Las recientes declaraciones del papa Francisco en la entrevista concedida a la revista jesuita La Civiltà Cattolica, sumadas a los contenidos de su conversación con el periodista Eugenio Scalfari para el diario La Repubblica, han dado lugar a una intensa serie de especulaciones sobre el futuro del Vaticano y de la Iglesia católica. El asombro no se hizo esperar: ¿Un papa que habla de los homosexuales sin condenarlos, del recibimiento en el seno de la Iglesia de los divorciados vueltos a casar y de las mujeres que han vivido un aborto? ¿Un papa que considera indispensable repensar la presencia femenina en la Iglesia, incluso en los ámbitos de autoridad? ¿Un papa que considera como condición de la búsqueda espiritual “ser persona de pensamiento incompleto, de pensamiento abierto”, y que opina: “Si uno tiene respuestas a todas las preguntas, estamos ante una prueba de que Dios no está con él”? Después del asombro, el estupor: ¿Es el papa (todavía) católico?
A los ojos de la opinión pública creyente y no creyente las declaraciones de Francisco resultan desconcertantes: están lejos de sonar como las arengas con las que se suele asociar el discurso “católico” convencional. Después de 35 años de papados ultraconservadores, que nos habían acostumbrado a relacionar las palabras de los pontífices con juicios fulminantes y la defensa a ultranza de preceptos, las palabras de Francisco parecen una incongruencia. ¿Se trata del anuncio de una revolución en la Iglesia? Es todavía demasiado pronto para saberlo. De lo que se trata –en el ámbito del discurso vaticano— es, quizás, de un ansiado, urgente, regreso a la cordura.
Para entender este efecto de disonancia y los alcances de este giro en el tono de las palabras públicas del pontífice romano, es necesario mirar hacia la historia de los dos papados anteriores. Después del destape conciliar de Juan XXIII y Paulo VI, los papados de Juan Pablo II y Benedicto XVI representaron un largo invierno eclesial. Wojtyla, en particular, no sólo encumbró a las congregaciones más reaccionarias del catolicismo, como los Legionarios de Cristo y el Opus Dei, sino que arrasó, a fuerza de vetos y condenas, con una generación de teólogos, clérigos y laicos progresistas que continuaba la tarea de aggiornamento prometida por el Concilio Vaticano II. En América Latina, en concreto, la pasión anti-comunista de Wojtyla fue responsable de la casi desaparición de la más influyente y original producción teórica latinoamericana: la teología de la liberación.
Benedicto XVI, por su parte, representó la llegada al trono de San Pedro de un teólogo dogmático y de un esteta de la liturgia, más interesado en levantar excomuniones a los lefebvristas y restituir el rito tridentino que en alentar la creatividad pastoral o establecer un puente entre la teología y las realidades sociales contemporáneas. Su utopía era una Iglesia pequeña y compacta de incondicionales, enamorados del dogma y de los detalles arcaicos de la liturgia.
A pesar de sus diferencias, los papados de Ratzinger y Wojtyla habían constituido dos variaciones de un mismo proyecto: la realización de una cruzada contra el mundo moderno—en particular, en contra de la autonomía moral del individuo. Detrás de este proyecto estaba su temor (¿su pánico?) a un escenario histórico: la disolución de la especificidad creyente, cristiana, católica en la gran vorágine de la modernidad. Los dos creyeron conjurar ese horizonte mediante la consolidación del catolicismo como una identidad cultural—una identidad basada en la dependencia del ser católico a un apego absoluto a un cierto conjunto de preceptos de moral sexual. Lo que Wojtyla y Ratzinger al final lograron fue, más bien, la conversión de la fe en una ideología. Este último punto –las trampas de la ideologización de la fe—parece ser, hasta el momento, un elemento central del diagnóstico de Francisco y la inspiración de sus declaraciones.
De regreso al presente: todavía no es posible entrever si Franciso será un papa revolucionario, al estilo de Juan XXIII, o siquiera un reformista. En todo caso, el cambio que se puede advertir es una variación medular en el tono de las relaciones del papado con el conjunto de los fieles. Este giro parece consistir en el abandono del énfasis en la ortodoxia y su sustitución por una nueva orientación hacia la pastoral. Pero si este giro se consolida, esto podría constituir en sí mismo y en ciertos ámbitos una intensa transformación eclesial.
El cambio de tono no sería algo menor. A la ortodoxia es imposible disociarla de algún género de policía: padece la obsesión de calzar el mundo en una horma—pretende imponer una forma correcta a la realidad. La ortodoxia carga siempre con un cierto pesimismo agustiniano: una profunda desconfianza del mundo. La pastoral, en contraste, acompaña a la gente ahí donde ya está—supone una confianza en el devenir de la realidad, una amistad con el mundo, una creencia en la bondad inherente de las personas y las cosas.
Cada uno de los dos pontífices anteriores había sintetizado la orientación de su papado mediante una locución conceptual que manifestaba su compromiso con la ortodoxia: para Juan Pablo II, se trataba de combatir la “cultura de la muerte”, para Benedicto XVI, de derribar la “dictadura del relativismo”. Francisco en cambio parece querer resumir el sentido de su autoridad con una expresión retomada de la espiritualidad ignaciana: discernimiento—discernimiento, sobre todo, de la manifestación de lo divino en la historia y el tiempo. En un claro contraste con sus precedesores, las palabras de Francisco parecen dejar vislumbrar una novedosa invitación a la Iglesia: dejar de pensar la época contemporánea como una larga noche histórica, y abrirse a la incertidumbre, la búsqueda, el encuentro—una invitación a dejarse sorprender por el espíritu.
es ensayista.