El caso Rushdie comenzĆ³ con la quema de ejemplares de Los versos satĆ”nicos en Bradford. Los musulmanes occidentales encendieron la hoguera. El ayatolĆ” Ruhollah Musevi Jomeini la alimentĆ³ hasta convertirla en un incendio mundial y, cuando las embajadas estadounidenses sufren ataques en el mundo Ć”rabe, la dialĆ©ctica letal entre la ira islĆ”mica y la libertad de expresiĆ³n occidental vuelve a dejar la muerte en su estela.
El dĆa en que se decretĆ³ la fetua, Salman Rushdie asistiĆ³ al funeral de Bruce Chatwin en el centro de Londres. Cuando terminĆ³ el servicio, observamos cĆ³mo lo empujaban a la parte trasera de un coche y se lo llevaban, con aspecto aturdido y asustado. En su libro autobiogrĆ”fico Joseph Anton –que lleva por tĆtulo el alias que decidiĆ³ asumir–, Rushdie nos cuenta cĆ³mo fueron esos aƱos para Ć©l. Una vez tuve un atisbo de su experiencia. En los aƱos noventa, Ć©l y su equipo de protecciĆ³n me llevaron a casa despuĆ©s de cenar. Circulamos por las calles del norte de Londres; ellos miraban por las ventanillas tintadas y, cuando el coche se detuvo y yo intentĆ© abrir la puerta, el agente dijo: “Es mejor que lo haga yo, seƱor”, porque el cristal y el acero reforzados hacĆan que fuera demasiado pesada para abrirla. Rushdie pasĆ³ diez aƱos en una jaula de cristal y acero.
El caso se convirtiĆ³ en un conflicto entre la IlustraciĆ³n europea –partidaria de la razĆ³n, la tolerancia, el diĆ”logo y el laicismo– y el islam radical –teocrĆ”tico, literalista e intolerante-. Aunque Rushdie conocĆa muy bien el islam, sus seguidores liberales como yo lo conocĆamos menos. Con la distancia del tiempo, adquirimos una claridad moral sobre nuestros valores a expensas de una mayor confusiĆ³n sobre el islam.
Nos creĆmos la idea de que el ayatolĆ” estaba hablando por toda la fe. En realidad, se estaba recuperando de la desastrosa guerra con Irak, peleaba con los saudĆes por el dominio de las masas musulmanas y necesitaba un tema controvertido para prender de nuevo el fuego de una revoluciĆ³n iranĆ adormecida. El caso Rushdie era un regalo de los dioses y lo usĆ³ para apuntalar una teocracia terrorista en dificultades.
El riesgo que corrĆa Rushdie no venĆa del islam o de los creyentes occidentales, sino de un Estado terrorista. Veinticuatro aƱos despuĆ©s, la fetua, aunque no se aplique, todavĆa pende sobre Rushdie, IrĆ”n avanza a trompicones hacia la posesiĆ³n de un arma nuclear, todavĆa proclama la muerte de la “entidad sionista” y sigue siendo un Estado terrorista. QuizĆ” eso es lo que el obstinado ayatolĆ”, arquitecto de una revoluciĆ³n permanente, siempre habĆa querido.
Los imanes que organizaron la quema de libros en Bradford tambiĆ©n consiguieron lo que querĆan. Cuando fui a Bradford en la primavera de 1989 para escuchar a los lĆderes musulmanes, su sinceridad era evidente. Lo que yo cuestionaba era su autenticidad. Contaban historias que expresaban cierta incomodidad hacia lo que sus hijas y sus hijos aprendĆan en las calles, e incomodidad por las concesiones que la vida occidental les obligaba a hacer. El prĆ³spero propietario de un restaurante –que defendĆa ruidosamente la muerte de Rushdie– admitiĆ³ que se ganaba la vida vendiendo alcohol a los infieles. El caso Rushdie era exactamente lo que necesitaba. Cuanto mĆ”s iracunda fuera la reafirmaciĆ³n de su fe, mĆ”s autĆ©ntico se sentĆa.
