos de palabras en quiĆ©n sabe cuĆ”ntos idiomas, letras chinas, dibujos como los de las pirĆ”mides de Egipto. Un desorden, un silencio atroz.
āNadie baja. Aunque mi cuerpo y mi mente me dicen, no, me ordenan abandonar el vagĆ³n y buscar una salida hay una parte de mĆ, una parte que no estĆ” en mi mente ni en mi cuerpo, que me obliga a permanecer clavada en mi lugar. No puedo moverme, no puedo ni abrir la boca. Sube entonces una mendiga, una ciega que tantea el piso con su bastĆ³n; sus ojos son leche cuajada, dos agujeros blancos en los que vibra algo que hace pensar en moscas, insectos atrapados como el mosquito al principio de aquella pelĆcula de dinosaurios que resucitan. SĆ³lo al ver esos ojos entiendo quĆ© es lo que me mantiene paralizada: el pĆ”nico, esa parte de mĆ que estĆ” fuera de mĆ, que me pertenece y a la vez no me pertenece. El pĆ”nico pero tambiĆ©n, allĆ” al fondo, la curiosidad, esa palpitaciĆ³n que nos acompaƱa desde niƱos aunque no la queramos y la despreciemos con toda nuestra energĆa.
āSe cierran las puertas. El metro arranca. La ciega extrae una bolsa de plĆ”stico de entre su ropa, se la cuelga del antebrazo junto con el bastĆ³n, se recarga en un asiento y se frota las manos hasta que sale fuego. SĆ, fuego: primero chispas, despuĆ©s una flama que poco a poco se convierte en una fogata en miniatura. La ciega echa a andar a tientas por el vagĆ³n, controlando las llamas que bailan entre sus dedos, jugando con ellas como si fueran mascotas, y los pasajeros le deslizan objetos en la bolsa de plĆ”stico: carteras, monederos, anillos, aretes, collares, mancuernillas, relojes de pulsera, hasta una dentadura postiza. Alguien le enreda una paƱoleta en el cuello; alguien le acomoda un paraguas en el antebrazo; alguien le pone un abrigo sobre los hombros. Cuando se detiene al otro extremo del vagĆ³n, la ciega sonrĆe, vuelve a frotarse las manos y apaga el fuego como adelantando la entrada en la estaciĆ³n siguiente. Ella es la Ćŗnica que baja; la sustituye un manco que con gran agilidad, sin derramar una gota, manipula un puƱado de agua que trae en la mano que le queda.
āEn cada estaciĆ³n sube un mendigo distinto: un sordomudo que abre los labios para reproducir el sonido del viento que sopla en las noches de otoƱo, una mujer con las piernas hinchadas que va dejando un reguero de tierra que milagrosamente se evapora, un cojo que exhibe un frasco hermosĆsimo donde flotan pedazos de cordĆ³n umbilical, una enana que canta con voz de soprano mientras jala una especie de carrito con un viejo que no es mĆ”s que un torso. Cada uno carga una bolsa de plĆ”stico o arrastra una caja de cartĆ³n amarrada a la cintura en la que los pasajeros, sin chistar, depositan sus limosnas: corbatas, paƱuelos, lentes, zapatos, calcetines, medias, sacos, suĆ©teres, camisas, blusas, faldas, pantalones, ropa interior. De repente, cuando menos lo espero, estoy rodeada de gente desnuda. La sensaciĆ³n es igual a la que me provocan las pelĆculas de guerra, en especial las escenas en que los trenes llenos de judĆos se dirigen a los campos de concentraciĆ³n, o peor aĆŗn, a las cĆ”maras de gas: el despojo total, la renuncia a todo lo que alguna vez fue nuestro. Queda el miedo, claro, sĆ³lo eso seguirĆ” perteneciĆ©ndonos hasta el Ćŗltimo instante, hasta que no seamos mĆ”s que miedo en estado puro.
āAunque ya no hay nada que dar, continĆŗa el desfile de mendigos y estaciones. Los pasajeros miran al frente, aturdidos, luego de que la Ćŗltima prenda sale por las puertas que se cierran. No sĆ© si es hombre o mujer quien, ante el tipo cubierto de cicatrices resplandecientes que acaba de entrar, toma una decisiĆ³n y se quita dos dedos de la mano izquierda: es un gesto rĆ”pido, limpio y sin sangre, como si un maniquĆ viejo aceptara donar fragmentos de sĆ mismo a uno nuevo. El tipo de las cicatrices inclina la cabeza y guarda los dedos en su bolsa de plĆ”stico. MĆ”s adelante recibe un ojo, una oreja, un labio inferior, un trozo de nariz.
