Kolakowski en la isla desierta

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Leszek Kolakowski, muerto el pasado 17 de julio, es autor de Las principales corrientes del marxismo (1976-1978), uno de los libros –son tres tomos– que me llevaría sin vacilar a la isla desierta. Es tan fascinante y tan indispensable, para mí, como las historias parciales de la literatura escritas por Walter Muschg o Hans Mayer o Erasmo en España, de Marcel Bataillon, con una salvedad decisiva: Kolakowski habla de una época que aún alcanzó a ser la mía, lo cual vuelve más emotiva la ilusión de reflejarse en el problemático libro de un sabio.

La historia del marxismo que escribiera Kolakowski tiene una virtud que la hace parecer como única. Es el retrato de una época entera, de principio a fin, escrita con un rigor analítico y una distancia erudita que parece irreconciliable con la condición del filósofo polaco como contemporáneo y víctima, testigo y sobreviviente, del tiempo cuyas ideas consagró su crítica. Es frío y a la vez dramático, el libro de Kolakowski. Tiene Las principales corrientes del marxismo, y me aventuro en una comparación peregrina, algo que recuerda a Bernal Díaz del Castillo: es la crónica de la conquista de un nuevo mundo, el horror ante los rituales desconocidos que duplican la fe cristiana, la fantasía de una hermandad con lo extraño, el hierro de la dominación de una religión imprevista y todopoderosa, todo ello contado, melancólicamente, por un soldado lúcido que habiendo sido testigo, pinta, al final de la gran aventura, una visión panorámica.

El propio Kolakowski, nacido en 1927, iniciaba La modernidad siempre a prueba –editado en México, en 1990, por Vuelta, la revista de la que fue colaborador– diciendo, apoyándose en Hegel y en Collingwood, “que no hay edad ni civilización que sea capaz de identificarse conceptualmente a sí misma.” Eso debe de ser cierto si exceptuamos, precisamente a Kolakowski, alma de Oxford durante tantos años, y a su libro.

No es que esa historia del marxismo quiera ser imparcial, obra como es de uno de los más sólidos disidentes del Este, que expulsado de Polonia en 1968, había roto desde los años cincuenta con la ortodoxia. Es una obra plena en ambición hegeliana, la de Kolakowski, una verdadera historia universal que se propuso demostrar, desacralizar y desmontar a la más influyente de todas las escuelas modernas, la más letal y la más humana. De Marx se dijeron seguidores lo mismo Mao que Walter Benjamin, los espíritus más angelicales y los genocidas más torvos y empecinados.

Muchos marxistas, sobre todo los que gozaban de la irrestricta libertad de investigación y conciencia que privaba en Occidente, aborrecieron el tratado kolakowskiano, sobre todo después de la respuesta brutal del polaco a la carta abierta de avenimiento que le dirigiera el historiador inglés E.P. Thompson. Y cuando cayó, hace veinte años, el muro de Berlín, muchísimos lectores buscamos, en las páginas de Kolakowski, la página profética. No la había: se había limitado el filósofo, en las últimas páginas de Las principales corrientes del marxismo, a explicar que no siendo las ideas de Marx y Engels la causa eficiente del comunismo, tampoco podía negarse que en la URSS y en China se había puesto en práctica una de sus posibles interpretaciones que, según Kolakowski, era bastante y honrosamente fiel, en la medida en que la realidad puede honrar a las ideas.

Hace pocos años, reseñando My Correct Views in Everything (2005), una de las últimas recopilaciones de Kolakowski, decía Tony Judt que era paradójico que un filósofo tan completo como el polaco, pasase a los ojos del público simplemente como un marxólogo. Yo no encuentro la paradoja: el nexo entre la fe y la iglesia fue la mayor preocupación del católico Kolakowski, autor de Cristianos sin iglesia. La conciencia religiosa y el vínculo confesional en el siglo XVII (1965) o de Dios no nos debe nada (1995), vindicación de Pascal y del jansenismo ante una sociedad occidental, según él, renegada de la verdadera esencia del cristianismo. Le tocó a Kolakowski hacer la historia de la gran religión secular de los modernos.

Crítico de la Ilustración, amigo de la escolástica medieval y demócrata, ejerció Kolakowski sobre el pensamiento liberal una presión que constituye, “en sí misma, una de las glorias del pensamiento liberal”. Esa presión, decía Leon Wieseltier, se manifestó en muchos temas, uno de ellos, amplísimo, el del supuesto relativismo padecido por la sociedad contemporánea. En el rechazo de esa desesperanza relativista cuya paternidad se puede atribuir a Descartes o a Kant, un Kolakowski prueba que un catolicismo como el suyo –en buena lid integrista– puede convivir con la separación de la Iglesia y el Estado o la libertad de conciencia que el polaco respaldaba. Eso por un lado. Pero nunca he podido entender del todo la prédica antirrelativista de católicos como Kolakowski o el papa Benedicto, buen lector suyo. Las sociedades liberales contemporáneas son muy absolutistas en esa postulación de valores éticos en que los monoteístas las encuentran mostrencas. En ninguna de las sociedades donde dominó lo sagrado y su parafernalia terrenal había sido tan absoluta la idea de la universalidad de los derechos humanos y la disposición jurídica, política y moral a salvaguardarlos. Más, mucho más relativista, era el mundo confiado al pecado y a la salvación. En fin, esa clase de discusión era la que un lector podía entablar, en la isla desierta de los proverbios, con un libro de Leszek Kolakowski.

(Publicado previamente en El Ángel de Reforma)

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es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile


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