El caso dio a los liberales y la umma mundial de los creyentes musulmanes una oportunidad para definir lo que era sagrado para cada uno. PermitiĆ³ expresar emociones fuertes, pero ninguno de los dos bandos recorriĆ³ el espacio que existĆa entre la sinceridad de sus emociones y la autenticidad de su fe.
Una fe autĆ©ntica podrĆa habernos hecho mĆ”s humildes sobre nuestras creencias y mĆ”s curiosos sobre las convicciones de los demĆ”s. PodrĆamos haber aprendido algo unos de otros. Cuando se produjo el caso Rushdie, los musulmanes occidentalizados se toparon con la exigencia oculta de la vida en una democracia laica. Descubrieron que su fe podĆa sufrir burlas y reclamaron que el respeto circunscribiera la libertad de expresiĆ³n. Al menos parte de una minorĆa marginalizada y enfadada reforzĆ³ la peticiĆ³n con la amenaza de quemar la casa multicultural. Esa amenaza era tan inaceptable como la fetua. No se deberĆa obligar a nadie a reconsiderar los lĆmites de la libertad de expresiĆ³n con una pistola apuntĆ”ndole a la cabeza. Si es cierto que ahora ningĆŗn autor occidental se atreverĆa a insultar al islam tras el caso Rushdie, la muerte de sus traductores o el ataque a los caricaturistas daneses, todos habremos perdido.
AsĆ que, si una autocensura resentida por parte de los liberales y explosiones violentas en las banlieues europeas serĆa la peor consecuencia posible del caso, ¿cuĆ”l serĆa un resultado positivo?
Tenemos que pensar de nuevo lo que significa vivir juntos. En una sociedad libre, todos compartimos el interĆ©s mĆ”s profundo en proteger las minorĆas musulmanas, y de hecho todas las comunidades religiosas, de la discriminaciĆ³n, la difamaciĆ³n, la violencia o la incitaciĆ³n a actos de odio. Pero ninguna sociedad libre tiene interĆ©s en proteger sus doctrinas, creencias y prĆ”cticas de la crĆtica, el desprecio, el ridĆculo o la denigraciĆ³n.
Es un pacto difĆcil para las comunidades religiosas. No es agradable vivir en sociedades que aparentemente no consideran que nada sea sagrado, salvo la libertad de hacerse rico y la libertad de ser sarcĆ”stico y sacrĆlego. Pero la tolerancia tambiĆ©n es un pacto difĆcil para los liberales laicos, porque les exige que vivan con aquellos que creen en la subyugaciĆ³n de las mujeres, la subordinaciĆ³n de la razĆ³n a la fe y la divisiĆ³n de la humanidad entre fieles e infieles.
AsĆ que salimos del caso Rushdie con una cosa en comĆŗn: la vida democrĆ”tica es un pacto difĆcil. Cada uno de nosotros, el creyente musulmĆ”n y el liberal laico, desearĆa que el otro fuera diferente. Pero no lo somos, y vivir juntos requiere que aceptemos lo que no podemos cambiar.
Vivir juntos no deberĆa ser algo que se hiciera en un silencio lleno de resentimiento, cada uno en su propio gueto. Significa llevar una carga de justificaciĆ³n mutua sin privilegios. La fe no tiene ningĆŗn privilegio, ningĆŗn derecho exclusivo, y la razĆ³n laica tampoco. Estamos atrapados unos junto a otros, con la carga de justificarnos, de vivir unos con otros en libertad y de intentar convencer al otro para que sea diferente, sin amenazas ni violencia. Eso es lo que exige la vida democrĆ”tica.
TraducciĆ³n de Daniel GascĆ³n
© Michael Ignatieff. Publicado originalmente en Financial Times
es rector emƩrito de la Central European University en Viena. Su libro mƔs reciente es On Consolation: Finding Solace in Hard Times.