āComo comprenderĆ”, esto es demasiado no sĆ³lo para una niƱa sino para cualquiera, asĆ que en lugar de ponerme a gritar hasta enmudecer, que es lo que mĆ”s se me antoja en ese momento, me lanzo a correr hacia otro vagĆ³n en busca de ayuda. Lo terrible es que, en cuanto abro la puerta para huir del horror que me ha tocado presenciar, caigo en la cuenta de que el espectĆ”culo se repetirĆ” en el siguiente vagĆ³n, y en el siguiente, y en el siguiente: pasajeros que se desprenden de partes de sus cuerpos para dĆ”rselas a los mendigos que las introducen en bolsas o cajas. Una ceremonia, ĀæcĆ³mo decirlo?, una asamblea de maniĆ”ticos a los que les gusta mutilarse. Veo a un hombre que se saca la lengua de un tirĆ³n sin siquiera fruncir el ceƱo; veo a dos ancianas que se tumban los dientes a puƱetazos; veo a una mujer que empieza a arrancarse tiras de piel con las uƱas. OlvĆdese de la ropa y los objetos que les arrebataron a los judĆos: esto es el saqueo de la humanidad, el infierno en todo su esplendor. Y el metro no para, avanza y avanza y yo corro y tropiezo y me levanto y me estrello contra gente que se mutila sin pestaƱear y siento un asco tremendo pero me lo trago porque no quiero, no puedo, no debo dejar de moverme.
āMe detengo hasta llegar al primer vagĆ³n, el que estĆ” junto a la cabina del operador, que por fortuna va prĆ”cticamente vacĆo: apenas cuatro o cinco pasajeros desnudos e incompletos y una pordiosera que revisa su botĆn. Golpeo con todas mis fuerzas la puerta de la cabina para llamar la atenciĆ³n del operador, que no voltea. Es un hombre delgado, de espalda ancha y pelo corto, como lo usan los militares; por un instante creo que es mi padre, al que no conocĆ en persona sino por fotografĆas que mi madre a veces me enseƱaba. No vale la pena que lo conozcas, me decĆaā¦ me dice. Nos abandonĆ³ cuando tenĆas tres aƱos y salimos adelante solas, asĆ que no lo necesitamos. No lo necesitas; si quieres verlo aquĆ estĆ”n las fotos. Pero lo peor es que sĆ lo necesito, y la prueba es que en ocasiones lo sueƱo: una figura que se agacha junto a mĆ para hablarme al oĆdo y confesarme cosas que no logro entender. Cosas que supongo son fundamentales, de vida o muerte. Un tipo alto, de espalda enorme. Como el operador del metro.
āCuando la pordiosera que viaja en el vagĆ³n alza los ojos de su botĆn y me descubre, una niƱa de nueve o diez aƱos que tiembla de pies a cabeza; cuando abre los labios en una mueca a la que le faltan todos los dientes, algo que nunca he visto en la realidad; cuando luego de examinar y meter en su bolsa unos mechones de pelo que alguien le ha regalado comienza a caminar hacia mĆ, bamboleĆ”ndose: justo entonces el metro alcanza la Ćŗltima estaciĆ³n, el final de la lĆnea.
āLas puertas se abren. Todos, mendigos y pasajeros, bajan y se pierden en el andĆ©n que estĆ” como boca de lobo, sin ninguna luz, ninguna seƱal; todos excepto yo, que me quedo en el vagĆ³n admirando la labor tan limpia de la oscuridad, que no deja rastro de nada. Nadie se rezaga en el andĆ©n ni voltea a verme; lo Ćŗltimo que distingo es el rengueo de una mujer que ha donado un pie a alguno de los mendigos. DespuĆ©s, la penumbra que se reacomoda para recobrar su volumen original. DespuĆ©s, detrĆ”s de mĆ, el ruido de un cerillo que se enciende.
āEl operador del metro me mira; en algĆŗn momento debe haber salido de la cabina, por supuesto, pero no lo escuchĆ©. Mirar es un decir: en su rostro no hay rasgos identificables, asĆ que ignoro si tiene ojos. No, estoy equivocada. No es que no tenga ojos, todo estĆ” en su sitio: cejas, nariz, barbilla; lo que pasa es que no hay nada particular en sus rasgos, Āæcomprende? Es un rostro sin rostro, una cara que podrĆa ser la de cualquiera: la primera imagen que nos viene a la mente cuando alguien menciona la palabra rostro y que por lo tanto cambia de un segundo a otro, como si las facciones fueran de plastilina y unos dedos las moldearan a su capricho.
āāToma ādice el operador, y me da la vela que acaba de encender. Su voz es como su cara: neutra, la idea que acompaƱa un tĆ©rmino. Luego saca un papel del bolsillo de su camisa, lo desdobla y me lo enseƱa. Es un mapa semejante a los que aparecen en las caricaturas: un cĆrculo mal hecho en la esquina superior derecha, unido a la esquina inferior izquierda por una lĆnea punteada junto a la que hay varias cruces. El dibujo de un niƱo.
āāCuando salgas de la estaciĆ³n, debes localizar esta plaza āme dice, seƱalando el cĆrculo en el papel. DespuĆ©s su dedo recorre la lĆnea punteadaā. Es una ruta difĆcil, llena de sombras āindica las crucesā, pero no hay otra; la vela te ayudarĆ” a vencer los obstĆ”culos. Una vez que llegues a la plaza, permanece ahĆ y no la abandones nunca: es tu lugar en el mundo, el perĆmetro que te corresponde. Dentro de la plaza, todo; fuera de la plaza, nada. Y ahora vete, porque no tardan las tinieblas.
āCon el mapa en una mano y la vela en la otra, obedezco; mis piernas dan la impresiĆ³n de moverse por su propia voluntad. Camino por el andĆ©n y cuando volteo atrĆ”s, al cabo de unos pasos, descubro que todo estĆ” a oscuras: el operador, el metro y las vĆas se han desvanecido. La Ćŗnica luz es la que arroja mi vela. Pese a que la cera chorrea, quemĆ”ndome los dedos, el dolor no me disgusta: al contrario, me excita, y una sensaciĆ³n lĆquida, como si me aguantara las ganas de orinar, me oprime la vejiga. Esta sensaciĆ³n crece conforme avanzo hasta encontrar una escalera que empiezo a subir; la presiĆ³n aumenta con la subida y se vuelve una humedad insoportable pero deliciosa que no quiero, no puedo, no debo retener ni un minuto mĆ”s. Y me dejo ir mientras continĆŗo trepando escalones.
āLa llama de la vela engorda y revienta en una fogata que me hace parpadear: es el sol que se filtra por la ventana de mi cuarto. Con el corazĆ³n latiĆ©ndome rĆ”pidamente, despierto para darme cuenta de que he mojado la cama. Las sĆ”banas estĆ”n manchadas de orina pero tambiĆ©n de sangre, lunares rojos que se reproducen en la parte trasera de mi camisĆ³n. Luego mi madre me tranquilizarĆ” y explicarĆ” que es mi primera regla, que me he adelantado a las niƱas de mi edad pero que no me preocupe, son cosas que a veces āraras veces, dirĆ”, con el ceƱo fruncidoā suceden. Durante varios dĆas, sin embargo, andarĆ© con las piernas apretadas, creyendo que soy anormal y que en cualquier instante me puedo desangrar hasta morir. QuĆ© curioso: ahora que lo pienso sĆ³lo en la regla fui precoz, al resto de mi vida lleguĆ© tarde. Demasiado tarde.
āDesde entonces he buscado sin parar la plaza dibujada en el mapa de mi sueƱo. Aunque me he topado con muchas lĆneas punteadas que he recorrido hasta el final, aunque gracias a la vela que recogĆ en la pesadilla he espantado varias sombras, no he logrado hallarla. SĆ© que es un sitio blanco, un cĆrculo perfecto que me aguarda al doblar una esquina. SĆ© asimismo que la plaza es de algĆŗn modo mi muerte y que ahĆ estarĆ” mi padre, dispuesto a revelarme secretos de suma importancia. En ocasiones me angustio y creo que voy a enloquecer, pero de pronto recuerdo que vivirĆ© hasta los ochenta aƱos y me calmo. TodavĆa hay tiempo, me digo, no te desesperes, sigue buscando. TodavĆa hay tiempo.
La enfermera suspira.
āAhora ya sabe por quĆ© nunca viajo en metro ni en tren ādiceā, por quĆ© evito las estaciones y los parques con juegos infantiles como si fueran la peste. Me niego a entrar de nuevo en mi sueƱo.
āA mĆ tampoco me gustan los parques ādice Silva, meditabundo, y fija la mirada en su grabadora. ~
(Guadalajara, 1968) es narrador y ensayista.